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Tribuna
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Las conmemoraciones en México: una oportunidad para la conciencia histórica

Los relatos sobre el pasado que buscan “enaltecer la memoria de nuestro pueblo” no ayudan a construir una ciudadanía consciente

Alfredo Ávila
AMLO ondea la bandera de México
El presidente López Obrador en la conmemoración de la independencia de México el pasado 15 de septiembre.Hector Vivas (Getty Images)

Este 24 de febrero se cumplen dos siglos de la proclamación del plan que, siete meses después, culminó en la independencia de México. Es una conmemoración obligada, pero incómoda. El hombre que encabezó al Ejército independentista en 1821 había sido un comandante que combatió con fiereza a quienes antes peleaban por la independencia y cometió crímenes contra la población civil, por no referirme a los negocios hechos al amparo de su posición militar. Obtenida la independencia, Agustín de Iturbide se coronó emperador gracias a la presión militar y la agitación popular. El Gobierno de México elaboró una lista de 15 actos conmemorativos para 2021, que abarcan desde la celebración de la imaginaria fundación de Mexico-Tenochtitlan hasta el desagravio por la masacre de la comunidad china de Torreón. De acuerdo con la oficina de comunicación social de la presidencia, el objetivo es “enaltecer la memoria de nuestro pueblo”, es decir, hacer lo que todos los Estados hacen al relatar el pasado: “recordar la historia de nuestra identidad nacional”. Hasta ahora, no se ha publicado nada que explique la pertinencia de ese calendario festivo. Solicité a la Comisión Presidencial para la Conmemoración de Hechos, Procesos y Personajes Históricos de México una copia del protocolo de las conmemoraciones, pero no obtuve respuesta.

Entre las actividades programadas, destacan las ceremonias de desagravio a las comunidades china, maya y yaqui. Desde que el presidente de México solicitó al Rey de España, Felipe VI, que se disculpara con los pueblos originarios por la conquista, adelantó que el Estado mexicano haría lo propio. El 30 de septiembre de 2020, López Obrador insistió en que su Gobierno ofrecería disculpas a los yaquis y mayas por los ultrajes que sufrieron en el pasado, agravios cometidos por “los militares más nefastos y represores” del régimen de Porfirio Díaz, los mismos “que luego se hicieron famosos por traicionar al presidente Francisco I. Madero”.

El problema con esta visión es que en realidad las guerras contra esos pueblos originarios empezaron mucho antes de la dictadura de Porfirio Díaz. Los enfrentamientos de los yaquis con los colonos de Sonora se iniciaron en el siglo XVII, y se mantuvieron tras la independencia, sin importar la ideología de los gobiernos: liberales, conservadores, republicanos y monárquicos. En el caso de los mayas, el conflicto venía de los tiempos coloniales, pero se incrementó en 1847 cuando las comunidades indígenas de la península de Yucatán se rebelaron contra el despojo de sus tierras, aprovechando la debilidad del Estado mexicano en el momento de la guerra con Estados Unidos. En diferentes lugares del país, otros pueblos hicieron lo mismo, como los de la Sierra Gorda. Los políticos liberales y conservadores temieron el exterminio de los blancos, en medio de esa guerra de castas que casi siempre terminó mal para los pueblos indígenas. Un ejemplo es el de las comunidades binnizás (zapotecas) de Tehuantepec, que tomaron las armas en defensa de sus recursos naturales. El gobernador liberal de Oaxaca, Benito Juárez, ordenó la represión que concluyó en El Calvario con el triunfo de las tropas estatales, que prendieron fuego a Juchitán, en un episodio en el que murieron muchas personas inocentes. El gobernador Juárez respaldó la campaña y justificó esos hechos.

No sobra decir que en el programa de desagravios para 2021, no hay uno para las comunidades binnizás. Juárez encabeza el panteón heroico mexicano y el actual Gobierno lo tiene como ejemplo. Resalto este caso, porque da cuenta del problema que tiene el relato sobre el pasado con el que se han decidido las conmemoraciones de este año. La guerra contra los yaquis no la hicieron solo los conservadores del Porfiriato, pues empezó mucho antes. El despojo contra los mayas no terminó con la caída del dictador en 1911, pues continuó con la creación del territorio federal de Quintana Roo y su ulterior erección como Estado de la federación, con la ocupación de tierras al menos desde la década de 1920, la destrucción de ecosistemas y la desigualdad acarreadas por los desarrollos turísticos a partir de 1970 y, dirían varias comunidades de la región, se continúa con el Tren Maya.

Concluyo con el caso de la matanza de chinos en Torreón en 1911. La gente de esa ciudad suele desestimar la participación de los torreonenses, al asegurar que la matanza la hicieron las tropas de Pancho Villa, el sanguinario héroe revolucionario. Eso es falso. Villa estaba en Ciudad Juárez en esos momentos, más de 700 kilómetros al noroeste.

Es comprensible que se eche la culpa a las tropas de ese caudillo. Muchas personas de esa ciudad norteña son hijas, nietas, descendientes de quienes participaron en aquella masacre. Es difícil reconocer que nuestros abuelos cometieron una atrocidad como esa, como da cuenta el actual debate sobre la memoria y la participación polaca en el antisemitismo. En cierto sentido, es lo mismo que pasa con el presidente. Se asume descendiente de Juárez, de modo que se resistiría a aceptar los hechos brutales de Juchitán.

Hoy sabemos que la sinofobia fue promovida por empresarios y gente poderosa de Torreón; pero también que, entre los revolucionarios que ocuparon la ciudad, el discurso contra los inmigrantes chinos se hallaba muy arraigado, copiado de la xenofobia de las asociaciones sindicales de Estados Unidos que acusaban a los asiáticos de quitar trabajos a los ciudadanos de aquel país. La gente común de la ciudad, por su parte, no defendió a los chinos y, en algunos casos, participó en el saqueo de sus tiendas y en los crueles asesinatos.

Las actividades de desagravio incluidas por el Gobierno en el programa conmemorativo de este año son una gran oportunidad para reflexionar acerca de la responsabilidad en la historia, para aceptar la totalidad de nuestro pasado de un modo crítico, para forjar una ciudadanía igualmente crítica del presente, para pasar de los relatos heroicos y las vindicaciones de la memoria a tener conciencia histórica.

Seguir echando la culpa de las atrocidades del pasado a “los otros” —a los conquistadores españoles, a los realistas, los conservadores y los porfiristas—, considerar al país como heredero de héroes y, a la vez, víctima de grandes malvados, simplifica el pasado y el presente. Los relatos sobre el pasado que buscan “enaltecer la memoria de nuestro pueblo” no ayudan a construir una ciudadanía consciente. Paul Valery aseguraba que ese tipo de relatos solo “conduce al delirio de grandeza o al de persecución y hace que las naciones sean amargas, soberbias, insoportables y vanas”.

Alfredo Ávila Rueda es investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.

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