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Cartas de Cuévano
Columna
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Imagino que soy el mismo de hace 40 años e imagino que no se cumple hoy otro aniversario de uno de los dolores más fuertes que ha padecido mi alma

Una ilustración de Jorge F.  Hernández.
Una ilustración de Jorge F. Hernández.

A mediados de 1980 John Lennon zarpó de Newport, Rhode Island, hacia el sur con miras de llegar a las Bahamas en un yate que milagrosamente no se hundió durante la travesía. Se sabe que la trayectoria fue de zozobra constante y tormenta continua y que durante no pocas horas el propio John llevó el timón a solas, mientras capitán y marineros vomitaban o se desmayaban en la panza del yate; lo que no consta es si John recordaría haber nacido el 9 de octubre de 1940 en el Maternity Hospital de Liverpool de la calle Oxford y que la leyenda inventaría que el parto ocurrió durante un bombardeo de los nazis. Lo cierto es que el único hijo de doña Julia y don Alfred Lennon nacería en un mundo envuelto en pólvora y dolor, aumentado a los pocos años por la separación de sus padres y la muerte muy prematura de su madre.

No sabemos si en medio de la tempestad, bañado por la espuma feroz del oleaje implacable, Lennon tuviera espacio en la conciencia para evocar la cara de su Yoko como niña de doce años, escondida en un armario con sus padres y único hermano, mientras llovían del cielo nippon casi 2.000 toneladas de bombas, explosivas e incendiarias, desde las barrigas de 334 bombarderos norteamericanos de los B-29 que pulverizaron Tokio el 9 de marzo de 1945… y tampoco sabemos si John Lennon al timón, con las gafas redondas de manubrio empañadas por la sal y la lluvia pertinaz, cantaba en voz alta alguna de las joyas que compuso al lado de Paul o una melodía mental como recuerdo de George o bien, tamborileaba sobre los mangos del timón el homenaje de Ringo a las profundidades del pulpo en altamar.

Lo cierto es que la aventura marítima sin ballena blanca a la vista terminó por llegar a Bahamas y allí, paseando con Yoko por los jardines botánicos de Bermuda, tanto él como Yoko quedaron prendados ante la contemplación de una rara especie de orquídea o esa flor llamada freesia en inglés en su excéntrica variedad conocida como Double Fantasy.

Pasado el periplo, superado el mareo, John Winston Lennon decidió volver a grabar y hacia noviembre de 1980 salió del estudio un nuevo álbum que sería epifanía para millones de escuchas, evangelio para los millones de fieles, respuesta directa al más reciente álbum grabado por McCartney y aviso de un utópico porvenir. Lennon bautizó su nueva producción con el nombre de Double Fantasy y a tono con el ánimo de resurrección de más de una de sus nuevas canciones, menciona en una entrevista que estaba en deuda desde años con Yoko Ono por no haber hecho público reconocimiento de su intensa complicidad para escribir, cuajar e interpretar Imagine, más que canción, oración que todo ser en vías de bondad o perfección debería memorizar y enseñar a sus hijos.

Imagino que soy el mismo de hace 40 años e imagino que no se cumple hoy otro aniversario de uno de los dolores más fuertes que ha padecido mi alma o bien, el hipotálamo o quizá incluso, mi corazón. Juremos por los siglos de los siglos jamás repetir el nombre del demente (aún sonriente e ingenuamente deseoso de libertad condicional) que desde la higiénica mazmorra de su ignominia sigue alucinando su nula fama por haberle vaciado una pistola en la espalda a John del brazo de Yoko, a las puertas de su casa y a pocos minutos de reunirse con Sean, su hijo, por quien había dejado de grabar, componer e incluso interpretar su gran música para dedicarse enteramente al timón maravilloso de ser padre.

Sabemos que durante los primeros cinco años de vida de su segundo hijo, Lennon aprendió a hacer pan y que se vio en un sábado fugaz e interminable con Paul McCartney y que nunca dejó de estar en contacto con George Harrison o con Ringo Starr y que se aventó un palomazo mítico con Elton John en Madison Square Garden… pero lo que nadie sabía hasta hoy es la insulsa y hasta ahora anónima historia de un enlquecido joven que acababa de cumplir 18 años de edad, recién ingresado en la Universidad Nacional Autónoma de México con la ilusión de volverse historiador (aunque estaba matriculado en Economía) y cumplir con una Double Fantasy personal y muy particular: publicar una primera novela o un buen libro de microhistoria (o ya de perdis, un cuento) antes de llegar a los 21 años y de paso, tomar la alternativa como Matador de Toros en la Monumental Plaza de Toros México.

Este orate no descartaba el milagro de que se volviesen a reunir los Beatles y que en el frenesí universal volvieran a México (no a escondidas, como afirmaban los adictos a los hongos alucinógenos), sino con varios conciertos en estadios de prestigio y que se diera el supremo milagro de cruzarse con el torero-unamita-historiador-novelista en una tocata y fuga de cantina o pulquería y lo integrasen como bongosero, maraquero o cargador de guitarras en el gran disco que nunca se llegó a grabar, pues el viaje mágico y misterioso de la imaginación adolescente quedó cegado con cinco o seis balazos por la espalda, a traición, mientras John iba al timón en medio de la tormenta del mundo quizá sabiendo que medio siglo después nos encerraríamos millones de fieles a recordarlo en sus recordings, tatuando la mente y la de nuestros hijos con un variado calidoscopio evangélico de ritmos y letras, notas y arpegios, de toda la maravillosa música que John, Paul, George y Ringo transpiraron juntos durante los diez primeros años de nuestras vidas y en particular, la que ya solo y con Yoko fue cuajando en amoroso dueto contra el mundo como oleaje picado.

Que se sepa que así pasen otras décadas seguiré destilando ausencia con la mirada salada y fija por la ventana, normalmente helada por estas fechas. Sea nieve, neblina o lluvia lo que bañe mis ojos, mi mirada está llorando de gratitud e ilusión… pero sobre todo, que no pase un solo día sin que alguna nota sostenida o un redoble de carcajada me permita soñar que no es tan imposible ni utópico seguir apuntalando el milagro de que cada día haya alguien más dispuesto a imaginar; imagina por encima de la discusión necia e imagina en lugar de babear mentiras de odio y simulación hueca; imagina que miras por la ventana y tienes un mar interminable por delante, alzado en una tormenta aparentemente en necio desasosiego e imagina que llevas las manos asidas al timón, que aunque la lágrima empañe los cristales de las gafas o ablande el cobijo de tus pestañas, hemos de llegar a un puerto apacible de freesias o los girasoles gigantes de un infinito campo de fresas ; escribir en una servilleta un compromiso musical para volver a empezar o tararear Starting Over a dos voces con el propio John y luego, tragar ese amargo dulce que es el tiempo, todo el tiempo que se nos ha ido entre las manos asidas al timón, viendo la vida pasar mientras seguimos distraídos con tantísimos otros planes.

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