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Columna
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La incombustibilidad de la literatura

Los conflictos y encontronazos entre escritores son los que le permiten a la creación y al pensamiento renovarse y expandirse

Emiliano Monge
León y Sonia Tolstói, en el estudio de la casa de Yásnaia Poliana.
León y Sonia Tolstói, en el estudio de la casa de Yásnaia Poliana.

Como sucede en todas las disciplinas y profesiones, los territorios de la literatura se convierten, de tanto en tanto, en campos de batalla. Y aunque la mayoría de los conflictos no pasan de las escaramuzas, resultado de odios tan intestinos como vanos, de angustias tan íntimas y pequeñitas que no consiguen hacer florecer el pensamiento, a veces suceden verdaderos encontronazos.

Esas conflagraciones de talla mundial, que rehúyen por norma lo superfluo y que provocan bruxismo nocturno, arrasando campos neuronales, son un pilar fundamental de la historia del pensamiento y el arte, pues permiten a la creación renovarse, expandirse y volverse incombustible.

Hablo, obviamente, de los combates sin límite de tiempo ni reglas que suceden en el campo de las ideas y en el de las sensibilidades, no de aquellos que resultan de las pasiones más bajas y sus cortocircuitos. Como sucede con las escaramuzas, no creo que los pleitos cuya semilla no es más que el fin de una amistad, por ejemplo, aporten a la literatura más que el morbo que habita al silencio, más que el fango de los secretos.

El fin de una amistad —García Márquez y Vargas Llosa, Sartre y Camus— no es, por supuesto, el único tipo de pleitos destinados a convertirse en reyertas que el tiempo habrá de olvidar. Y aunque ejemplos hay muchos, atados todos a asuntos tan primitivos como la envidia, el coraje o la bravura, quiero señalar aquellas disputas de machos cabríos que, en vez de tocar las ideas y sensibilidades, por más que intentaran engañarse y engañarnos a todos, no tocaron más que el tamaño de uno o más miembros.

Ahí están Faulkner y Hemingway, Cervantes y Lope de Vega o Lord Byron y Keats, disputando, no en torno de una moral sino de una báscula; combatiendo, no en el ring de la estética, sino en el de los egos más perniciosos: “Pobre Faulkner”, empieza su ataque el escritor de El viejo y el mar; “Me apena Hemingway”, arranca su asalto el autor de El ruido y la furia. Ninguno de ellos, sin embargo, levantó el trapo cuando Thomas Wolfe quiso discutir sus literaturas. Aunque ambos, hacia el final de sus vidas, reconocieron en aquel otro escritor al mejor de su generación.

Y aunque acá podría aprovechar para recordar que ni García Márquez ni Vargas Llosa sostuvieron el trapo que Juan José Saer o Julio Ramón Ribeyro presentaron, cuando quisieron hablar y hacerlos hablar sobre el fondo y la forma de la novela y el cuento, mejor vuelvo a donde iba: porque quiero hablar de las conflagraciones de talla mundial, de aquellos conflictos que, en lugar de enfrentar a personas, enfrentan ideas y sensibilidades. Eso sí, que nadie se llame a confusión: no estoy atacando la obra de ninguno de los escritores que, hasta este punto, he mencionado, estoy hablando de las maneras y de los motivos que eligieron para enfrentarse a los otros.

Volvamos a esas conflagraciones mundiales, a esos encontronazos que colocan, uno ante el otro, dos mundos y dos concepciones, tanto de la forma como del fondo, que viene a ser lo mismo que decir tanto de una estética como de una moral. Este tipo de conflictos, que son los que le permiten a la creación y al pensamiento renovarse y expandirse, rebasan, obviamente, los combates entre contemporáneos —Virginia Woolf contra H. G. Wells, Gombrowics contra Borges, Góngora contra Quevedo—, pues también tratan los ataques furtivos —los llamo así, pues la respuesta, a menos que venga de un tercero, no es posible por ese asunto tan inoportuno que es la muerte— que uno o varios escritores o escritoras llevan a cabo contra una obra a la que el tiempo patinó con el brillo del genio.

Y aunque ahora podría escribir sobre lo importante que fue que alguien como Gombrowics, tan ajeno a todo y a todos, desentrañara la obra de Borges y, sobre todo, la de sus imitadores, abriendo caminos que hasta entonces —y si no— seguirían cerrados en las letras latinoamericanas, tanto como también seguirían cerrados la mayoría de los senderos de nuestro jardín, si el propio Borges, antes, no hubiera dinamitado buena parte de la tradición que lo precedía, es decir, aunque podría, acá, ejemplificar con conflagraciones entre contemporáneos, prefiero hacerlo con las que trascendieron el tiempo, entre las cuales, amén de la que tantos libraron y siguen librando con la obra de Jane Austen —sin duda, la escritora que más conflictos ha desatado—, quiero ceñirme al ataque que Tolstoi llevó a cabo en contra de Shakespeare.

Y es que, aunque el ensayo de Tolstoi, tras una primera lectura, podría parecer, precisamente, el texto de un macho cabrío, en una segunda lectura se desdobla de otra manera, justo, de hecho, de un modo opuesto: a Tolstoi le molesta, honesta, enardecidamente, la sensibilidad estética del escritor inglés, tanto como le molesta su contenido moral, es decir, el genio ruso aborda aquellos dos temas que, me parece, permiten que el pensamiento y la creación se mantengan incombustibles: el fondo y la forma. Y es que más allá de que, efectivamente, Tolstoi ataca a Shakespeare en tanto hombre, esto no impide que busque demostrar que el genio británico era un escritor sobrevalorado, uno de "los autores más despreciables que el mundo conozca".

“Trivial, inconsciente, blando, vacío”, palabras como éstas son las que utiliza el ruso, pero no tan solo para insultar, como haría un pendenciero, un escritor de poca monta, un ser en conflicto con algún examigo o un personaje inseguro y resentido, sino para llegar al objetivo que busca: demostrar que Shakespeare carecía de la filosofía necesaria sobre la cual debe sostenerse la moral de una obra, tanto como carecía de una estética congruente, sobre la cual debe erigirse la arquitectura del tiempo y la de las palabras que conforman esa misma obra: “Tras leerlo, no queda en el lector ninguna idea digna de consideración”, afirma el autor de La muerte de Iván Ilich.

Más adelante, el autor de Guerra y paz —solo con estos dos libros, que apenas he citado, Tolstoi demostró que para él no eran un problema ni la forma ni el fondo—, anota sentencias como éstas: “no le interesan los problemas del mundo”; “no domina, en ninguna de sus obras, el carácter de sus personajes”; “a consecuencia de su cinismo, pierde por completo la verosimilitud”; “resuelve las situaciones más importantes improvisando”; “sus personajes hablan de una manera que resulta imposible”; “en sus obras hay de todo, menos credibilidad”.

Dice George Orwell —recordarán que antes anoté acá que, en las reyertas en las que el tiempo es el terreno, a veces aparece un tercer individuo, para encargarse de la defensa de la obra que fuera atacada—: "En pocas palabras, (Tolstoi) lo acusa (a Shakespeare) de ser un escritor atropellado y descuidado, un hombre de moral dudosa y, por encima de todo, lo acusa de no ser un pensador". Y aunque el objetivo del autor de 1984 es defender a su compatriota, muy pronto acepta que Tolstoi tiene razón.

"Lo que dice Tolstoi, en el fondo, es cierto", escribe Orwell: "Shakespeare no es un pensador, y los críticos que afirman que era uno de los grandes filósofos del mundo no sabían lo que decían: sus pensamientos no son más que un batiburrillo, en un cajón de sastre". Al darle la razón a Tolstoi, sin embargo, el ensayista inglés más importante del siglo XX también se la quita.

Porque hacia la conclusión de su texto asevera: "Dentro de ciertos límites, un pensamiento pobre o una moral pobre pueden ser buena literatura". Y es que, al final, como podemos ver en esta conflagración, el asunto es si la literatura debe atender a la forma y al fondo. O si puede recargarse sobre una de esas dos sus patas.

Por suerte, para nosotros, en el siglo XXI y gracias, en buena medida, a quienes escribieron antes que nosotros y combatieron en serio, esta es una polémica tan rica como abierta: la disputa forma y fondo que dio paso a la de forma o fondo, hoy es otra distinta.

El asunto son las posibilidades de la forma como fondo y en las del fondo como forma. Lo anticipó Juan José Saer, cuando lanzó el trapo que ninguno de sus contemporáneos se atrevió a levantar. La moral está en la elección de una u otra palabra, tanto como la estética determina las historia contamos y que nos contamos. De ahí que, aún estando de acuerdo con Tolstoi y Orwell, uno pueda leer a Shakespeare sin que su obra se vea afectada. Como cuando, consciente de la inutilidad del fútbol, ves un partido y un gol te enloquece.

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