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ESTAR SIN ESTAR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Buñuel

Hace unas semanas se cumplieron cuarenta años de la muerte del gigante aragonés. La vida me concedió seguir siendo fiel y agradecido a cada una de sus películas

Ilustración Jorge F. Hernández
Ilustración Jorge F. Hernández

La borrosa memoria quiere convencerme de que el hombre vestía una sotana negra con los 33 religiosos botones de rigor y que me vio acercarme con su mirada estrábica por encima de una leve sonrisa que mostraba la ligera separación de sus dientes delanteros. Lo cierto es que el hombre llevaba un abrigo negro que le colgaba casi al tobillo, sin sonreír y menos cuando le lancé la inteligentísima pregunta de ¿Es Usted Luis Buñuel?

Fue hace poco más de cuarenta años y el entonces mejor de mis amigos (hijo de españoles y siempre más inteligente y enterado que yo) me lo señaló en la esquina de la calle de Patricio Sanz con la avenida Félix Cuevas. Fue él quien me dijo que la sombra que iba por delante se llamaba Luis Buñuel, gran director de películas de cine y un breve etcétera que bastó para que yo me atreviera a adelantarme, alcanzar al famoso antes de que entrase al supermercado DeTodo (donde dicen que Buñuel comprada de todo…incluso ropa) y no solo hacer uno de los primeros ridículos de los muchos que sumaría mi vida desde entonces, sino quedarme fríamente petrificado en cuanto el gigante del ojo vago me espetó con furia fingida “¡…y tú no deberías estar en el colegio!”.

Durante los siguientes —pocos—años que invertí junto a ese amigo para hacernos hombres, fuimos espectadores más que interesados en cada una de las películas que dirigió Luis Buñuel, tertuliando con otros amigos brillantes cada una de las tramas, los enredos de los diálogos, la magia del blanco y negro, la belleza onanista de Silvia Pinal, la recreación de La Última Cena con apóstoles indigentes o el discreto encanto de la hermosa espalda de Catherine Deneuve.

En particular, —ya cuando portábamos nuestros primeros bigotes sobre el labio—mi panda comandada por quien seguía siendo mi mejor amigo y guía nos desvelamos no pocas horas en la sesuda discusión de todos los fantasmas de la libertad o el ojo rebanado de Un perro andaluz y leíamos a Lorca de memoria y soñábamos con habitar la Residencia de Estudiantes en Madrid, entender cada lánguido trazo de un reloj pintado por Dalí y luego, los días que se multiplicaron en la vista y revista, discusión y recontradiscusión sobre las dos musas que interpretan un mismo papel en Ese oscuro objeto del deseo: que si una de ellas representaba la Libertad con mayúscula y la otra era no más que encarnación de la culpa católica que nos imponían a nosotros mismos en el colegio del que urgía emanciparnos. Incluso, alargué con mi primo mayor Pedro Félix el divague de las dos actrices y luego, las primeras cervezas en torno a la necedad de acordar si era obscuro u oscuro el verdadero objeto de nuestro deseo y un largo etcétera que abultábamos con la constante demostración de que éramos ávidos lectores y escritores en ciernes y bla, bla, bla.

Nos acercábamos a la soñada emancipación de la preparatoria católica, apostólica y romana ya más que emBuñuelados y dando los primeros Kurozawas y Fellinis a nuestra cultura de las pantallas cuando se dio una de mis primeras madrugadas de insomnio (a invertirse desde entonces en libros, párrafos propios y películas-muchas películas) que provocaron no sin bostezos mi urgencia por compartir con los “intelectuales” de mi quinta el entusiasmo y detallada adrenalina que me había provocado Dead of Night (película inglesa en blanco y negro, traducida como Al morir la noche) que habían proyectado en Cine para Desvelados del otrora glorioso Canal 11. Se cagaban de la risa mis compas ante la insípida visión de mi menda en piyama, galletitas y leche de chocolate, desvelándome en el delirio de la peli que les contaba como “antología hilada de cinco o seis cuentos de terror y misterio, tejidos y entretejidos como cinta de Moebius, metáfora del Infinito… obra maestra que ¡carajo, deberían verla todos! Es más, deberíamos verla juntos… pluma en mano y anotar cada uno de nosotros los hilos deslumbrantes de ese delirio… ¡Obra maestra!”

Se siguieron burlando de mi descabellada adoración de desvelado por esa película que ellos mismos determinaban como inútil entretenimiento (sin haberla visto) y así pasaron meses que fueron acumulándose en la suma de calificaciones, bigotes, ligues y noviazgos que poco a poco nos fueron separando del afán de mosqueteros que nos unía desde tempranas adolescencias y aunque seguimos con las peregrinaciones y excursiones fieles a la Cineteca o cineclubes que proyectaban cintas de calidad digna de ser madrépora hilada o heredada de la devoción por Buñuel y demás apóstoles del gran cinema, cada uno en cada cual fue navegando o bogando en solitario y libremente por los primeros pasos de las diferentes universidades donde dejábamos de ser bachilleres y nos dejaríamos de ver ya para siempre.

Hace unas semanas se cumplieron cuarenta años de la muerte de Luis Buñuel. La vida me concedió seguir siendo fiel y agradecido a cada una de sus películas, volverme discípulo y deudor (porque me publicó mi primer cuento en el extinto periódico Novedades) de José de la Colina, quien fuera no solo cercano amigo, sino biógrafo del gigante aragonés. Dejo para otra columna la hermosa anécdota con la que Buñuel, al filo de su último suspiro, se despidió de Colina, pues ahora con estas líneas solo quiero saborear una deliciosa y dilatada venganza: que se enteren —estén dónde estén— mis sesudos compañeritos de colegio que soy lector y relector de Mi último suspiro, memorias que escribió Buñuel a cuatro manos con el gran Jean Claude Carrière, publicado al filo del telón final de su vida. Allí leo una vez más y hoy mismo el párrafo donde Luis Buñuel asienta que “Entre mis películas favoritas, situaré la inglesa Dead of Night, conjunto delicioso de varias historias de terror” que hoy mismo vuelvo a recomendar como si estuviésemos en recreo, en el mismo desvelo de la prolongada madrugada, donde quiero volver a la sala de un cine con los intactos amigos de antaño como si no pasara nada ni el tiempo ni en el hilo del infinito que nos une desde que miramos de lejos, estando tan cerca, la sombra de un genio que parecía levitar con sotana de cura el contagio instantáneo de toda la literatura y magia que venimos compartiendo desde entonces en párrafos y pantallas ya para siempre.

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