En las faldas del volcán Popocatépetl, donde ‘Don Goyo’ es venerado y temido
La caída de ceniza, los estruendos y las exhalaciones ponen en alerta a las comunidades que rodean al coloso de más de 5.200 metros
Francisco Castro columpia a sus hijos de seis y cuatro años, mientras se resigna a esperar lo mejor. “Él nos está mandando estas alarmas, pero ni modo, no tenemos otro lugar adónde ir”, cuenta el hombre a un costado de una cancha de fútbol donde la tierra se mezcla con la ceniza. De pronto, se escucha un estruendo. “Fuuuuu, fuuuu, fuuuuuu”. El sonido es como el de los primeros truenos que caen justo antes de que empiece una tormenta. “¿Lo oyó? ¿Lo oyó?”, pregunta Castro con insistencia. El volcán Popocatépetl ruge en Santiago Xalitzintla, un pequeño poblado del Estado mexicano de Puebla, que está a solo 12 kilómetros del cráter. El centro de México está en alerta por las exhalaciones, los tremores y las enormes columnas de humo que se levantan sobre Don Goyo, como se conoce al coloso de más de 5.200 metros de altura, amo y señor de estas tierras. Alrededor de 7.200 soldados han sido desplegados en un plan de contingencia, decenas de vuelos se han demorado o cancelado y comunidades aledañas están en vilo, a la espera de que les digan si deben quedarse o irse de sus casas.
Lázaro Chalche, de 64 años, se acomoda el sombrero ranchero, deja que sus borregos pasten tranquilamente y se sienta sobre una piedra con semblante reflexivo. “No, no creo que esté enojado, más porque hace poco le llevamos sus regalos, sus ofrendas”, cuenta Chalche. Cada 12 de marzo Xalitzintla celebra a Don Goyo. Sus habitantes le llevan ropa, zapatos, contratan música y preparan mole para agasajarlo. En su último cumpleaños, el Popo, como también se conoce al volcán, tuvo 236 exhalaciones y ocho explosiones, y las autoridades no permitieron que los pobladores llevaran sus ofrendas. En las zonas cercanas, las tradiciones y las supersticiones se vuelven de un momento a otro metáforas para entender la realidad, para explicar que él, como decía Francisco Castro, está vivo, activo y no deja de aventar ceniza, ni de hacer ruidos ni de sacudir la tierra.
“El volcán retumba, a veces truena, quizás nos quiere dar una lección”, explica Gabino Agustín, el encargado de una pollería que está a unos pasos del Palacio municipal. Las paredes del recinto de Gobierno están tapizadas de carteles informativos sobre la caída de ceniza, las zonas de riesgo, las rutas de evacuación y los efectos en la salud de los habitantes. También hay enormes listas con información sobre el reparto de programas sociales. Hace casi una década que no hay mediciones detalladas, pero en 2015 las autoridades estimaban que ocho de cada diez habitantes eran pobres. “Mira, la mitad del pueblo ya no vive aquí, todos se fueron a [Ciudad de] México a trabajar y los que nos quedamos no nos queremos ir por nuestros animales y porque nos da miedo que nuestra casa vaya a estar vacía cuando regresemos, hay muchos malandros [rateros]”, señala Agustín, de 35 años.
Hace apenas una hora, el gobernador, Salomón Céspedes, visitó el pueblo y pidió tranquilidad hasta tener un panorama más claro. “No dijo mucho”, resume el vendedor de pollos. Desde el fin de semana, el semáforo de alerta cambió a amarillo fase 3, pero el mensaje de las autoridades sigue siendo el mismo: prevenir, prepararse para correr los menores riesgos posibles y mantener la calma.
Prácticamente enfrente de la casa de Silvestre Hernández, un jubilado de 92 años, está un letrero color naranja fosforescente con la leyenda “ruta de evacuación”. “Tenemos una camionetita, los papeles en su lugar, cerramos el gas y que Dios nos acompañe”, dice Don Gato, como pide que lo llamen. Hace más de 40 años que se mudó al pueblo, donde la familia de su esposa tiene una casa y unas tierritas, que no cambiaría por ningún otro lugar. “¿Tú sabes dónde te vas a morir? ¿Tú sabes dónde te vas a ir al cielo?”, cuestiona Hernández con vehemencia. “¿Entonces? No importa que estemos cerca de volcán. Al final, Dios lo puso ahí y estamos siempre en manos de Dios, solo él sabe lo que va a hacer”, comenta.
No es un no rotundo a irse. Es el deseo de que la catástrofe no pase. De hecho, el señor Hernández se queja de una vieja vereda llena de hierba y piedras que era la vieja ruta para escapar del pueblo y de una bodega que todavía se anuncia como refugio un par de kilómetros colina arriba, pero ahora está completamente abandonada e inservible. Entre algunos habitantes hay una sensación de que nunca se podrá estar del todo listos si la explosión es demasiado grande, pero no pueden darse lujo de angustiarse ni darle demasiadas vueltas. “Será lo que diga Dios”, zanja.
En Santiago Xalitzintla, la actividad volcánica es una atracción casi turística, que ha traído polvo, curiosos y periodistas. En México no se ha dejado de hablar del volcán en días. Y en los límites del pueblo, donde vive la familia de Luisa Castro, el Ejército y la Policía estatal han instalado un retén para que nadie pueda seguir avanzando por el Paso de Cortés, una vieja ruta que fue explorada en el siglo XVI y que cambia el pavimento por terracería para acercarse al Popocatépetl, que quiere decir en náhuatl montaña que humea y que la mayoría del tiempo se esconde detrás de una densa capa de bruma.
“Siempre ha hecho así, así es nuestro Goyo, estamos acostumbrados”, afirma la señora Castro, de 61 años. “Estamos acostumbrados” es una frase que se escucha una y otra vez en la comunidad. La usa el que tiene miedo, pero está “acostumbrado”. La usa quien tiene dudas sobre qué hacer si las cosas van a peor, pero ya ha pasado por esto y está “acostumbrado”. La usa quien no se imagina en otro lado porque “está acostumbrado” y arraigado a su tierra. Luisa Castro explica que la ceniza de repente hace que le duelan los ojos y la garganta, pero dice que sus caballos y sus cerditos han aguantado bien, y que las familias del pueblo han aprendido a sacarle provecho a lo que da el volcán. Dice que lava sus trastes con arena y con ceniza porque es muy buena contra la grasa y que las tierras aquí son muy buenas para la siembra. “Eso sí, cada vez que truena, cerramos los ojos y le rogamos a Dios que no pase nada”, admite.
“Todo mundo tiene miedo, pero yo creo que a veces uno dice otra cosa para darse valor, ¿no?”, afirma Octaviano de la Rosa, un habitante de 70 años de San Nicolás de los Ranchos, el siguiente pueblo. Paradójicamente, ahí hay mucha más ceniza, aunque está más lejos del volcán. “Vivir aquí es bonito, tenemos un gran tesoro, Don Goyo es como una persona, él ya nos conoce y nosotros lo conocemos también”, señala De la Rosa. “Por eso, le tengo respeto y si Dios permite y nos da tiempo, todos nos vamos echar a correr, si es necesario”, agrega. Las personas mayores de la zona no se han sacado de la mente la explosión que hubo en 1994, tras muchos años de inactividad. “Olía a huevo podrido”, recuerda Lázaro Chalche. “Nosotros lo conocemos”, repite Octaviano de la Rosa. “Estuvo feo”, reconoce Luisa Castro.
“Esa vez nos tuvieron que sacar”, cuenta Ernesto Tlacotzi, el dueño de un deshuesadero que no ha podido dormir en dos días por los ruidos que hace el volcán de noche y el crujido de las puertas y las ventanas cuando se cimbra la tierra. “Se me agrietó toda mi casa, ¿te imaginas que estás dormido y todo empieza a vibrar?”, dice el habitante de 50 años del pueblo de San Buenaventura Nealtican, una de las zonas más afectadas a mediados de los noventa. “Pero bueno, así es la naturaleza, ¿qué le vamos a hacer?”, se pregunta.
Para casi todos no queda de otra más que esperar. “Cerrar no es una opción, literalmente de aquí comemos”, explica Juan Carlos Atenco, un taquero de 42 años. Atenco dice que la actividad del volcán ha afectado mucho a los comerciantes de la zona: cada vez bajan menos personas de los otros pueblos y a la gente le da miedo comer en la calle. Todo está vacío: los puestos de fruta, las tienditas de la esquina, los locales de antojitos. “Ahí vamos, ahí vamos, primero Dios no pasa nada”, dice César Flores, de 19 años, otro taquero que está unos metros más adelante y que busca levantar los ánimos mientras lava los platos en plena calle. “No tenemos trabajo”, comenta Ivana Valenzuela, una chica de 21 años que vende comida afuera de una escuela donde las clases se suspendieron.
Los últimos días han sido así. Todo mundo busca seguir, cómo puede, con su vida. Los campesinos aran sus tierras, los animales buscan el follaje, la música norteña se mezcla con los ruidos del volcán, las lonas del tianguis ceden ante el polvo grisáceo que cae del cielo. Y de un momento a otro, uno siente que se ahoga y que la ceniza no lo deja ver nada. Otra vez, como siempre, sin saber si es la calma antes de la tormenta o solo se trata de otro susto de Don Goyo.
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