Juan Villoro: “Mi padre era filósofo hasta viendo el fútbol”
El escritor mexicano bucea en su último libro, ‘La figura del mundo’, a través de la memoria para indagar en la figura de su padre, el filósofo catalán Luis Villoro, y perfilar una época, desde el exilio español hasta el zapatismo
De niño, Juan Villoro (Ciudad de México, 66 años) pensaba que su padre era un espía o un agente doble. Sobre todo porque además de su carácter reservado, incluso ausente, hacía cosas como llevar a la familia en coche hasta la playa y luego inmediatamente regresar él solo a la ciudad en autobús. En realidad, Luis Villoro era un filósofo nacido en Barcelona y un militante de izquierdas como una especie de revancha al origen patricio de su familia. Un hombre doblemente exiliado, que cuando estalló la guerra en España lo mandaron a Bélgica y al comenzar la II Guerra Mundial llegó a México con su madre, heredera de terratenientes. Un hombre que detestaba los chismes y que entregó su vida al pensamiento con el rigor y el estoicismo que aprendió en el internado religioso donde estudió de niño.
Solo una vez, y ya de adulto, vio Villoro hijo llorar a su padre filósofo, que de tan poca práctica apenas sabía cómo secarse las lágrimas. También solamente una vez le dio Villoro padre un beso a su hijo, que se acostumbró a que, en vez de cuentos infantiles para dormir, le contaran episodios de la Odisea de Homero o le regalaran Los diálogos Platón con apenas 15 años. En esos recuerdos se sumerge a fondo el escritor mexicano en su último libro, La figura del mundo (Random House), armado con su característica prosa aforística trufada de chispazos ensayísticos para responder a una pregunta tan antigua como la literatura: “¿Quién fue mi padre?”.
El libro, se avisa desde el prólogo, no es una biografía al uso ni tampoco un ajuste de cuentas. Es más bien la carta definitiva de un hijo para el que leer y escribir se convirtió en una forma de querer y ser querido. Un texto en parte confesional pero que a la vez despliega una reflexión pública sobre la memoria como herramienta literaria y perfila un retrato de época: desde los exiliados españoles, al turbulento 68 mexicano, hasta llegar a la emergencia del zapatismo, que consiguió sacar al filósofo, uno de los más influyentes del último medio siglo en México, de su proverbial aislamiento.
Pregunta. Hay recuerdos muy tempranos. ¿Vienen de apuntes antiguos que ha ido tomando sobre su vida? ¿Cuándo empezó a escribir el libro?
Respuesta. Muy rara vez tomo apuntes porque tengo la superstición de que si lo hago, voy a delegar mi memoria en una página. Yo considero que si verdaderamente las cosas calan dentro de mí, debo recordarlas. Siempre he tenido esta sensación de que uno debe merecer los recuerdos, por lo tanto, en cosas personales rara vez los apunto. Sí tomo notas, por supuesto, cuando hago una crónica porque estoy hablando de memorias ajenas a la mía. Pero para las ideas de mis cuentos o novelas, si no las retengo, es que no eran para mí. He tenido, en general, una vocación muy memoriosa tratando de prestar atención a las cosas que me han interesado.
P. ¿Cuál fue entonces el origen del libro?
R. No pensaba escribir un libro sobre mi padre. Hace como diez años, la revista argentina Orsai organizó un número sobre la figura paterna y escribí una semblanza de él. Luego escribí un par de comentarios o de crónicas más. Y sólo después de su muerte empezó a fraguarse la idea de que pudiera surgir un libro. De hecho, cuando fuimos en 2015 a entregar sus cenizas al caracol zapatista de Oventic, el subcomandante Marcos, ahora Galeano, pronunció un maravilloso discurso que parcialmente se recoge en este libro y en el que dijo que yo estaba por escribir un libro. Pero todavía no sabía que lo iba a hacer. Es decir, él profetizó que alguna vez escribiría de mi padre y, ciertamente, desde su muerte en el 2014 hasta los siguientes cinco años estuve recibiendo memorias de él a través de lo que me decían sus alumnos, sus compañeros de ruta en causas sociales, los parientes, la mucha gente que lo conoció. Y me atrevo a decir que estuvo más vivo que nunca en esos años. Los muertos no cierran la puerta, nos dejan un resquicio por el cual regresan a nosotros.
P. El libro es también una especie de tratado o gran reflexión sobre la memoria.
R. Yo creo que la memoria decanta lo más importante. Hace tiempo tuve una experiencia muy interesante con un poeta, Antonio del Toro. Cuando trabajaba en la revista Pauta, le solicité un poema. Él me dió el texto original y yo no lo encontraba. Con gran vergüenza, le hablé por teléfono y le dije “he perdido tu poemario y estamos por entrar a imprenta”. Me respondió que se lo sabía de memoria, me lo recitó y lo transcribí. Y así lo publicamos. Meses después, en el desorden de mis cajones, encontré la versión original y, por pura ociosidad, la contrasté con la que él me había recitado. Y descubrí que en un poema bastante breve, él había omitido tres palabras, y esas omisiones mejoraron notablemente el poema. Eran palabras retóricas que estaban ahí como lucimiento, como adornos, y que su memoria decantó como cosas que no eran esenciales. Ahí yo recibí una lección muy grande: cuando trabajas desde la memoria purificas, limpias.
P. La memoria también tiene sus trampas ¿Se puede fiar uno de la memoria?
R. Yo he tratado de ese modo de recuperar la historia de mi padre y, claro, me acerqué en ocasiones a recuerdos que eran falsos y que contrasté con otras personas. Pero esos recuerdos me parecían muy útiles porque la memoria es una composición de sentido. La memoria te ayuda a entender racionalmente cosas un tanto caóticas. Ciertas escenas, aunque sean inventadas, te permiten comprender mejor lo que viviste e incluso te permiten hacerlo más emocionante. Luego, otra persona me puede comentar que esto ocurrió de manera diferente, aunque también es posible que la memoria equivocada sea la de la otra persona. Por eso, en ocasiones dejo las dos versiones.
Creo que una de las cosas más importantes de la memoria es que tiene que ver con la imaginación. Solemos pensar que sólo imaginamos cosas que no ocurrieron, pero en el periodismo también se pone en juego un tipo de imaginación para recuperar cosas y para comprenderlas mejor. Esto en ocasiones nos lleva a distorsionar un poco los hechos, que luego debemos arreglar y corregir. Pero hay cosas que están dentro de nosotros y que ignoramos misteriosamente. El recuerdo nos permite un proceso de autodescubrimiento. La confesión religiosa o el psicoanálisis se basan justamente en este principio. Al escribir La figura del mundo descubrí cosas por el proceso de escritura que de otra manera no hubieran llegado a mí.
P. Por eso hay quien dice que la memoria también es ficción.
R. García Márquez dijo de manera espléndida “Las cosas no son como suceden, sino como se recuerdan”. Es la memoria la que consolida los hechos. Por eso el subtítulo de mi libro es El orden secreto de las cosas. Está muy de moda la autoficción en esta época autorreferente, en donde también podemos hablar de un periodismo selfi de cronistas que consideran que la principal noticia son ellos mismos. Hay un narcisismo de la época. En este momento de la autorreferencia, parecería que lo más importante es escribir de la realidad pura y dura. La autoficción muchas veces es ideal para autores que tienen más problemas que talento. Todo depende de qué problemas tengas para poder expresarlos de manera descarnada. Si tus problemas no son tan interesantes, vale la pena recurrir al viejo arte de la literatura.
P. Su padre era un gran detractor de ese narcisismo. No le interesaban las historias personales, sino las ideas. Pero al final de su vida cambió un poco con el acercamiento a los zapatistas y al subcomandante Marcos.
R. Hay personas que se han alimentado mucho del aislamiento. Julio Cortázar decía que su universidad fue la soledad. Él fue un autor que escribió en el exilio parisino, muy aislado en extraordinarios cuentos fantásticos, pero que se abrió al mundo hacia el final de sus años gracias al contacto que tuvo con la revolución cubana. Él entendió el sentido de comunidad en Cuba. Y a mi padre le pasó algo parecido con el zapatismo. Mi padre creció en internados de jesuitas en Bélgica y se acostumbró a la soledad y aprendió a disfrutarla. Nada es tan provechoso para un filósofo como poder pensar por cuenta propia en un sitio donde le permitan estar a solas. El contacto con los demás, era algo que lo perturbaba un poco. Cuando yo era niño y mi padre participaba en el movimiento estudiantil del 68, mis amigos, muy influidos por los medios de comunicación de la época, me dijeron que mi padre tal vez era un agente comunista. Yo llegué a creer que tal vez era cierto que mi padre tenía algo de agente secreto porque llevaba una vida doble. Y la verdad es que ser filósofo es técnicamente ser un agente doble. Estás en la realidad pensando siempre en otra realidad, actuando para otra circunstancia que nadie más conoce, pensando en secreto cosas que no se comunican con los demás.
P. Cuenta en el libro que tanto rigorismo intelectual y tanta prioridad del pensamiento sobre la emoción es lo que le llevó a usted a escribir, pero desde otro lugar.
R. Sí, yo viví entre dos extremos de conducta. Mis padres se divorciaron cuando tenía nueve años. Crecí con mi madre, que era una mujer de emociones volcánicas. Todavía lo es, una mujer extraordinariamente sensible, una gran lectora. Y con mi padre que, en ocasiones, era un hombre muy retraído. Sólo tuvo algunos arrebatos emocionales en momentos muy señalados. Solo lo ví llorar una vez y solo una vez me dio un beso. Curiosamente, esos dos arrebatos emocionales tuvieron que ver con la figura del padre, el padre que realmente no tuvo, porque murió siendo él muy joven, y que en cierta forma él pensaba que tampoco había podido ser. Él operaba mucho por la culpa, como buen discípulo de los jesuitas. Creció en un internado y había dedicado su emoción al entendimiento. Se conmovía con la inteligencia y, naturalmente, creo que esto fue una de las razones que a mí me llevaron a escribir libros, porque yo sabía que lo que más admiraba en la vida eran los libros. Si publicaba uno, él iba a tener una mejor consideración de mí. Lo que pasa es que escogí una rama de la escritura muy distinta a la suya. La literatura, que consta básicamente de emociones, que son justamente las que mi padre esquivaba. Yo traté de tener, digamos, una vía emocional a través de la escritura para llegar a él. Y la última escala de este viaje es, por supuesto, el libro La figura del mundo.
P. El subcomandante Marcos tiene su misma edad y su padre lo consideraba a la vez como un hijo y un maestro. ¿Nunca tuvo celos de él?
R. Por supuesto que sí, porque la admiración que mi padre tenía por el subcomandante era enorme. El entendimiento entre ellos fue extraordinario. Marcos y yo nos llamamos hermanos en la correspondencia que hemos tenido y viene de esto, de que mi padre lo quería realmente como un hijo. Probablemente el hijo que él consideraba que había dado un ejemplo. Para mi padre era muy importante dar el ejemplo, hacer algo en beneficio de los demás, sin buscar nada para uno mismo. Sus figuras más importantes eran personas que habían renunciado al poder personal, como Gandhi o Martin Luther King. Y, por supuesto, Marcos y los zapatistas.
P. El libro también es una retrato de época y un ensayo de ideas. ¿Fue su intención desde el inicio este cruce de géneros?
P. Desde el principio me pareció muy importante trazar una época y abordar temas que trascienden a mi padre, como por ejemplo el exilio, la elección de una identidad y luego sucesos concretos como el movimiento estudiantil del 68 o las luchas de la izquierda. El libro recoge un panorama de acontecimientos que tuvieron que ver con él y de manera emblemática. Hay ciertas discusiones que tienen que ver no solo con mi padre, sino con cómo nos relacionamos nosotros con las ideas y cómo relacionamos las ideas con lo social. Hago una reflexión sobre, por ejemplo, la cultura de la cancelación a raíz de un texto que mi padre, ya en su madurez, escribió sobre Octavio Paz y que a mí me pareció excesivamente duro.
P. En esa conversación con su padre, ya de adulto, usted nota que se estaba molestando y decide no continuar y callarse. Su padre era un hombre de mucha autoridad.
R. Desde luego. La relación entre nosotros fue una relación asimétrica, como toda la relación entre padres e hijos. Y sobre todo, como lo era antes. Él no fue un padre autoritario, pero no necesitaba serlo. Yo soy el primogénito y fui su primer experimento educativo según lo que le parecía más conveniente. A veces yo no supe darme cuenta de que estaba expresando afecto a su manera, sin decirlo. Este libro también es un descubrimiento de las muchas circunstancias en las que él estuvo a mi lado. Por ejemplo, cuando íbamos al fútbol. Mis padres se divorciaron y él encontró ahí que podía hacer algo conmigo todos los domingos. Yo creía que él era un gran aficionado al fútbol, pero la verdad es que apenas le gustaba. Solo al escribir este libro entendí que ese gesto revelaba que no había estado conmigo en los estadios por ser aficionado, sino por ser un buen padre.
P. En el fútbol también daba lecciones de dialéctica y sobre la importancia de reconocer al otro
R. Sí, hasta viendo el fútbol era filósofo. Cuando los aficionados locales abucheaban a los hinchas contrarios, él se levantaba y les decían pero ‘¿cómo se atreven ustedes a increpar a nuestros adversarios? ¿Qué sería de nosotros sin la posibilidad de enfrentar a un oponente?’ Tener un rival es poner en práctica la dialéctica del juego. Nosotros necesitamos de los demás. Si no los recibimos como se merecen, nosotros no merecemos jugar con ellos. Pero todos lo veían como una especie de fanático perturbado y aceptaban aplaudir a los rivales sólo para que se callara.
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