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‘La estación del pantano’: ficción sobre el exilio de Benito Juárez en Nueva Orleans

EL PAÍS adelanta un fragmento de la novela más reciente de Yuri Herrera, en la que el escritor mexicano recrea una etapa de la vida del político sobre la que hay poca información

El escritor mexicano Yuri Herrera, retratado en 2020.
El escritor mexicano Yuri Herrera, retratado en 2020.Lisbeth Salas

EL PAÍS adelanta un fragmento de La estación del pantano (editorial Periférica), la novela más reciente de Yuri Herrera. En el nuevo libro, el escritor mexicano recrea el exilio del expresidente Benito Juárez en Nueva Orleans, una etapa en la vida del político que se conoce poco. La obra, publicada primero en España, ya está disponible en México.

Dos

Lo más importante que sucedió en las semanas siguientes fueron los tambores, no, lo más importante que sucedió en las semanas siguientes fueron los bailes, no, lo más importante que sucedió en las semanas siguientes fueron los conciertos, no, un poco el hipódromo, que fue divertido y fue importante pero de otra manera, no, lo más importante que sucedió en las semanas siguientes fue el patio interior, quizá eso sí, o quizá lo más importante que sucedió en las semanas siguientes fue que conoció a la canaille y que aprendió lo que era el funk, o que se enteró, más o menos, de lo que Thisbee pudo o no haber hecho. Lo que sucedió en las siguientes semanas fue que dejaron de sentirse como semanas, a veces se sintieron como minutos y los minutos a veces como días, porque la ciudad se fue convirtiendo, primero lentamente, luego con vértigo, de una ciudad de transa y negocios en un animal vivo que comenzó a zarandearse como si se sacudiera la modorra o las pulgas y después como si no hubiera nada más importante en el mundo que bailar.

Hasta aquellos marineros traían música, no nomás la música por dentro, de quéjese y quéjese a gritos por una calle paralela al levee, quéjese y quéjese del poco dinero que ganaban, la palabra dinero sí se la sabía, clave si alguna, y quéjese y quéjese de otras cosas que no entendió; al frente iban un violinista y un hombre con tambor militar, que tocaba con talento militar, un pom-pom, pom-po-pom, regular, enérgico, pero el violinista tocaba piezas de baile, rápidas y alegres, que nadie bailaba porque iban caminando, salvo él, que acompañaba su violín moviendo la cabeza al compás de la melodía, como si ahí dentro estuvieran las parejas dando vueltas y saltitos.

Caminando caminando vieron que en el Théâtre d’Orléans habían montado Roberto el diablo, de Meyerbeer, que era una ópera vieja, ¡y Le Prophète! que apenas se había estrenado en París cuatro años atrás, que es como decir ayer. Qué lugar éste, rejuveneciendo como si el pantano no importara.

Todo el tiempo estaban rehaciendo las calles. Ahora que Pepe y él se quedaban en el tercer distrito, en la casa hecha de barco, tenía que caminar desde allá y atravesar el viejo cuadrante para llegar al taller de Cabañas. Aprendía a sortear los hoyos de una calle y al día siguiente había trabajadores arreglándola y poco después ya empezaba a descascararse otra vez y luego a ser remendada otra vez y otra vez y otra vez. Los remiendos tomaban más días que lo que las calles duraban transitables. Los trabajadores a ratos trajinaban como estampas ejemplares, más frecuentemente se sentaban en la banqueta a fumar, beber y cantar. Se cantaba mucho.

Cabañas no lo dejaba tocar los tipos movibles, su trabajo era hacer los tambaches de anuncios o proclamas o folletos o invitaciones e ir a entregarlas. En ocasiones, muy pocas, le propinaban una moneda por sus servicios; tenía que conformarse con lo que Cabañas le pagara; a cambio, entre los trayectos por el cuadrante (la mayoría de los repartos eran ahí o en el distrito de los anglos, más allá de Canal) y el periódico que podía leer en el taller, fue viendo cómo, a pesar del frío, la ciudad se empezaba a encender.

–Carnaval –le dijo Cabañas–. Es como si a todo mundo le entrara una picazón que sólo se atiende volviéndose loco.

Vio a un hombre robarse un perro, un perro, cuando había tantos en la calle, y a su dueño alcanzar al ladrón y darle de golpes con la agarradera metálica de su bastón, mientras el perro hacía su parte desgarrándole una pierna. Leyó de una mujer arrestada por robarse dos corsés. Corsés. Una ciudad donde se batalla por corsés. Vio a dos hombres retarse y a un tercero amigarlos con una botella de ron. Leyó de un hombre llamado al juzgado a explicar por qué tenía en su casa a un capturado que no era de su propiedad. Vio a otro niño perdido (no se le acercó).

Un día, al volver a la casa hecha de barco, escuchó los tambores. No eran como el tamborcillo militar del marinero quejoso, no pom-pom, pompo-pom, sino algo como baaam-bam-bam-bam, baaam-bam-bam-bam, algo así; esa lengua tampoco la sabía, sólo era claro que eran unos tambores a los que le sacaban jugo como si fueran teclados, un baaam-bam-bam-bam hipnótico que a la vez iba cambiando de actitud como uno cambia de actitud cuando habla de algo y no nomás lo dice.

Se quedó un rato de pie en una encrucijada blanda (el trazo de las calles en esta parte de la ciudad era todavía más sugerencia que ley) tratando de ubicar de dónde venía la percusión. Baaam-bambam-bam. Sonaba cerca pero, como en muchas partes, todo alrededor.

Entró a la casa de Thisbee distraído por el ritmo en su cabeza, sin pena, sin tocar la puerta. Thisbee estaba con una mujer en su habitación, sentadas en la cama y tomadas de las manos. Thisbee se volvió al oírlo entrar. Por un segundo los ojos le brillaron de nervios, al siguiente se enfocaron de enojo y al siguiente se levantó y cerró la puerta de la habitación.

Perdieron su dinero y se perdieron de vista unos a otros por andar siguiendo los desfiles, unos chiquitos, otros chiquitos y al cabo de unas cuadras, populosos; un desfile los llevó hasta donde vieron su primer incendio, una tienda a las afueras del viejo cuadrante, que no se tardó en prender dos, tres, cuatro, siete casas a su alrededor; alguien dijo, en español, Que queme la suya, vaya, la gente tiene que sacar su platita de algún lado, pero qué culpa tienen los vecinos; el desfile apenas si se detuvo, la banda de violines y flautas y un tambor relumbraron contra las llamas y siguieron tocando detrás de la luz que tres capturados con antorchas les brindaban; a veces les goteaba algo encima, el aceite u otro combustible, a saber, fuego líquido, y los capturados no se quejaban.

Otro desfile los llevó al cementerio de Saint Louis; ahí fueron con Ocampo y Arriaga. Alguien en el Hotel Conti le había dicho a Arriaga que ése era el lugar de los visitantes y él no entendía por qué:

–Sí se parecen a los de México, aunque sí es cierto que hay más tumbas sobre la tierra en vez de enterradas.

Luego se enteraría por qué.

–No escuchaste lo siguiente –dijo Ocampo–, que ahí llegan los visitantes a quedarse, y también dijo Espérese al verano.

El siguiente fue el desfile que los llevó al hipódromo, a los cinco. Éste era un desfile diurno, una banda tocando en una carreta y varios hombres enmascarados, las primeras máscaras que veían, de pájaros, de reptiles, de animales inexistentes.

Nomás llegar al hipódromo se separaron. Aquello era como otro río pero donde nomás se negociaba suerte. Había blancos, blanqueados y creoles de color de diversa elegancia. Los que se veían más pobres eran los más ilusionados, como en la iglesia; los más ricos apostaban despreocupadamente, como si se abanicaran.

Estuvo mirando un rato las carreras, sin interesarse tanto en el resultado como en el clop clop fangoso de los caballos, hasta que atisbó a Pepe agarrado de una de las barandas que delimitaban la pista, con unos papeles en la mano. No, no, no, no.

Se le acercó y le hizo gesto de Dime que no es cierto.

–Dos veces, dos, ya mero gano, qué digo ya mero, ya merito –dijo Pepe, y añadió, con gran convicción–: pero mira nomás la que viene, ¡mira a la que le aposté!

Le mostró el programa de las carreras, él ya los había visto en el taller y le habían parecido poemas, los nombres de los caballos enlistados uno detrás de otro. Miró adonde el índice de Pepe apuntaba triunfalmente: La Mejicana. Así se llamaba, en español, con jota.

Pepe hizo Eh, eh, eh, cómo no apostarle.

Era una sola vuelta. La Mejicana tenía el número 2, era rojiza y esbelta. Los caballos salieron disparados y de inmediato La Mejicana se adelantó junto al número diez, un animal enorme y sin gracia pero que galopaba con odio. Se escuchó animar a la Dos antes de hacerse consciente de que gritaba Corre, corre, correee dos, dos, dos, ridículamente, pero no le importó, como en los días siguientes a ninguno de ellos le importaría mucho el ridículo. La Mejicana bufaba y el diez, maldito diez, bufaba, y los otros caballos veían la competencia desde lejos, Jódanse, perdedores, gritó Pepe, y el diez y la Mejicana llegaron a la recta final, empujándose, bufándose, y la Mejicana pareció acelerar en los últimos metros, pero el diez, maldito diez, brincó más que galopó, furiosamente, y ganó por una nariz.

Sintió muchas tristezas antes de sentir enojo. La tristeza de esa derrota que por un momento era la única derrota en el mundo, la tristeza de la soledad que sólo conocen los perdedores, la tristeza de las falsas esperanzas. Luego vino el enojo.

–No apostaste todo, verdad.

Pepe miraba al caballo como a un barco que hubiera zarpado un segundo antes de que él llegara. –No, no todo –dijo–. Bueno, no todo lo tuyo, nomás lo mío, eso sí todo.

–Una trompeta en una taberna, en una taberna ¿dónde se ha visto? –dijo Arriaga–. Las trompetas son para las salas de conciertos.

–O para los soldados –dijo Mata.

Habían entrado por fin a uno de los coffee shops. En teoría era eso, un café, pero todo mundo estaba borracho y emborrachándose. Al fondo del establecimiento, la banda: clarinete, violín, una como guitarra corta de un extremo y larga del otro, y una trompeta. Brass Band, decía un cartel detrás de ellos. Tocaban casi sin detenerse, no estaba claro cuándo terminaba una canción y empezaba otra, mezclaban tonadillas de baile con fragmentos de óperas famosas.

–Eso es Verdi, eso es Mozart, eso es Rossini –amargueaba Arriaga.

–Ya había escuchado hablar de esto –dijo Ocampo–. Es la moda.

–Lo que está de moda no es sinónimo de lo que es bueno –dijo Mata.

–Lo que dicen que es bueno a veces es sinónimo de lo que está muriendo –dijo Ocampo.

Editorial Periférica.

Buque ‘La estación del pantano’

Autor: Yuri Herrera
Título: La estación del pantano
Editorial: Periférica
Tapa blanda, 192 páginas / 280 pesos mexicanos

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