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Columna
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Ellas hablan

La película y la obra cuestionan, a través de sus protagonistas, el mundo y un sistema creado por los hombres y para los hombres donde fueron violadas estas mujeres

Ellas hablan
Judith Ivey como Agata y Claire Foy interpreta a Salomé en una escena de 'Ellas hablan'.Michael Gibson (Universal Pictures)
Andrés Rodríguez

En la pasada edición de los Oscar la cineasta estadounidense Sarah Polley se subió al escenario del teatro Dolby de Los Ángeles para recibir el premio a Mejor Guion Adaptado. Su sorpresa y felicidad eran notorias. Agradeció a la Academia por no ofenderse por el juego de palabras de la película que dirigió, Women Talking (mujeres hablando, en español). El título del filme, para Latinoamérica, fue presentado como Ellas hablan, una adaptación de la novela escrita por la autora canadiense Miriam Toews, sobre una serie de abusos cometidos en una colonia menonita contra una decena de mujeres.

Si bien la película menciona que la historia está basada en hechos reales, no entra en detalles sobre dónde ocurrió. Los horrores a los cuales hace referencia sucedieron en la colonia Manitoba, en el departamento de Santa Cruz, en Bolivia, hace 15 años. A 150 kilómetros de la ciudad. Durante años, más o menos desde 2005 hasta 2008, cientos de mujeres, entre ancianas, adultas y adolescentes, fueron sistemáticamente drogadas y violadas mientras dormían. Los abusos fueron cometidos por un grupo de hombres de su propia comunidad, de entre 20 y 40 años, que utilizaban potentes somníferos en atomizador para sedar a sus víctimas, a los varones de la casa e incluso a los perros durante la noche. De ese modo procedían a cometer estos actos violentos.

De inicio, las agresiones fueron atribuidas a “fantasmas o demonios”. Algunos miembros de la comunidad se atrevieron a afirmar que Dios o Satanás las estaba castigando por sus pecados. Otros las acusaron de “imaginación femenina salvaje”. Todo se destapó cuando el padre de uno de los violadores comenzó a tener sospechas respecto a la forma de comportarse de su hijo, ya que no despertaba temprano como antes y desaparecía de su hogar por la noche. Hasta que finalmente lo siguió y descubrió las atrocidades que cometía. Fue llevado ante el consejo de ancianos de la colonia y el joven confesó todo. Las casas donde había entrado, las víctimas y sus cómplices, según dio a conocer el fiscal a cargo del caso en ese entonces.

Nueve hombres fueron puestos a disposición de las autoridades bolivianas, entregados por el consejo de ancianos y las autoridades religiosas de la colonia que, en este tipo de comunidades anabaptistas, acostumbran a solucionar sus problemas y administrar las colonias sin intervención de autoridades externas. Los hombres fueron sentenciados por la justicia boliviana a 20 años de prisión, pero como le explicó Toews —conocedora de la cultura menonita por su ascendencia—, en una entrevista con EL PAÍS, en estas colonias autónomas no hay ayuda externa disponible cuando ocurren este tipo de delitos. Así que, por supuesto, para ella no fue una sorpresa o de extrañar que continuaran durante tanto tiempo.

“El número de incidentes de violencia machista en los hogares de estas colonias es altísimo y, en su mayor parte, el mundo es indiferente, que es justo lo que les gusta a los ancianos y líderes religiosos. Cuando el mundo exterior empieza a mostrar interés por estos crímenes, la colonia hace las maletas y se marcha a lugares aún más remotos del mundo donde quedarán solos y libres para actuar con impunidad”, agregó la escritora.

Y esto no podría ser más cierto. Apenas el pasado año se dio a conocer que, imitando lo sucedido la década anterior, otros seis hombres, entre adultos y adolescentes, fueron detenidos por la violación de 40 mujeres menonitas. Las agresiones ocurrieron, esta vez, en las comunidades de Belice y Piedra Dos, a unos 100 kilómetros al este de Santa Cruz. Según confesaron los detenidos a la Fiscalía, las mujeres eran dopadas con una mezcla de anestesia y estimulantes sexuales para animales, que les administraban con un pulverizador.

Sin embargo, esta vez fueron las mujeres quienes sentaron la denuncia ante las autoridades bolivianas, quienes intervinieron las comunidades. El foco, la molestia y la atención general de la población boliviana volvió a ponerse sobre estas agresiones, en un momento en el que el sistema judicial es cuestionado y que distintas voces piden su reestructuración, por su falta de efectividad, cumplimiento y actos corruptos. El pasado año salió a la luz la existencia de una red de mafias judiciales que, a cambio de dinero, liberaron de la cárcel a feminicidas y violadores sentenciados.

Fue de ese modo que se dio a conocer que uno de los condenados por abusar a más de 150 mujeres en Manitoba se encontraba en libertad sin cumplir su condena, tras haber pagado 25.000 dólares a un juez. El Gobierno boliviano recapturó al convicto y el juez que lo liberó está siendo procesado.

Una investigación de Mujeres Creando dio a conocer una lista de al menos 500 casos irregulares, entre los que figuraban 84 sentenciados por violaciones y feminicidios que se encontraban en libertad condicional en Bolivia. Este colectivo ve necesario pensar en una justicia feminista que funcione paralelamente a la ordinaria y a la indígena originaria, que es reconocida en la Constitución Política de ese país.

La película y la obra cuestiona, a través de sus protagonistas, el mundo y el sistema donde se cometen este tipo de abusos que, a fin de cuentas, es regulado y fue creado por los hombres y para los hombres. En ese sentido, lo que Polley dijo en su discurso de aceptación de la estatuilla es fundamental: “Miriam Toews escribió una novela extraordinaria sobre una democracia activa donde las mujeres defienden su futuro libre de violencia, y lo hacen no solo hablando entre ellas, sino también escuchando. La última línea de la película la recita una joven a un bebé y le dice: ‘Tu historia será diferente a la nuestra’. Es una promesa y un compromiso”.

La imagen de la semana: Beatriz vs El Salvador

Un grupo de mujeres se manifiesta a la espera de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condene a El Salvador por el caso de Beatriz.
Un grupo de mujeres se manifiesta a la espera de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condene a El Salvador por el caso de Beatriz.MAYELA LOPEZ (REUTERS)

Por Noor Mahtani

Este miércoles, todas las feministas latinoamericanas tenían los ojos puestos en un sitio: la sede de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Allí, en Costa Rica, tuvieron lugar los dos días de audiencia del caso Beatriz vs El Salvador, un juicio en el más alto tribunal regional para discutir por primera vez las consecuencias de la penalización absoluta del aborto. El litigio lo encarna una joven con lupus que falleció por ver “extremadamente” debilitada su condición médica como consecuencia de un embarazo inviable que el Estado le obligó a llevar a término.

81 días después de su petición de interrupción y tras las medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que instó a que el Estado terminara el embarazo, a Beatriz le practicaron una cesárea. El feto murió a las cinco horas y la salud física y mental de la joven “nunca volvió a ser igual”, como explicó su madre en la audiencia. “Para mi hija, tomar la decisión de querer seguir viviendo fue una tortura”, dijo.

Un fallo a favor de Beatriz puede cambiar la legislación menos garantista de América y servir de precedente para los otros cuatro países que contemplan el aborto como un delito: Nicaragua, Honduras, Haití y República Dominicana. El derecho al aborto, como expresó Tania Renaum, secretaria ejecutiva de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, “no es una conversación nueva, es una conversación pendiente”. La conversación y el fallo histórico están en manos de los siete magistrados de la Corte. La decisión podría conocerse a finales de este año.

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Sobre la firma

Andrés Rodríguez
Es periodista en la edición de EL PAÍS América. Su trabajo está especializado en cine. Trabaja en Ciudad de México

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