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La Coyolxauhqui: recuerdos de una noche interminable

El Museo Templo Mayor celebra con una exposición los 45 años del redescubrimiento del monolito de la Coyolxauhqui, diosa lunar de los aztecas, inicio del gran proyecto arqueológico mexicano

Un grupo de arqueólogos limpia el monolito de Coyolxauhqui, tras su descubrimiento en 1978.
Un grupo de arqueólogos limpia el monolito de Coyolxauhqui, tras su descubrimiento en 1978.Gobierno CDMX
Pablo Ferri

Los celos mueven el mundo y si no que le pregunten a la Coyolxauhqui, protagonista de uno de los mayores ataques de dentera en la historia de la religión. Ahí está la diosa rodante, siempre cayendo, tendida en su cama de piedra, ausente del homenaje que le dedican. Este mes se cumplen 45 años de su redescubrimiento y el Museo Templo Mayor le dedica una exposición. No es para menos. En esta roca de ocho toneladas se esconde la llama que prendió el gran proyecto arqueológico del México moderno.

La Coyolxauhqui cambió Ciudad de México. Su aparición fortuita en el boquete de una obra de la compañía de la luz catalizó el proyecto de rescate del complejo ceremonial de los mexica, el Templo Mayor, oculto durante siglos bajo el mundano suelo del centro de la capital. Se tiraron edificios, se auscultó el subsuelo. Salieron miles de piedras, casi 23.000 a la fecha, y entre las piedras aparecieron las viejas escalinatas de la gran pirámide, admirable hoy a simple vista. Con la diosa rodante, México volvió a mirar su pasado mítico.

No era una cualquiera, la Coyolxauhqui. En un tiempo remoto, creían los aztecas, todo era oscuro y elemental. La vieja Coatlicue -representada en enormes monolitos dispuestos en la cúspide del Templo Mayor, hace cinco siglos- barría en el cerro de la serpiente. Quiso el destino, el azar, que una bola de plumas cayera del cielo cerca de ella. Coatlicue la colocó sobre su vientre y siguió barriendo. Mágicamente, quedó preñada, misterio parecido al del Espíritu Santo: palomas y plumas.

Parte de la exposición, en el museo del Templo Mayor en Ciudad de México, el pasado 21 de febrero.
Parte de la exposición, en el museo del Templo Mayor en Ciudad de México, el pasado 21 de febrero.Rogelio Morales Ponce (Cuartoscuro)

Los hijos de la diosa clamaron contra la madre. Coyolxauhqui y los 400 surianos, muertos de celos, enojados doblemente por la panza y la ausencia de padre, decidieron matarla. Subían el cerro de la serpiente, cerca de la actual ciudad de Tula, sede de una enorme refinería, productora de la eterna boina de porquería que se instala en la capital. En fin, subían los hijos despechados por el cerro, cuando el feto divino, que no era otro que Huitzilopochtli, futuro dios de la guerra, la luz y el fuego, le habló a su madre.

El diálogo, conocido gracias al trabajo de Fray Bernardino de Sahagún y sus ayudantes, puede escucharse estos días en el museo del Templo Mayor, en la voz del afamado arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma. La narración del especialista es parte de uno de los montajes más interesantes de la exposición. Voz y luces se coordinan sobre una maqueta del centro ceremonial de Tenochtitlan, que no era otra cosa que una réplica del cerro de la serpiente, escenario que los aztecas empleaban para evocar su rito fundacional.

No importa tanto el contenido del intercambio, como su ritmo, el fondo. El dios del fuego se comunica con un tío a través de la panza de su madre. Le pregunta si ya vienen sus hermanos y por dónde. Lo pregunta varias veces y el otro responde nombres de pueblos, las faldas del cerro, la misma cima. A punto de atacar, Coatlicue pare al niño, que nace vestido de guerrero y apaga la revuelta de un plumazo, nunca mejor dicho, cortando la cabeza de su hermana Coyolxauhqui, que cae rodando por las laderas y llega abajo hecha un guiñapo, desmembrada.

Así nacía la luz en el mundo, con un fratricidio. Coyolxauhqui desmembrada simbolizaba el fin de la oscuridad y, por tanto, el inicio de una nueva época, próspera y brutal. No es de extrañar que los mexica entendieran la vida como una batalla constante, una guerra por la luz: la sangre como combustible de los dias. En dos siglos, los aztecas convirtieron un islote en mitad de un lago en la capital de un imperio temido. En el centro del imperio construyeron una pirámide, el Templo Mayor, imagen del cerro, dedicado a Huitzilopochtli y Tlaloc, dios de la fertilidad. Al pie de las escaleras -de las sucesivas escaleras de las diferentes ampliaciones que hicieron- colocaron monolitos de la Coyolxauhqui, despedazada, un relieve imponente, que preside la actual sala dos del museo, recuerdo de aquella noche iterminable.

Visitantes miran una de las piezas que conforman la exposición.
Visitantes miran una de las piezas que conforman la exposición.Rogelio Morales Ponce (Cuartoscuro)

Tras la Conquista, la Coyolxauhqui se perdió. Los españoles deshicieron el Templo Mayor y enterraron a los viejos ídolos. Pero con los años reaparecieron. En 1790, poco antes de la independencia, aparecieron la gran Coatlicue y la famosa Piedra del Sol, las dos en el centro. Entonces, las autoridades aun escondieron a la primera, temerosos de que catalizara las ansias revoltosas del pueblo. Aparecieron más, ninguna como la Coyolxauhqui, ya en 1978, una diosa mujer maltratada. Un azar de plumas.

En la exposición, que domina la entrada del museo del sitio arqueológico, figura una enorme réplica de la piedra a todo color, emulando los supuestos tonos de la original, con sus orejeras y narigueras, sus rodilleras, ese movimiento petreo, la gran paradoja lítica de estas tierras. Hay espacio también para las ofrendas que los arqueólogos han encontrado en las cercanía del monolito. En una, la 111, figura por ejemplo el esqueleto de un niño ataviado supuestamente de Huitzilopochtli.

La exposición incorpora esculturas de los surianos, efigies de la diosa y sus símbolos, conejos, lunas, pulque, fotografías del rescate de la Coyolxauhqui -en una aparece Matos Moctezuma acompañando a los reyes de España- y algunos escritos de Sahagún, del gran interpretador de los mitos mesoamericanos, el desaparecido Alfredo López Austín y, claro, de Matos, director del proyecto Templo Mayor durante décadas. La exposición es la excusa perfecta para volver al gran museo de México, la impresionante colección del pasado interminable.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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