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Columna
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Algo está mal cuando hablamos de menstruación

Muchos dirán que vamos de víctimas, pero no: solo queremos menstruar de forma digna

Tampones menstruación
JOTA

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Soy mujer y desde hace años menstruo cada mes. Como yo, 1.800 millones de mujeres lo hacen: 800 en este mismo momento. Pero un proceso biológico tan presente y trascendental, un superpoder que nos permite dar vida —dar vida— ha sido históricamente censurado y tratado como una anomalía. Suena, para empezar, a una de las paradojas más disparatadas de la existencia humana. Algo está mal.

Nacemos mujeres y por ello debemos pagar un peaje de género, traducido en el coste de los productos menstruales y sus impuestos —que en Argentina o Uruguay superan el 20%. Mientras en algunos lugares la membresía del club de armas, los servicios pornográficos o los accesorios para jets privados están exentos de tasas, los tampones, las copas o las toallas sanitarias no. A este peaje hay que sumarle, por lo menos, medicamentos, visitas al médico, y un coste emocional que no puede cuantificarse. Algo está mal.

En la escuela se burlan de nosotras por manchar el pantalón; la regla se identifica como un desecho en algunos libros de texto e intercambiamos tampones con extremo disimulo para que nadie sepa que menstruamos. Eso, quien puede pagarlos: para muchas adolescentes la única opción es fabricar protectores con sábanas, calcetines o cartones, o elegir entre comprar un paquete de arroz o de compresas. Se cree que en México cuatro de cada 10 niñas prefieren no ir a la escuela cuando tienen la regla; el mismo número ha faltado alguna vez a clases. Algo está mal.

En el trabajo nos miran con desprecio si pedimos la baja por dolores menstruales, perdemos la carrera al estrellato cuando nos ven como objeto de embarazo. En oficinas, bibliotecas, hoteles o tiendas existen botiquines con toda suerte de utensilios que posiblemente nadie empleará, pero no se incluye algo tan básico como un producto de gestión menstrual. ¿Qué tan probable es, sabiendo cuántas personas menstruamos, que se necesite yodo antes que una toalla? Algo está mal.

En el médico nuestros síntomas son invalidados por falta de estudios —¿o deberíamos decir por falta de voluntad? Amablemente se le llama “falta de perspectiva de género”. Cuando tenemos una molestia o irregularidad en el ciclo menstrual, se nos da un analgésico común; hay quienes estuvimos meses de nuestra vida sangrando casi todos los días y ningún médico supo decirnos realmente por qué. Algo está mal.

Los productos de un solo uso que normalmente se utilizan contienen químicos que podrían perjudicar a la salud, pero de nuevo la falta de datos nos impide confirmarlo. Algo está mal.

Cuando tenemos la regla se nos tacha despectivamente de sensibles, malhumoradas o sucias: no seré la primera ni la última frente a la que alguien se asqueó al ver su sangre. Pero realmente no hace falta que la vean para que la repelan: la menstruación sigue siendo azul —¿?— en los anuncios de televisión y cuando es roja caen cientos de críticas contra su representación verídica. Algo está mal.

Las narrativas existentes hablan de “productos femeninos” o de “higiene menstrual”, pero no todas las personas que menstrúan se sienten femeninas, ni la menstruación es algo sucio que deba higienizarse, aunque las marcas quieran convencernos de lo contrario. ¿Les suena el lema “Siéntete limpia, siéntete bien”? Algo está mal.

Es esa misma narrativa peyorativa la que hace que el Gobierno mexicano diga —aunque, esperamos, no haya querido decirlo— que somos nosotras las que impactamos al medio ambiente cuando menstruamos: “El impacto ambiental que las mujeres producen durante toda su vida reproductiva es otro factor que se debe tomar en cuenta”, dice una publicación sobre mujeres y medio ambiente. Es evidente que no todas las mujeres pueden pagar o acceder a alternativas más respetuosas con el entorno, y no todas esas alternativas tienen la oportunidad de lograr su lugar en la industria. ¿No habría que señalar a las grandes compañías en vez de a quienes dependen de ellas?

Algo está mal porque la educación sexual reproductiva es tan escasa que las adolescentes no conocen ni su propio cuerpo. En muchos países todavía es necesario que las compañías de tampones aseguren que estos no afectan a la virginidad. En México solo un 16% de niñas y mujeres adolescentes tienen conocimientos precisos sobre el periodo y la cifra se reduce al 5% al hablar de niños y hombres.

Algo sigue estando mal cuando quienes gobiernan no se dan cuenta de que el coste de menstruar en estas condiciones es, seguramente, peor para un Estado: por todas las niñas y mujeres que enfrentarán exclusión, por todos los fármacos y tratamientos proporcionados por el seguro social, por los niveles de absentismo escolar y laboral, entre tantos otros. Y todavía dirán que menstruar no es político.

Quizás algún día haya un término oficial para denunciar estas violencias, como ocurre con la violencia obstétrica. ¿Qué tal “violencia menstrual”? Algunas especialistas se apoyan en el concepto de medicalización, que se refiere a tratar como patologías estos procesos naturales. Pero ¿no será demasiado generalista? ¿No dice la lucha feminista que lo que no se nombra no existe?

Digamos, antes de terminar, que algo está bien: un tema por siglos susurrado, trivializado y repudiado como la regla empieza a tener su lugar en el mundo y en América Latina. Y es gracias a la lucha de las mexicanas y colombianas que impulsaron el IVA 0% en sus países, de las argentinas y chilenas que buscan proteger legalmente estos derechos, y de todas las que habitan en una región que ya no enmudece y que grita igualdad y justicia menstrual.

* Gemma Cuartielles es periodista especializada en temas sociales y narrativa digital.

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