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Damián Ortega o la historia del muralista frustrado que desintegró un ‘vocho’ en Venecia

El artista, uno de los más cotizados del panorama mexicano, acaba de ganar el prestigioso Zurich Art Prize 2023. Recibe a EL PAÍS en su taller del centro de Tlalpan para hablar de su carrera

El artista mexicano Damián Ortega, ganador del Zurich Art Prize 2023, en su estudio en Ciudad de México.
El artista mexicano Damián Ortega, ganador del Zurich Art Prize 2023, en su estudio en Ciudad de México.Nayeli Cruz
Alejandro Santos Cid

El mercado de Medellín nunca había visto nada parecido. Entre las carnicerías y fruterías del bazar, uno de los pocos que aún resisten a la gentrificación de la colonia Roma, en Ciudad de México, aparecieron aquella mañana de 1999 una veintena de jóvenes artistas de aspecto extravagante. Habían alquilado un local y esperaban vender sus creaciones junto a los puestos tradicionales de comida. Hubo música, cocinaron curry para todo el mundo y acabaron montando una gran fiesta. Entre ellos estaba Damián Ortega, un joven caricaturista político que empezaba a abrirse camino en el mundo del arte y quería ser como los grandes muralistas mexicanos. Su aportación a la improvisada exposición fue menos ortodoxa que la de sus referentes: unos robots de juguete, comprados en el lugar, a los que fusionó con piezas de fruta “para hacer unos engendros orgánicos y robóticos”, explica más de 20 años después.

Los caminos del arte son inescrutables. El proyecto, al que llamaron Economía de Mercado, fue la semilla germinal de la galería Kurimanzutto, que con el tiempo se convertiría en la galería más selecta del país. Dos décadas después, Ortega (55 años) acaba de recibir el Zurich Art Prize, un importante galardón, y su última exposición, Visión Expandida, puede verse estos días en el Centro Botín de Santander, España. Entre medias se ha convertido en un artista multidisciplinar de renombre que ha expuesto en museos de todo el mundo y se ha aventurado también en el mundo editorial con Alias, un reverenciado sello independiente de libros artísticos. Los sueños de llegar a ser muralista, eso sí, se quedaron por el camino.

El artista mexicano Damián Ortega en su estudio en Ciudad de México.
El artista mexicano Damián Ortega en su estudio en Ciudad de México.Nayeli Cruz

Hace tiempo que Ortega ya no tiene que recorrer las redacciones de los grandes periódicos nacionales vendiendo caricaturas para ganarse la vida. Ahora es un artista cotizado, respetado por la crítica y con una larga trayectoria a sus espaldas. Trabaja en dos talleres, separados por apenas 200 metros de distancia, entre las viejas casas de piedra del centro de Tlalpan, al sur de la Ciudad de México. Uno parece funcionar más de almacén de antiguas obras: hay cajas de madera por todas partes y una recreación de un submarino suspendida del techo. La mañana de diciembre que recibe a EL PAÍS lleva unos vaqueros manchados de la arcilla que está usando para uno de sus últimos proyectos, del que todavía no quiere que se sepa mucho. Las gafas redondas y la perilla recortada le hacen parecer una versión contemporánea —o quizá conceptual, como sus creaciones— de Francisco de Quevedo.

En una esquina del patio, cubierto por una acartonada lona amarilla, descansa el Volkswagen escarabajo que le dio fama mundial. El vocho, un coche que fue uno de los símbolos más poderosos del México popular, fue un regalo de su padre, el actor Héctor Ortega. El artista lo desintegró pieza a pieza, lo suspendió del techo de un museo, lo llamó Cosmic Thing y consiguió enloquecer al panorama artístico en la Bienal de Venecia de 2003.

Un terrorista dormido en el avión a París

Pero antes de eso hubo un tiempo de batallar para vivir de su arte, cuando Kurimanzutto empezaba a asomar la cabeza en el panorama artístico: “Muchos no teníamos un espacio para comercializar nuestro trabajo. Cuando empezó la galería era unir muchas fuerzas. Antes lo habíamos hecho con un grupo que se llamaba Temístocles: nos juntamos muchos para poder limpiar una casa que nos prestaron, escribir textos, hacer un periódico y generar una comunidad. Ahora se puede ver como algo muy cuestionado, que si era arte comercial o no, pero es muy necesario para tener independencia, poder producir y mostrar el trabajo. Todo el mundo aportó ideas. Empezamos a generar dinero, a tener autosuficiencia, la alternativa de poder salir a exponer fuera de México sin depender de la burocracia ni de los coleccionistas nacionales que estaban muy delimitados hacia un tipo de arte. Se abrió un canal enorme”.

Los años de caricaturista, aunque quedaron atrás, dejaron una fuerte impronta en su trabajo en forma de pequeñas dosis de ironía. “El humor está presente desde las caricaturas en todas sus obras, en las más heroicas y las más sencillas”, cuenta Mónica Manzutto, directora de la galería Kurimanzutto junto con José Kuri. No solo en lo profesional. En el año 2000, Manzutto y Ortega viajaron a París para hacer una exposición. “Nos compramos una botella de tequila y la acabamos en el viaje. Nos quedamos dormidos y cuando me desperté Damián traía una barba, lentes: se había disfrazado de terrorista. Le tomé unas fotos. Me acuerdo de ese momento, fue muy increíble, antes de los atentados del 11 de septiembre”.

Detalle de una de las mesas de trabajo del estudio del artista mexicano Damián Ortega.
Detalle de una de las mesas de trabajo del estudio del artista mexicano Damián Ortega.Nayeli Cruz

El autor mexicano Juan Villoro escribió sobre él en un reportaje para la revista Gatopardo: “Ortega no deja en paz ningún objeto. Si le muestras una pelota de golf, quiere saber qué tiene adentro. Pero no altera las cosas en forma definitiva. Lo que toca puede ser rearmado (...) La realidad es para él un anagrama, una palabra que cambia de sentido cuando sus letras se reacomodan”.

Ortega es más prosaico en sus explicaciones. “Yo quería ser muralista”, cuenta, “con toda esta figura del momento heroico del arte mexicano”. Pero en su camino se cruzó a finales de los 80 Gabriel Orozco: amigo, maestro y una de las grandes figuras vivas del arte latinoamericano. Conformaron junto a Abraham Cruzvillegas, Dr. Lakra, Gabriel Kuri y otros jóvenes artistas lo que se conoció como el Taller de los Viernes, un foco de creación e intercambio de ideas al margen de los circuitos del arte hegemónico. Aquella experiencia nutrió a Ortega y le ayudó a redirigir sus pasos hacia caminos menos convencionales.

“En general pienso que el arte contemporáneo está sobrevalorado. Justo después pienso en algunos artistas de mi generación que respeto, como Dr. Lakra o Miguel Calderón, personas que tuve oportunidad de conocer y compartir momentos. A Damián Ortega no lo conozco personalmente, pero está en esa lista. Su obra me parece esencial para comprender el panorama actual del arte en México. Pero sobretodo lo respeto por su interés o necesidad de compartir ideas y conocimientos”, opina el reconocido ilustrador Jorge Alderete.

Damián Ortega en su estudio en Ciudad de México.
Damián Ortega en su estudio en Ciudad de México.Nayeli Cruz

Ortega no acabó el instituto. El Taller de los Viernes fue su escuela. “La universidad era decadente, horriblemente aburrida. Todos necesitábamos encontrar una universidad alternativa, inventarnos nuestra propia academia. Fue muy estimulante, aprendimos muchas cosas nuevas”. Allí no solo hacían el tipo de creaciones que se asocia a los museos, los grandes centros de poder del arte, una idea que Ortega siempre ha intentado subvertir. Sus primeras obras como pintor fueron rótulos, de esos que decoran las fachadas de las tiendas en los barrios humildes.

Tortillas de maíz en la Tate Modern

Quizá aquellos inicios —quizá la influencia de sus padres, dos militantes convencidos de la izquierda— fueron los que le provocaron una de las obsesiones que han marcado su obra: la relación entre arte y espacio, ya sea público o privado. También la inquietud por llevar a los círculos más elitistas del mundo artístico, como la propia Bienal de Venecia, representaciones sofisticadas de la cultura popular mexicana. “Yo siento que el trabajo que yo hago no es necesariamente elitista. A ver el vocho desarmado (Cosmic Thing) llegaron papás con sus hijos para explicarles cómo funcionaba el coche o para contar historias de cuando tenían ese auto. Son interpretaciones que se van abriendo, yo no impongo una lectura de nada. Cuando viví fuera de México fue interesante ver que mucho del lenguaje de mi obra era muy local, tenía que ver con muchas raíces culturales mexicanas”.

Ortega posa para un retrato en su estudio.
Ortega posa para un retrato en su estudio. Nayeli Cruz

Y jugar con sus raíces le valió premios, becas e incluso una residencia artística en Berlín, donde vivió varios años. Con su obra Módulo de construcción con tortillas, una escultura hecha a partir de tortillas de maíz, la base de la alimentación tradicional mexicana, expuso en la Tate Modern londinense. “Su trabajo es esquemático y aun así impredecible, una seductora combinación”, dice The New York Times, que añade: “En su mejor forma, Ortega apela a una curiosidad fundamental sobre cómo funcionan las cosas: no solo las máquinas, también sistemas sociales y económicos más amplios”. “Siempre me fascinó esa capacidad de Damián de entender el entorno de México y desmenuzarlo”, coincide Manzutto.

Los materiales que utiliza no podrían ser más variados: del Volkswagen a las tortillas de maíz, arcilla, ladrillos o componentes industriales. “Es muy placentero cómo una pieza te va llevando a otra, abre nuevas líneas. Yo me he dejado llevar, tratar de ir navegando de acuerdo a lo que me proponen las propias piezas y el espacio. Me gusta tener frescura para meterme en algo nuevo”. Dice que le gusta dejarse guiar por el caos como una forma de resistencia a las dinámicas más capitalista del arte. “El sistema neoliberal te obliga a tener cierta lógica dentro del trabajo. La gente te ubica como una marca. Cuando cumplí 40 años una amiga que era mi vecina en Berlín y también era artista me dijo: ‘Mira, cuando uno cumple 40 tiene que decidir entre ser un empresario o seguir siendo un artista’”. Ortega eligió lo segundo.

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Sobre la firma

Alejandro Santos Cid
Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.

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