El destino de los infrarrealistas que Roberto Bolaño retrató en ‘Los detectives salvajes’
Roberto Bolaño inmortalizó en su gran novela a los infrarrealistas, un movimiento poético contracultural del que formó parte en los 70. El libro los convirtió en mitos marginales de la poesía mexicana, pese a las reticencias de sus miembros
La mayoría no había cumplido 20 años y quería volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial. Eran jóvenes acelerados, casi adolescentes, que se movían por el Distrito Federal de la década convulsa de 1970 intentando ganarse la vida con artículos y colaboraciones en los suplementos culturales de los periódicos; tratando de juntar unos cuantos pesos que les granjearan unas horas de conversación al calor de un café con leche en el Café La Habana. Sobre todo, eran poetas: pensaban, respiraban, vivían por y para la poesía; creían en ella como en un arma cargada de futuro, con una feroz oposición al establishment, a Octavio Paz y los autores que se acomodaron en las instituciones. Representaban la contracultura de la contracultura, una suerte de punks antes de los punks que escupían versos sobre política, amor, sexo y muerte. Se llamaron a sí mismos los infrarrealistas y durante décadas fueron marginados de los círculos culturales, olvidados por la crítica y rechazados por las editoriales. Hasta que muchos años después uno de ellos, un autor chileno que se exilió de la dictadura de Augusto Pinochet, recaló en México y acabó en Barcelona, los inmortalizó en un libro que fue considerado por algunos críticos como la última gran novela latinoamericana. El escritor se llamaba Roberto Bolaño, la obra, Los detectives salvajes.
Bolaño convirtió en leyenda las andanzas de aquellos poetas por el DF de los 70. Lo elevó al terreno de lo mítico. Los infrarrealistas —con seudónimos— fueron los protagonistas de su libro. La obra, que ganó el premio Herralde, tiene algo de crónica, un punto policíaco y otro de poesía existencialista. Después de su publicación corrieron ríos de tinta sobre los infras: se escribieron tesis, ensayos académicos, artículos e influenció a generaciones posteriores. El libro también funcionó como una maldición: Bolaño se sirvió de mucha materia prima de la realidad, pero también de altas dosis de ficción que desdibujaron la frontera entre qué era literatura y qué historia. Los infrarrealistas quedaron condenados a reivindicarse como personas y no como personajes. Muchos no recibieron la novela con cariño, aunque la mayoría acabaron haciendo las paces con sus trasuntos literarios.
El infrarrealismo nació en 1975, forjado entre las tertulias del Café La Habana y las conversaciones sobre poesía a través de las noches del DF. La gasolina del movimiento fueron sus dos caras más visibles, Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro (que nació con el nombre de José Alfredo Zendejas). Sobre ellos, sus viajes y sus desventuras recae casi todo el peso de la novela. En ella, sus personajes se llaman Arturo Belano y Ulises Lima, respectivamente. Bolaño dio el infrarrealismo por muerto en 1977, cuando se fue a Europa, pero el resto de poetas, comandados por Papasquiaro, lo han mantenido vivo.
Casi 50 años después, Guadalupe Ochoa (64 años) —retratada como Xóchitl García en Los detectives salvajes— fuma cigarrillos sin filtro en un café de Coyoacán. La vida le ha llevado por otros derroteros, es profesora y documentalista, pero no ha dejado de escribir poesía. “Para mí ser infra es haber aprendido a caminar, es una manera de estar en el mundo, y eso implica lo bueno y lo malo”. Entre otros proyectos, ahora prepara una novela que habla de aquellos años, una especie de respuesta a Bolaño. Una de las grandes deudas del chileno con los infras es el trato que da en el libro a las mujeres, criticado por tener un sesgo machista.
Ochoa reconoce las dinámicas sexistas que existían en el grupo entonces. “Muchos de ellos eran más nobles que la mayor parte de los hombres de mi generación, eran generosos y talentosos. Pero eso no les quita que muchos hayan sido muy maltratadores, muy golpeadores, no solo de mujeres”. Por eso ella se distanció con los años de una parte del grupo original, al igual que otra de sus fundadoras, Mara Larrosa, aunque siempre lo ha vivido como una contradicción: su amor por aquellos poetas con los que descubrió el mundo enfrentado a una realidad demasiado incómoda como para ser obviada.
Todavía muy joven, Ochoa se emparejó con otro de los infras, José Peguero (67 años)—Jacinto Requena en la novela— con el que tuvo un hijo. Él conoció a Bolaño y Papasquiaro en un taller sobre poesía en la Casa del Lago, cuando tenía 19 años, y ya no se separó del grupo. Se ha dedicado al cine y con los años cada vez escribe menos, pero asegura que sigue siendo infrarrealista. “Lo importante era la manera de ver la poesía. Las posiciones del infrarrealismo están vigentes, es una manera de vivir, de absorber la vida, el gusto, la poesía. Para mí es un movimiento muy vivo, pero la percepción general es que estamos muertos. No ha sido para escuelas, seguimos todavía en cierta actitud beligerante”, explica una tarde de julio en la Cineteca Nacional.
Diáspora infrarrealista
Una de las consignas del primer manifiesto del movimiento (firmado por Bolaño), llevaba el imperativo “¡Déjenlo todo!”. Se lo tomaron al pie de la letra y muchos de ellos, como el propio Bolaño y Papasquiaro, se perdieron en la diáspora. Uno de los fundadores, Bruno Montané —Felipe Müller en la novela—, compatriota exiliado de Bolaño, había marchado a Barcelona en 1976, donde unos meses después llegó para instalarse también el autor de Los detectives salvajes.
Montané, que hace unos años reunió su obra poética en El futuro (2018), es uno de los custodios del infrarrealismo. Hace una década fundó Ediciones Sin Fin —junto a Ana María Chagra—, inspirada en el poema de Mario Santiago Sueño sin fin, que fue el primer libro que publicaron. Si uno se pregunta por el legado del movimiento, el catálogo de la editorial es determinante. A su llegada a Barcelona, con 19 años, trabajó como pintor o saxofonista en orquestas “de pachanga”, recuerda entre risas. Pronto reconoce, sentado en un café del barrio del Ravál cercano al Céntric (que también aparece en la novela de Bolaño), que no ha podido cotizar lo suficiente. A sus 65 años todavía trabaja como corrector de libros para ganarse la vida. Vive en el mismo piso del Raval al que llegó a mediados de los setenta: “Si no fuera porque es de renta antigua, no podría asumir el precio”.
Esas calles del distrito de Ciutat Vella vieron cómo se extendía la amistad con Bolaño. Juntos hicieron fanzines literarios, aún inéditos; compartieron libros como el atlas que el padre de Montané escribió sobre los desiertos de Sonora, y que le sirvieron a Bolaño (“que nunca estuvo ahí”) para escribir la parte final de Los detectives salvajes, o su novela póstuma, 2666. A pesar de “momentos de distanciamiento”, la relación nunca se apagó. “Después de que murió [en 2003], Roberto aparecía en mis sueños”, evoca Montané, “estaba vivo: había entrado en la clandestinidad de los autores secretos. Así trabajaba mi inconsciente. Era el modo de recuperar al primer amigo, cuando no éramos nadie. Cuando solamente nos dedicábamos a escribir”.
En 1978, Rubén Medina —Rafael Barrios en Los detectives salvajes— se fue a California persiguiendo el amor. Durante un tiempo se buscó la vida con trabajos mal pagados. Hoy es profesor de literatura en la Universidad de Wisconsin. “Bolaño da visibilidad a un movimiento que era muy, muy marginal. Lo negativo es que la gente ve el realismo a través de él, a través de la leyenda, los mitos, la figura de Ulises Lima, la vida en la Ciudad de México a finales de los 70 con los infrarrealistas del Café en La Habana. Todo eso que se vuelve casi como una mitología”, cuenta durante una breve estancia en Ciudad de México, mientras el tráfico de Insurgentes se cuela por la ventana del hotel. Cuando se publicó la novela pasó un tiempo enfadado con el chileno, evitando entrevistas para hablar de él. Con el tiempo abrazó también esa parte del legado y ha publicado artículos, monográficos en Chicago Review o una compilación, Perros habitados por las voces del desierto (2014).
Cuando Jorge Hernández se fue de México en 1982, se llevó el nombre que la “pandilla” infrarrealista le había marcado en el cuerpo como un destino. Lo llamaron Piel Divina, por su “piel lisa, brillante, totalmente lampiña, como si tocaras una serpiente”. El apodo adquirió un aire de trascendencia. Más aún cuando Bolaño llamó a un personaje de Los detectives salvajes del mismo modo. El nombre lo “rebasaba”, dice Hernández al otro lado de la videollamada, desde su casa en un bosque perdido a las afueras de París: “He tenido que ir buscándolo, como si persiguiese a mi propia sombra”. La búsqueda lo llevó al otro lado del Atlántico.
—¿Qué le impulsó a marchar?
—El amor, amigo, el amor.
El artista conoció en una protesta “surrealista” a su compañera, de origen francés, con la que se fue a París. Durante los primeros años, Piel Divina se las arregló como pintor de brocha gorda. Aunque, con el tiempo profundizó en el mundo de la escultura, un combate “cuerpo a cuerpo con la materia”. “Es como ponerle trampas a la luz”, dice mientras muestra una pieza de madera, extraída de la piel de los árboles que rodean su casa, con las que reflexiona —a través de perforaciones— sobre el sentido que brota del vacío.
Años después, Piel Divina tuvo un encuentro “de pura casualidad” con Bolaño, caminando a orillas del Sena. “Él estaba en su mundo, como siempre con papeles, libros en los bolsillos… fue efímero, no teníamos plata, apenas si podíamos tomarnos un café”, recuerda. Una segunda oportunidad, que no se concretó, fue cuando el chileno visitó la capital francesa para presentar una de sus novelas. Piel Divina no llegó.
Ese día en la sala, sin embargo, estaba sentado José Rosas Ribeyro, un escritor peruano que en 1975 subió a un avión en Lima, junto a otros perseguidos políticos, y fue deportado por la dictadura de Juan Velasco Alvarado a la capital mexicana. Un día, la escultora Margarita Caballero, compañera entonces de Rosas Ribeyro, encontró un volante en el que se anunciaban lecturas semanales de poetas latinoamericanos, organizadas por unos tales Roberto Bolaño y Mario Santiago. Rosas Ribeyro abre los brazos, sentado en un restaurante de rámen en el centro de Barcelona, donde se instaló en 2017, cuando recuerda la sorpresa que se llevó al escuchar un poema suyo en el programa. “Gracias por leer uno de mis poemas”, dijo al término de la sesión; “¿y quién eres tú?”, le preguntaron los poetas melenudos. “Rosas Ribeyro”, respondió. “¡Hermano!”, se alzaron, antes de envolverse en un abrazo. Desde entonces formó parte de la hermandad infrarrealista. Papasquiaro siempre le reconoció como uno de sus referentes poéticos.
A Barcelona también llegó el chileno Juan Esteban Harrington —Juan García Madero, el protagonista de la primera parte de Los detectives salvajes— siguiendo el rastro de Bolaño y Montané. Él fue uno de los poetas más jóvenes, apenas tenía 15 años cuando el movimiento empezó. Estuvo tres años en Europa hasta que volvió a América. Aunque sigue escribiendo poesía, se ha dedicado al cine. “Cuando leímos los detectives todos nos reconocimos. Todo es novelizado y exagerado, pero todo son anécdotas que ocurrieron”. Cuando la novela vio la luz, Harrington se sintió traicionado, pero con el tiempo hizo las paces con su viejo amigo. “Para mí los infras y mi ida a Europa son la parte más importante de mi vida, lo que me convirtió en la persona que soy hoy”.
El legado infrarrealista va mucho más allá de la obra de Bolaño. Ediciones Sin Fin y Rubén Medina han hecho un gran trabajo recopilando los inéditos, juntando una obra inabarcable y desperdigada entre los recovecos de los años. Los poetas siguen publicando, esporádicamente, la revista La zorra vuelve al gallinero. El movimiento no acabó con la muerte de Bolaño, la de Papasquiaro en 1998 o las de Darío Galicia y los hermanos Ramón y Cuauhtémoc Méndez —Ernesto San Epifanio, Pancho y Moctezuma Rodríguez en la novela—. Lo atestigua un grupo de poetas que, a sus más de 60 años continúan en feroz posición contra todo lo establecido. Detectives salvajes a medio camino entre mitología y realidad, escondidos en las páginas de la literatura y la historia.
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