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Antonio Ortuño: “La melancolía es una de las pocas heroicidades posibles hoy día”

El escritor mexicano publica ‘La armada invencible’, una novela sobre el paso del tiempo, la soledad y el amor al rock and roll

Antonio Ortuño
El escritor Antonio Ortuño, en un retrato de 2020.Hector Guerrero (EL PAIS )
Alejandro Santos Cid

Antonio Ortuño despertó ese día en Bogotá con una resaca espantosa. Había quedado en un café con su amigo, el también escritor Emiliano Monge. Él llegó antes. La cruda era terrible y mientras esperaba lo único que le apetecía era escuchar música, de esa que suena como un martillo hidráulico taladrando tus oídos, de la que dicen que amansa a las fieras. No le quedó más remedio que poner el trash metal de Pantera en los altavoces de su teléfono e intentar olvidarse del mundo. Cuando Monge llegó al bar no pudo ver a Ortuño, pero distinguió de fondo la melodía y se dirigió hacia la mesa de su compañero. “Supe que eras tú en cuanto oí tu música de trailero de Alaska en metanfetaminas”, le saludó.

Ortuño (46 años) —colaborador habitual de este diario—, acaba de publicar su última novela, La armada invencible (Seix Barral, 2022), un libro cargado de humor ácido que bucea en las vidas de un grupo de cuarentones de Guadalajara que tratan de resucitar el grupo de heavy metal en el que tocaban cuando eran adolescentes. Una obra sobre el paso del tiempo y la soledad, la decadencia del ser humano y la resistencia ante un mundo cada vez más absurdo. Y sobre todo, una declaración de amor al rock and roll y sus hermanos bastardos: esa música extrema solo apta para camioneros alaskeños hasta las cejas de estupefacientes —que el autor mexicano adora desde aquel día de los 80 en que en su camino se cruzó un vinilo de The Clash y otro de Van Halen—.

Pregunta. El heavy metal vertebra el libro. ¿No le preocupa que un tema tan de nicho funcione mal comercialmente?

Respuesta. No. A lo mejor si fuera mi primer libro me hubiera preocupado. Tengo una muy buena cantidad de lectores y no creo que sea una novela de nicho. Si te gusta el rock le puede agregar una cierta capa de disfrute, pero es una historia sobre el envejecimiento y sobre las relaciones personales. También es una reacción contra el fariseísmo de cierta literatura contemporánea que vive alojada en los trending topics y el aplauso fácil. Estoy un poco cansado de la mecanización de la denuncia, de la mecanización de las posturas reivindicativas que en general no casan con una búsqueda literaria, sino que terminan siendo tuits convertidos en novelas. La manera en la que la literatura se vincula con la realidad es mucho más compleja que el hablar de los temas de moda desde las posturas, las palabras y las expresiones de moda.

P. En un momento de la obra, escribe: “Ser parte de una minoría forja el carácter”. ¿A qué minoría pertenece Antonio Ortuño?

R. Hay una distancia entre los personajes y yo. El narrador en realidad está reflexionando sobre el carácter marginal de cierto tipo de música. El heavy jamás fue la música de moda en ninguna parte del mundo. En México pasó de la prohibición al olvido sin haber conseguido el éxito multitudinario. Estamos acostumbrados a pensar en la minoría como denuncia y como una cierta opresión. Los personajes del libro también se sienten de alguna forma oprimidos: lo que más les interesa en el mundo, un cierto tipo de música y de estética, no sale en la televisión, no sale en el radio o es visto con abierta burla por la gente joven. Se sienten arrinconados, olvidados. Hay bastante de ironía en comparar eso con una minoría perseguida. Es un libro que gira mucho en torno al humor, uno bastante amargo, pero humor a fin de cuentas.

Yo, sinceramente, no me siento parte de ninguna minoría, le voy a las Chivas, lo cual significa formar parte de la mayoría más amplia que puede existir en este país. Tampoco me siento mayoría. No me gusta sentirme parte ni de la asociación de vecinos. Las grandes concentraciones de personas me dan escalofríos. Cuando pienso en grandes grupos humanos, pienso en la inevitable imagen de una turba con antorchas.

P. Pensé que la novela tenía un punto más autobiográfico.

R. Es una novela hasta cierto punto vital, pero no confesional. Entre los 13 y los 21 años fui a muchos ensayos de grupos, tocadas de punk y metal. Pero empecé a trabajar muy joven en el periodismo y de alguna manera se convierte en una forma de militancia, te abduce. Cambié de amigos inevitablemente y me distancié de los anteriores. Mi vinculación con la música durante muchos de esos años consistió en ir a algún concierto, comprarme playeras de bandas y discos. Como novelista te conviertes en una especie de urraca que va robando cositas brillantes de todas partes. Y después, un día con eso armas la pasta de la que va a terminar saliendo la novela.

P. La derrota, de alguna forma, rodea a todos los personajes. ¿Es un libro sobre música o sobre fracaso?

R. La música vertebra todo y el fracaso es un poco el sino al que se intenta sobreponer el narrador. Creo que es la primera vez que tengo cierto afecto por los personajes de los que escribo: se resisten a desaparecer, a ser olvidados, a ser machacados por el tiempo y persisten en ser quienes son.

P. Un canto a la resiliencia que hay en la derrota.

R. A [Julio]Cortázar, un escritor que no tiene nada que ver conmigo, le gustaba el jazz, trataba de reflejar sus estructuras en lo que escribía, una cierta estética y unos ciertos juegos que tenían que ver con esa música. En mi caso, supongo que mi cerebro creció y está bastante condicionado estéticamente por mi gusto por el rocanrol, y la estética del rocanrol es la estética de los perdedores. El rock no puede ganar, el famoso Born to lose [Nacido para perder] de Motörhead está en el ADN.

P. La música que más se escucha ahora es lo contrario: un culto al éxito, el dinero y la fama. Usted escribe de gente de a pie, que trabaja en empleos que no les gustan para salir adelante, y que deciden volver a tocar una música marginal. ¿Por qué?

R. La idea original escribir una novela sobre el réquiem de los periódicos. Mis personajes iban a ser periodistas que veían morir los periódicos en papel, como se imponía el clickbait, cómo el periodismo desaparecía. Lo que descubrí, eso supongo que habla muy mal de nosotros como gremio, es que los periodistas somos aburridísimos. Escribir sobre una redacción me parecía tedioso. Y sin embargo me quedó esta idea como del crepúsculo de los dioses. ¿Qué pasa con la gente que vive en un mundo que se está desarmando?

Nuestro planeta entero está cayéndose a pedazos. Esa idea de la decadencia me casó muy bien, de repente, con otro apetito: escribir algo sobre música. Millones de personas oyen a Black Sabbath todos los días, no se esfumaron de la faz de la tierra y no les interesan los yates, ni bailar, ni los threesomes [tríos]. Siguen cantando cosas que tienen que ver con el diablo, con los generales locos que van a destruir al mundo y son una rebanada suficientemente grande de la humanidad.

P. Una de las paradojas de sus personajes es que todos creen la idea punk del “no hay futuro”, pero a la vez son muy melancólicos.

R. Son personajes terriblemente melancólicos. Están en suerte de playa aislada de las olas de la historia. Esta melancolía es una de las pocas heroicidades que considero posibles para una persona hoy día, el aferrarse a las cosas que ya perdió y que solo quedan como los símbolos de lo que fue su juventud o de los tiempos en los que se sentía un poco más libre.

P. Ha tardado cuatro años en escribirlo, pero entre medias ha publicado otros libros, artículos, columnas…

R. Pasé un año en Alemania. Regresé y fue la pandemia, que resultó catastrófica. Falleció la madre de mis hijos, mi hermano y la hermana de mi madre, que era la última de mis mayores. La novela se trabajó todo lo consistentemente que pude en circunstancias bastante complejas. Además, escribo todas mis novelas con diferentes procedimientos y nunca repito los métodos de trabajo. Prácticamente la totalidad de este libro lo dicté en programas de dictado inteligente, quería que conservara un regusto muy cercano a la oralidad, mucho más natural. Terminó siendo una especie de obsesión. Descubrí que algunos programas de escritura leen en voz alta. Ponía a la máquina a leer y trataba de captar cacofonías, repeticiones. Me detenía, corregía, reescribía y volvía. Lo disfrutaba porque de alguna manera lo único que no ha salido mal en todos estos años fue La Armada, que seguía lento pero avanzando. Fue mi patera de salvación durante la pandemia y todo este desastre.

Una cosa que me irrita muchísimo es la solemnidad. Estamos culturalmente condenados, al menos en México, que es un país terriblemente solemne, a pensar que lo serio es esta gente que suelta discursos con retazos medio filosóficos, pero que en términos generales son malos narradores. No consiguen transmitir lo que yo creo que es el centro de la narrativa: qué hace el transcurso del tiempo sobre las situaciones, sobre las personas. Cuando la narrativa carece de eso y se limita a sumar palabras prestigiosas y frases de bronce tiende mucho aburrirme. Era imposible narrar un libro como este desde la solemnidad. El lenguaje tenía que ser mucho más insolente e irreverente, que respetara esas muletillas, esas interjecciones y esa grosería fundamental del habla coloquial, pero sin renunciar a la formulación literaria.

P. Todos los personajes de la novela pasan por algún tipo de crisis vital. ¿La novela es también su respuesta a esa crisis personal?

R. Lo fue en el sentido de que era un poco mi huerto cerrado, mi jardincito de trabajo. Aparte de todos los horrores de estos años, las tragedias familiares, del país y mundiales, un montón de gente querida murió. A mí no me interesaba la pandemia como tema, pero creo que aunque haya empezado a escribir sobre estos personajes antes, terminó volviéndose algo muy orgánico, muy natural, el que ellos se encontraran en crisis. La gente que es feliz no vuelve a hacer la banda de su juventud a los 47 años.

Todos los personajes son personas quebradas, rotas de alguna forma. Me parece que va aparejado con la cultura del rocanrol. No solo es la estética de los perdedores, también es la música de las personas rotas. Es muy difícil que a la gente feliz le guste Black Sabbath, Motörhead o cosas todavía más sórdidas como Venom. No creo que eso lo disfruten mucho las personas que gozan su día a día y salen en las mañanas a hacer jogging.

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Alejandro Santos Cid
Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.

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