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Sostenibilidad
Tribuna
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Crecimiento productivo y equidad sostenible: el camino y la vereda

Para distribuir mejor los beneficios hacen falta políticas sociales bien instrumentadas, transparentes y focalizadas y, fundamentalmente, crecer a tasas razonablemente altas y sostenidas

Un hombre trabaja en una plaza de mercado en Panamá
Un hombre trabaja en una plaza de mercado en PanamáCarlos Lemos (EFE)

Por diversas razones, se ha vuelto un lugar común la promesa de que introducir algunas reformas fiscales y programas sociales es la manera más rápida de lidiar con los desafíos de la inequidad y la exclusión. Véanse las propuestas recientes en distintos países de América Latina por ejemplo, cuyos gobiernos suponen que hay una cadena de desigualdades estructurales que solo pueden ser corregidas por esa vía. Es decir, como advirtieron años atrás los premios Nobel Abhijit V. Banerjee y Ester Duflo, “cuando el crecimiento fracasa o no logra beneficiar al tipo medio, se necesita un chivo expiatorio” −que para unos pueden ser los inmigrantes, las minorías étnicas o la intervención gubernamental y para otros el neoliberalismo, las élites, la pandemia o el mercado−, y entonces surge el incentivo de adoptar políticas cautivadoras, sobre todo en tiempos de populismo dadivoso, que por lo general son estériles.

Y como algunos de los instrumentos tradicionales de la movilidad social y económica no parecen estar ofreciendo los resultados deseables para todos, siguiendo esa lógica hay que obturar los mecanismos de ascenso y facilitar los de descenso mediante políticas estatistas, asignaciones selectivas de recursos, marcos fiscales ineficientes y programas clientelares que al menos puedan crear el espejismo de una aparente igualdad sostenida con alfileres presupuestales que, más temprano que tarde, inevitablemente colapsan.

En esa lógica, suena más atractivo seguir la vereda de repartir gasto público mediante subsidios y transferencias indiscriminadas que la de recorrer el camino de la educación de gran calidad, la productividad, la innovación tecnológica y la competitividad. Puesto con otra partitura: la solución rápida es derribar eso que, con una mezcla tanto de buenas intenciones como de oportunismo político, se etiqueta como la cultura del privilegio, para edificar otra que rastreé los atajos para alcanzar los niveles de crecimiento económico y desarrollo social que, supuestamente, las buenas políticas públicas, el mérito y el esfuerzo no han proveído.

El problema con esta tesis, según Ricardo Lagos, el ex presidente socialista chileno, es que “la experiencia muestra que no existen esos atajos. Nuestra historia regional está llena de casos en los cuales hemos privilegiado el pan para hoy y pagado con el hambre de mañana”. De hecho, hay evidencia robusta y abundante en América Latina de que la sempiterna mala asignación del gasto público -que aumentó en promedio anual 7 puntos porcentuales en las últimas dos décadas-, la opacidad crónica y sistémica, la fragilidad institucional, la ineficiencia en la gestión o el desperdicio de recursos fiscales no solo lesionaron gravemente la sostenibilidad macroeconómica necesaria para enfrentar los ciclos recesivos sino que apenas redujeron la desigualdad en 4,7 por ciento mientras que esa misma combinación de políticas e instituciones bien manejadas -el llamado “gasto inteligente”- lo hizo en un 38% en las economías avanzadas.

Desde luego que alcanzar sociedades más justas y equilibradas es un proceso más complejo y prolongado, pero la discusión de fondo se centra en cuales son las vías óptimas para lograrlo. El pensamiento convencional y numerosos estudios de opinión sostienen que el trabajo duro, la disciplina, la tenacidad y la preparación, entre otros, siguen siendo los resortes fundamentales del progreso individual. La narrativa de moda, en cambio, sugiere que son las regulaciones estatales, los “pactos fiscales”, las políticas redistributivas o las transferencias no condicionadas las que producirán, algún día, la comunidad igualitaria que imaginaron los filósofos de la antigüedad. Por supuesto que con un prisma moral todos quisiéramos acogernos a la ley del menor esfuerzo y vivir en un paraíso ideal, pero el mundo real se mueve por caminos insondables, la condición humana es imperfecta por naturaleza y la política y la economía son actividades esenciales pero en modo alguno salvíficas.

Por tanto, la duda metódica consiste en precisar si podemos llegar a un balance social y económico razonablemente mejor a través del trabajo productivo, el esfuerzo constante y una educación excelente o mediante una batería de políticas eficientes de los gobiernos que no solo neutralicen las imperfecciones del mercado sino que sobre todo identifiquen opciones innovadoras para ayudar a que más gente viva mejor. En teoría, lo deseable sería una combinación efectiva de todas esas variables pero la terca realidad exhibe serias dificultades para ensamblarlas de manera armónica, responsable y rápida.

Pongamos las cosas de manera didáctica. Para crecer productivamente es condición necesaria contar con liderazgos políticos profesionales y competentes; instituciones y leyes que se observen y funcionen; capital humano bien calificado; regulaciones y políticas públicas eficaces; reformas estructurales o circunstancias internacionales favorables, entre otras cosas. Para distribuir mejor los beneficios de todo lo anterior hacen falta políticas sociales bien instrumentadas, transparentes y focalizadas; diversificación económica; marcos fiscales competitivos; educación e investigación pertinentes y de calidad; mayor acceso a las oportunidades, y, fundamentalmente, crecer a tasas razonablemente altas y sostenidas.

Ahora bien, para que ese conjunto de políticas funcione se requiere que el gobierno sea un gestor transparente y de calidad del gasto público; que las tasas de inversión muestren una correlación alta con el crecimiento del PIB; que existan aumentos sostenidos de la productividad; que los niveles de formalidad de la economía se incrementen, y que la sociedad −y el contribuyente− obtenga una contraprestación adecuada en cantidad, calidad y oportunidad en materia de salud, educación, servicios públicos y seguridad, por lo menos. Pero con la excepción tal vez de Chile y Uruguay, es difícil afirmar que el desempeño de América Latina en estos aspectos haya sido ejemplar en las últimas décadas.

Según identificó un estudio bien documentado, en la región se observan algunos de los ejemplos del gasto público más ineficiente del mundo (que en 2016 representaba 29,7% del PIB), debido entre otras cosas a la falta de profesionalismo del sector público, el despilfarro, la corrupción, la mala asignación, la mala gobernanza o una mezcla de todo ello. Esto explica que ese tipo de gasto público -que no sirvió para mejorar el crecimiento, la igualdad o la productividad- fue equivalente al 4,4% del PIB (unos 220 mil millones de dólares) de los cuales cuatro quintas partes se asignaron o se ejecutaron mal tan solo en compras públicas y en desperdicios, pérdidas, exenciones o “filtraciones” en los distintos subsidios; incluso, algunos de estos fueron a parar a la población de mayores ingresos, puesto que el decil más alto recibe una cuarta parte de todos los beneficios y el primer decil solo el 5%, o sea, los ricos recibieron cinco veces más subsidios que los pobres. Lo mismo ha pasado con la productividad total de los factores: entre 1960 y 2017 su contribución al crecimiento ha decrecido 0,11% anual en América Latina y el Caribe, mientras que en Asia fue sido positiva en casi 1%, de acuerdo con un informe de la OEI. En suma, la moraleja es clara: hay que remendar el saco roto antes de volver a llenarlo con políticas que ya fracasaron en el pasado.

La literatura económica ha sido abundante en los últimos años (y no se diga durante la pandemia) en calcular la estadística de la desigualdad, analizar sus causas y explorar algunas de sus eventuales soluciones. Pero cierta franja del liderazgo político o intelectual latinoamericano ha preferido recurrir a medidas de corto plazo que sean fáciles de instrumentar y arrojen dividendos políticos y electorales, aunque no sean sostenibles a mediano plazo, o proponer modelos “alternativos” a las políticas liberales, o, de plano, aplicar la extremaunción al “capitalismo”. Otros, sin embargo, parecen más escépticos. “Renunciar al espíritu de competitividad y adquisición -dice por ejemplo Branko Milanovic- que lleva integrado el capitalismo daría lugar a un descenso de nuestra renta, a un aumento de la pobreza, a la desaceleración o reversión del progreso tecnológico, y a la pérdida de otras ventajas que ofrece este sistema… Va todo junto.”

La otra interrogante, estudiada desde la economía del comportamiento, es cómo estimular, en un marco de libertad de elección, actitudes menos medibles -iniciativa, esfuerzo, disciplina, ambición- que los datos económicos, pero igualmente relevantes para el progreso de las personas. Está bien acreditado que en la atracción del capital humano mejor compensado salarialmente la ética de trabajo y la inteligencia emocional, por ejemplo, “son mucho mejores predictores de rendimiento que los años de experiencia o educación”. De hecho, la creatividad, el sentido crítico, la disposición a la colaboración o la capacidad de liderazgo son factores que hoy pesan más en la empleabilidad, y todos ellos parecen mostrar escasa conexión con las políticas públicas, excepto la formación de talento innovador y de excelencia.

Supongamos que si, de pronto, Latinoamérica lograra construir un entorno integrado por gobiernos muy competentes, sólida institucionalidad, buenas políticas públicas y amplio acceso a las oportunidades de educación de alta calidad, salud y otros satisfactores ¿sería suficiente para generar, automáticamente, procesos virtuosos de crecimiento productivo con equidad sostenible? No se trata solo de crear los incentivos correctos para la toma de decisiones más o menos racionales que eventualmente conduzcan hacia un determinado resultado, sino de transmitir principios y actitudes útiles en la conducta, la responsabilidad y el desarrollo de las personas que mejoren las probabilidades.

La respuesta a esa incógnita específica es muy compleja porque tiene que ver con una variable muy importante que algunas políticas públicas diseñadas para la galería dejan fuera y es que, junto con mejores niveles de ingresos y bienestar, las personas quieren sentirse reconocidas y aceptadas en su entorno por sí mismas. De hecho, buena parte de la sensación de felicidad de las personas es referencial, depende del lugar que uno ocupa en el entorno y frente los demás. Cuando Banerjee y Duflo investigaron entre jóvenes de sectores pobres por qué todos querían tener su propio emprendimiento “uno tras otro hablaron de dignidad, de respeto por uno mismo y autonomía”, pero ninguno de dinero. Es decir, aludieron a valores que facilitan la inclusión y un sentido de pertenencias múltiples que, inversamente, cuando se pierden o se ven amenazados provocan tanto una confusión intelectual como una reacción política que se convierte en el combustible típico de las actitudes antisistema.

Finalmente ¿hay una ruta perfecta para crecer con equidad? No, pero las buenas políticas públicas, como dice Peter Singer, pueden ayudar a recompensar “adecuadamente a las personas que carecen de los talentos necesarios pero que trabajan duro”. Quizá existan varias opciones que permitan una composición relativamente virtuosa, pero está claro que ni la embestida contra el mérito ni las políticas populistas ni los atajos económicos son una de ellas. Una cosa es el camino y otra, muy distinta, la vereda.

Otto Granados Roldán es Presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

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