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Miguel Báez
Columna
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Al Litri

Ha muerto tranquilo un torero llamado Miguel Báez conocido como Litri, habiendo sobrevivido tantas cornadas de la vida en blanco y negro

Miguel Báez El Litri
Dibujo de Jorge F. Hernández

Me expongo a diatribas y descalificaciones, pero no exentaré a estas líneas de su obligatorio homenaje a D. Miguel Báez apodado como su padre y su hijo, Litri. Ha muerto a los noventa y un años de edad y con él se va entre los dedos como arena sepia y ocre una España de hambre y posguerra, de infinitas limitaciones y pequeñas epifanías en las recetas de patata a lo pobre y hogazas de pan como corazones al horno. Se esfuma la España profunda que se va quedando vacía en los pueblos de piedra y lodo y a mí me dan ganas de llorar al evocar a las viejecitas que vestían sus lutos de la Guerra Incivil y en el recuerdo de los teléfonos con marcador a falta de móviles, los viejos taxímetros de cuerda y Madrid sin cajeros automáticos.

Hablo de un torero y me expongo a mentadas de madre e insultos baratos por evocar a un héroe del pretérito, cuando la vida de un torero valía más que la de un gorila y el oscilante péndulo de las aficiones no necesariamente vestía de luces a los fachas y las novelas en vida de maletillas hambrientos parecían salidos de una crónica de Chaves Nogales… y el Litri mirando al tendido. Caballero de Huelva signó no pocas tardes de gloria en carteles donde rivalizaba con Julio Aparicio como clone de Manolete, caras alargadas de infinita seriedad y la majestuosa elegancia de los vestidos en seda con oro puro. De pronto, el Litrazo en los medios habiendo plegado la muleta para dejarla volar al paso de un burel como ferrocarril, sin mover un milímetro las zapatillas negras sobre la arena del tiempo.

No lo ví torear en vivo, pero lo vi andando sobre la calle de Alcalá y se congeló la realidad. Yo iba del brazo de mi amigo Pepe Balsa, a la vieja usanza, y Pepe se detuvo a la mitad de la acera temblando, mudo. Amigo de mi abuelo Pedro Félix y de la edad de mi padre, pensé que a Balsa le daba el soponcio o el torzón y todos los males (como se decía en el Foro). Cuando se animó a balbucear, señaló hacia el horizonte y dijo en voz baja “Ai viene el Litri” sin que se distinguiera en el paisaje la figura que sólo Pepe Balsa podría detectar de tercio a tercio.

Conforme avanzamos a pasos cortos yo mismo empecé a delinear con la vista el porte distinguido y el andar levitando de un torero de gracia en medio del mundanal ruido. Era Litri ya viejo pero con un donaire imperial y pasos perfectos con los que volvía –literalmente—a partir plaza. Sabiendo que Balsa no se animaría a saludarlo, le dije “¡Salve, Maestro!” al cruzarnos en un paso de cebra… y le dije que era mexicano y que Pepe era su paisano de Huelva y que si parecía hipnotizado era no más que por la inmensa admiración que siempre me había contagiado por su leyenda.

Don Miguel Báez sonrió y le puso la mano en el hombro a Balsa. Agradeció el piropo con gracias andaluzas y entonces se animó Pepe a intentar recordarle que hacía casi tres décadas le había enviado una carta donde le pedía que fuera padrino de bautizo de su hijo primogénito, a lo que Litri con entrañable cortesía respondió que no recordaba la misiva ni la misión y entonces Pepe de pronto, con voz temblorosa, le dijo: “Usté no sólo ha sido una estrella de admiración en toda mi vida… Usté me ha puesto los huevos aquí” señalándose la base de la nuca. Litri y yo soltamos la breve carcajada que el torero acompasó señalándose el cogote: “Dirá usté que se los puse en el cuello, ¿no?” y Balsa acotó entonces un rotundo “¡Qué no, Maestro: yo lo cargué en hombros una gloriosa tarde de 1957!” y se nos prolongaba la risa con eso que llaman emoción y nostalgia.

Don Miguel Báez miró entonces su reloj y en plena calle de Alcalá nos propuso desviarnos por un laberinto que fue paseo inolvidable por callecillas del Barrio de Salamanca hasta que llegamos a una taberna (de las que que aún subsisten por fortuna, con aroma de calamar y restos de sardinilla en el suelo). Hubo un leve aplauso de tertulianos cuando Litri le preguntó al ventero si aún guardaba aquello y el tabernero bajó al sótano y subió con una hermosa fotografía en blanco y negro, enmarcada en madera de décadas, donde se observa un oleaje humano de delirio, unos camareros que izan grandes jarras de cerveza helada y un cortejo de temibles guardias a caballo; también se observaban mujeres maquillas con claveles en vuelo y allí mismo, en medio de las piernas del Litri, llevándolo en hombros…¡Pepe Balsa con treinta años menos, perfectamente reconocible sin canas y la apretada sonrisa de quien está haciendo el esfuerzo olímpico por subir la cuesta que va de Las Ventas hacia la Plaza Manuel Becerra!

El Litri tomó la fotografía y rompió el cristal con la orilla de la barra del bar: Le dijo al ventero que luego le repondría la copia de la fotografía y con una pluma de punta ancha dedicó a Pepe Balsa un agradecimiento que venía fermentándose como la espuma desde hacía treinta años. Se abrazaron y yo soñé en instante que llegaría el día en que todo ciudadano podría cargar consigo un teléfono con cámara integrada para congelar estos instantes que ahora no puedo más hilar en tinta para despedirme nuevamente de Pepe Balsa que se hizo a la mar del más allá hace años, intentar memorizar el olor de las tabernas de antaño, aquilatar los mínimos detalles de gitanería deliciosa que duran para toda la vida y digerir que ha muerto tranquilo un torero llamado Miguel Báez conocido como Litri, habiendo sobrevivido tantas cornadas de la vida en blanco y negro.

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