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Crianza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La nostalgia está de moda: ¿qué recordaré de mis hijos dentro de 30 años?

Nuestra memoria se va reconstruyendo cada vez que evocamos un momento, una emoción. De toda la locura de la crianza, nuestro cerebro solo guardará un “te quiero”

Un padre juega con su hijo.
Un padre juega con su hijo.

“Teddy me dijo que, en griego, nostalgia significa literalmente el dolor de una vieja herida. Te punza el corazón mucho más fuerte que únicamente el recuerdo”, arrancaba Don Draper su presentación del Carrusel de Kodak en el último capítulo de la primera temporada de Mad Men. Don dejó boquiabiertos a los directivos de la multinacional de fotografía y con un nudo en la garganta a todo el que se haya asomado a la grandiosa serie creada y producida por Matthew Weiner. He vuelto a Don Draper -siempre vuelvo a él- porque últimamente la nostalgia es un tema recurrente en mucho de lo que leo y veo (¿Qué si no nostalgia hay en la preciosa Fue la mano de Dios de Sorrentino? ¿Qué si no nostalgia hay en las páginas de Niños de domingo de Bergman o en La casa o Regreso al Edén de Paco Roca?). También lo es en las entrevistas que hago. Recientemente, el psiquiatra David Dorenbaum, colaborador habitual de El País Semanal, me decía en una conversación a propósito del lanzamiento de su libro Divaneos: Reflexiones de un psicoanalista para la vida cotidiana (Península) que aunque hoy -y pese a Don Draper- la nostalgia tiene mala fama, hay estudios neurocientíficos que documentan que es un mecanismo de supervivencia esencial: “Ulises, por ejemplo, se nutría de la nostalgia para poder sobrevivir a su odisea”.

En una entrevista a propósito del estreno de Licorice Pizza, el director Paul Thomas Anderson reconocía al periodista Gregorio Belinchón que a todos nos gusta revisitar aquellos momentos “en los que sentíamos que todo era más inocente y sencillo”. En su opinión, lo hacemos porque “nos quedamos en la superficie de lo que vivimos. En realidad, si hiciéramos una reflexión honesta sobre tiempos pasados, recordaríamos que no todo era felicidad”. Su idea casa a la perfección con la que plasmaba uno de los personajes de El cielo según Google (Acantilado) de la escritora catalana Marta Carnicero: “Separamos los recuerdos que queremos conservar y los construimos a medida, matizándolos para limar las aristas afiladas y hacerlos asumibles, convirtiéndolos en guijarros que nos llenan los bolsillos con el peso de los años. Algunos, los más preciados, los llevamos apretados en los puños como tesoros de la infancia”.

Hace poco charlaba con el experto en neuroeducación David Bueno, que acaba de publicar El cerebro del adolescente (Grijalbo). Me explicaba David que nuestra memoria se va reconstruyendo constantemente cada vez que evocamos un recuerdo. Es decir, que cada vez que lo evocamos, al mismo tiempo lo estamos alterando ligeramente para adaptarlo a nuestra situación presente.

Me gustó la idea de Bueno porque explicaría muchos de esos recuerdos que, cuando los compartimos en voz alta con otras personas que forman parte de ellos, nos damos cuenta de que no fueron tal cual los recordamos. Ya se sabe, nunca sabemos si es un recuerdo o el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo lo que nos va quedando. También me gustó la idea de Paul Thomas Anderson. Puede que no solo modifiquemos los recuerdos, sino que casi sin darnos cuenta acabemos eligiendo los mejores para esa autobiografía que todos vamos construyendo. Al fin y al cabo, como escribía Eduardo Sacheri en La noche de la Usina, “uno olvida la mayor parte de los días. Qué hizo, dónde estuvo, con quién. Tal vez de otro modo no se puede seguir viviendo. Las imágenes serían demasiadas”.

Supongo que eso explicaría lo que le pasa a mi madre cuando habla de las infancias de mi hermana y de la mía, de su maternidad. No hay atisbo de los muchos dolores de cabeza que seguramente le dimos, de la desesperación a la que la llevamos, que yo recuerdo perfectamente y ella parece haber alterado, adaptado a su realidad presente como abuela de dos nietos, borrado para mayor brillo de su autobiografía.

Partiendo de esa base, dentro de 30 años, el caos, las rabietas, los gritos, las carreras de cada día lectivo, el estrés de la paternidad o lo mucho que me molestaba que mi hijo nos llamase cada madrugada porque estaba destapado, serán recuerdos extintos o convenientemente pulidos, convertidos en guijarros en mis bolsillos. Lo que recordaré entonces, el recuerdo que llevaré apretado en los puños como un tesoro de infancia, hablará de una madrugada, de una noche concreta entre cientos, cuando acudí solícito a la llamada de mi hijo pequeño, lo tapé, le di un beso en la frente y él, antes de volverse a dormir, se giró hacia mí y me dijo: “Muchas gracias, papito bonito. Te quiero mucho”.

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