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En primera persona
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Es triste tener que convertirse en padre para apreciar y valorar la literatura infantil

Cuando eres progenitor sucumbes de buen grado al fascinante ritual de leerle cada noche un cuento a los hijos para reivindicar el lugar que merecen los libros para niños como libros en mayúsculas

La lectura en voz alta la hacemos por nuestros hijos, sí, pero también es una actividad que realizamos por nosotros.
La lectura en voz alta la hacemos por nuestros hijos, sí, pero también es una actividad que realizamos por nosotros.LumiNola (Getty Images)

Mi hijo de seis años duerme profundamente, boca abajo, a mi derecha. Su cabeza a la altura de mis pies, donde ha ido buscando el escaso aire que se cuela entre las rendijas de la persiana. Sus pies, que he acariciado para que se durmiera, yacen inertes sobre mi tripa. Mi hija, de nueve años, duerme de lado a mi izquierda, dándome la espalda que me pidió que le acariciara para acompañarla en el viaje hacia al sueño. Entre mis piernas, un ejemplar de Karlsson en el tejado, de Astrid Lindgren, que les voy leyendo por segunda vez una de cada dos noches (la otra el privilegio corresponde a su madre) mientras ellos escuchan con una sonrisa en los labios, seducidos por el ingenio de un personaje extraordinario creado por una autora extraordinaria.

Muchas madres y padres descubrimos al convertirnos en tales una actividad gozosa como pocas: el fascinante ritual de leerle un cuento al niño, como titulaba su columna en Ideas Miguel Ángel Delgado: “Es un hecho probado que, a pesar de la proliferación de las pantallas, del sobre estímulo de relatos que nos rodean, todavía hay millones de niños que, cada noche, se duermen mientras un adulto les lee un cuento”.

Apenas un mes después, la escritora Aroa Moreno escribía en este mismo diario una columna preciosa en Babelia en la que se reconocía atrapada por este fascinante ritual que sabemos con fecha de caducidad: “Sé que esto terminará muy pronto. Que habrá un momento en que no necesite a esta compañera para la lectura (…) Y, por eso, todavía, cuando me dice mamá, lee tú, aunque yo tenga el trabajo acumulado pendiente, aunque vea mi propia torre de novelas sobre la mesilla para leer, y para escribir, cuando me dice vuelve a reírte conmigo de las mismas bromas absurdas, repetidas una y otra y otra vez en la misma página, le consiento. Pongo todas las voces. Se acurruca sobre mi pecho. Leo en voz alta para él. Capitán Calzoncillos si hace falta. Qué privilegio. Qué revolución”.

En Francés para principiantes, uno de los textos que componen ese libro inclasificable que es Literatura infantil (Anagrama), Alejandro Zambra cita el ensayo Como una novela, de Daniel Pennac, en el que el escritor francés lamenta que, cuando su hijo aprendió a leer, él y su mujer dejasen de leerle cuentos cada noche. “No queremos que pase eso”, escribe Zambra, que señala que la lectura en voz alta a nuestros hijos no pertenece a esa clase de actividades que uno hace por sus hijos mientras estos aprenden a hacerlas por sí mismo, como vestirse, lavarse los dientes o ducharse.

Muchas madres y padres descubrimos al convertirnos en tales una actividad gozosa como pocas: el fascinante ritual de leerle un cuento al niño.
Muchas madres y padres descubrimos al convertirnos en tales una actividad gozosa como pocas: el fascinante ritual de leerle un cuento al niño.Catherine Delahaye (Getty Images)

La lectura en voz alta la hacemos por nuestros hijos, sí, pero también es una actividad que realizamos por nosotros, por eso no va ligada al desarrollo de la habilidad lectora por parte de ellos. La queremos estirar en el tiempo. Una vez que uno se introduce en ese ritual, cuesta imaginarse la vida sin él. Reflexiona sobre ello el propio escritor chileno: “Ahora lees a través de nosotros, pero cuando leas por ti mismo tal vez ya no te parezca divertido que leamos para ti. Tendremos que inventar algo, ojalá se nos ocurra la manera de continuar esa ceremonia, la más importante del día; que cambie de forma, pero que siga sucediendo”.

Descubre también Alejandro Zambra al convertirse en padre (y descubrimos también otros muchos y muchas al vivir la experiencia de la paternidad y la maternidad) otros dos detalles importantes que deja por escrito en las páginas de Literatura infantil y que tienen que ver con los libros que leemos a nuestros hijos. El primero es que esos libros que compartimos en voz alta, sobre todo cuando son libros que enamoran y que se leen una y otra vez hasta aprendérselos de memoria, pasan a ser tesoros de coleccionista, ejemplares de los que uno ya no puede desprenderse por la carga simbólica que encierran. Nuestro piso de 50 metros está tan atestado de novelas y ensayos adultos como de libros infantiles. Dos enormes estanterías Billy de Ikea lucen repletas en la habitación de mis hijos, con las baldas vencidas por el peso. Por aquí y por allá, cajas de madera con más libros infantiles de los que no somos capaces de deshacernos pese a la evidente falta de espacio. “(…) me distrae el pensamiento sombrío de que los libros no son como ropa que empieza a quedarnos chica y hay que regalar, y enseguida decido, con ridícula solemnidad, que nunca vamos a deshacernos de los libros que leemos juntos, porque sería como deshacerse de unos álbumes de fotos; pienso en esos libros, en tus libros, como documentos, quiero guardarlos como si fueran mechones de tu pelo o tu primera ecografía”, argumenta Zambra.

El segundo es que esos libros (no todos, pero sí muchos) son auténticas joyas de la literatura escritos por autores que son auténticos genios, maestros de la palabra y de la ilustración como Astrid Lindgren, Roald Dahl, Maurice Sendak, Heena Baek, Jon Klassen, Liniers, Gianni Rodari, William Steig, Arnold Lobel, Maria Parr, Oliver Jeffers o Tomi Ungerer, entre muchos otros, que seguramente no han tenido todo el reconocimiento que merecerían por escribir para niños y niñas de todas las edades (de 0 a 99 años), por hacer “literatura infantil”, un género siempre tan injustamente menospreciado por las élites del mundo cultural ya desde su propio apellido (”Es diciendo ‘literatura adulta’ cuando me doy cuenta de la absurdidad de decir ‘literatura infantil’, escribía en una columna en Vilaweb la escritora catalana Tina Vallès). Basta simplemente con pegar una ojeada a cualquier suplemento cultural o sección de Cultura de cualquier diario español ―también de este, por supuesto― para darse cuenta de ello: la literatura infantil y juvenil, pese a ser líder en número de ventas y lectores, no existe salvo, con suerte, con dos excepciones al año (la Navidad y la efeméride del Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil).

“Se me hace tan burda la existencia de una literatura no infantil, de una literatura para adultos, para no-niños, una literatura-literatura, una literatura de verdad; la idea de que hago y leo una literatura de verdad y que los libros que leemos juntos son una especie de sustituto o de sucedáneo o de imitación o de preparación para la literatura verdadera me parece tan injusta como falsa. Y es que honestamente no encuentro menos literatura en un cuento de Maurice Sendak o de María Elena Walsh que en mis favoritos de la literatura adulta”, escribe Alejandro Zambra.

La pena, pienso leyéndole mientras mi hijo suspira profundamente dormido y mi hija se da la vuelta y me pone un brazo y una pierna encima, es que muchas veces tengamos que ser padres y sucumbir al fascinante ritual de leerle cada noche un cuento a nuestros hijos para darnos cuenta de esa injusticia. Para reivindicar el lugar que merece la literatura infantil y juvenil como literatura en mayúsculas, sin adjetivos ni apellidos que la minusvaloren.

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