Donald Trump y la derechización de América Latina
El equívoco de que el aislacionismo del republicano es preferible a cualquier liderazgo demócrata porque es menos intervencionista, se verá muy pronto contrariado
Donald Trump regresa a la Casa Blanca, fortalecido por su triunfo en el voto popular y en los colegios electorales, por la mayoría del partido republicano en el Senado y el probable control de la Cámara de Representantes. Regresa también con el aura heroica y vengadora de quien sobrevivió a un atentado, a varias demandas judiciales y a la interpelación mediática de las izquierdas globales, durante los últimos cuatro años.
Ese peligroso y resentido Trump muy pronto se encargará de refutar el equívoco común, que han repetido medios estadounidenses, europeos y latinoamericanos, sobre su supuesto aislacionismo. Trump es el máximo líder de la derecha global y su victoria, decidida por su electorado y la falta de movilización de la candidatura de Kamala Harris, responde también a expectativas de sus aliados en todo el mundo.
En América Latina y, específicamente, en México, el equívoco de que el aislacionismo de Trump es preferible a cualquier liderazgo demócrata porque es menos intervencionista, se verá muy pronto contrariado. Ese equívoco se origina en una sublimación de la peculiaridad de México como país económicamente integrado a América del Norte y ligado a una negociación permanente de sus intereses en materia de seguridad, migración, drogas y frontera con Washington.
Pero en cuanto se baja un poco la mirada hacia el sur del mapa comienzan a aparecer zonas como Centroamérica y el Caribe, los Andes, el Cono Sur o Brasil, donde el trumpismo ya ha dejado un saldo negativo. El extremismo de derecha que personifica de Trump tiene seguidores en América Latina, como el expresidente brasileño Jair Bolsonaro, el mandatario argentino Javier Milei, el salvadoreño Nayib Bukele o el ecuatoriano Daniel Noboa, quienes se apresuraron a felicitarlo en las primeras horas de hoy.
Es evidente que esos políticos se ven en el espejo de Trump, como némesis de las izquierdas latinoamericanas. La conexión real entre esas derechas a lo largo del espacio americano, cultivada durante años por el CPAC, está dando frutos y debería ser suficiente para poner en duda el manido tópico del aislacionismo trumpista. No es aislacionista una política exterior que se basa en una renovada identidad conservadora transnacional, que revive el viejo anticomunismo de la Guerra Fría.
El triunfo de Trump está siendo celebrado en esas derechas latinoamericanas como propio. Con Trump en la Casa Blanca, piensan esos líderes, se podrá sellar una alianza continental en contra de todas las izquierdas, no sólo las autoritarias, ya que en ese tipo de derechas no hay mayores diferencias entre Gabriel Boric y Lula da Silva, de un lado, y Nicolás Maduro y Daniel Ortega, del otro. La indistinción entre radicales y moderados es propia de todos los extremismos, sean de un signo ideológico o el contrario.
También aprovecharán esas nuevas derechas para utilizar a Trump como estandarte en sus respectivas guerras culturales. Toda la agenda machista, homófoba y racista, todo ese inveterado malestar con el avance multicultural, harán catarsis con el regreso de Trump a la Casa Blanca, como si se tratase del ave fénix del conservadurismo.
Si el triunfo de Trump puede ser dañino para las izquierdas democráticas latinoamericanas, por el vínculo del magnate de Nueva York con las alternativas de la derecha extremista en cada país, tampoco debería ser positivo para las izquierdas autoritarias, especialmente en el polo bolivariano. En ese sector de la política regional, curiosamente, siempre ha habido ciertas esperanzas con Trump, por su amistad con Vladimir Putin y su rechazo a Ucrania. Tampoco parece molestar demasiado, en ese bloque, el involucramiento del nuevo presidente en la guerra comercial contra China, ni su apuesta por un mayor apoyo a Israel.
Sin embargo, en las bases republicanas del trumpismo, especialmente en la Florida, se concentra la mayor presión contra los gobiernos de Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y Miguel Díaz-Canel en Cuba. Trump buscará corresponder al apoyo de esas bases con un reforzamiento de sanciones económicas y mayor hostilidad internacional contra esos regímenes.
El saldo de la derechización, por otro lado, en la medida que acentúa las grietas o fisuras internas en cada país latinoamericano, no será favorable al maltrecho sistema de integración regional o subregional. Será muy poco lo que podrá hacer la Celac, prácticamente reducida al bloque bolivariano, o el sistema iberoamericano, boicoteado por varias izquierdas en el poder, y no habría que esperar de Trump una recuperación del marco interamericano y las Cumbres de las Américas.
El panorama que aquí se describe sería especialmente sombrío para dos de los países más próximos y dependientes de Estados Unidos: México y Cuba. La hegemonía republicana en Washington daría a Trump un poder extraordinario para llevar adelante sus prejuicios en relación con ambos países.
Si cumple sus promesas, la frontera se blindaría aún más, habría deportaciones masivas de migrantes, alza de aranceles y mayor unilateralismo en la política contra el narcotráfico. A Cuba, por su parte, le tocaría una nueva dosis de intensificación del embargo y otras políticas de aislamiento, que esa sociedad y esa economía caribeña no parece capaz de soportar a estas alturas.
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