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La inauguración de la imponente Notre Dame permite respirar a una Francia y un Macron en crisis

El presidente prometió reconstruir la catedral en cinco años y lo ha cumplido. En ese tiempo, sin embargo, su movimiento político y su liderazgo han quedado en ruinas

Discurso de Emmanuel Macron, presidente de Francia, en el interior de la catedral de Notre Dame, este sábado durante la ceremonia en París.Foto: LUDOVIC MARIN (POOL/EFE) | Vídeo: EPV
Daniel Verdú

Este sábado a las siete y diez de la tarde, mientras las campanas de Notre Dame volvían a sonar, el arzobispo de París, monseñor Laurent Ulrich, cubierto con un colorido hábito especialmente diseñado para la ocasión, golpeó con su báculo luminoso la puerta cerrada de la catedral. Lo hizo tres veces. Y el templo le respondió otras tantas con el salmo 121 de la Biblia, el canto de alabanza. A la tercera, las enormes puertas se abrieron al público cinco años después del terrible incendio que estuvo a punto de destruirlo por completo, descubriendo la impresionante reconstrucción. Nadie hubiera podido creer aquel día en una epopeya de tal magnitud.

La tarde del 15 de abril de 2019, el presidente de la República, Emmanuel Macron, se presentó desencajado ante ese mismo lugar. Un incendio —accidental, dijo la fiscalía— había destruido parte del templo gótico y su emblemática flecha, diseñada en 1859 por Eugène Viollet-le-Duc. Había escombros, agua y unos boquetes del tamaño de un Boieng 717 en la cubierta, que amenazaba derrumbe. El jefe del Estado, un político de 41 años todavía en plena forma dos años después de comenzar su primer mandato, se subió a aquella ola de emoción. “Somos ese pueblo de constructores. Reconstruiremos la catedral de Notre Dame, y más bella aún, pero quiero que esto se realice en cinco años. Transcurrido ese tiempo, está claro que Macron cumplió y el templo medieval, símbolo milenario de la grandeur de Francia, luce imponente. Cinco años después, sin embargo, es el edificio del macronismo lo que amenaza ruina. Aunque el sábado su arquitecto no quisiera renunciar a la gloria de unos fastos globales, que le permitieron olvidar por unas horas la grave crisis que castiga a Francia.

“Hemos redescubierto lo que las grandes naciones pueden hacer, realizar lo imposible. Esta catedral es la metáfora feliz de lo que debería ser una nación. Nuestra catedral nos dice que somos los herederos de un pasado más grande que nosotros que puede desaparecer cada día”, lanzó en un discurso que debía producirse en el exterior del templo para preservar la laicidad del Estado que representa, pero que un cielo calamitoso obligó a celebrar dentro.

Los espectadores se reúnen en el exterior de la catedral de Notre Dame.
Los espectadores se reúnen en el exterior de la catedral de Notre Dame.Alessandra Tarantino (AP)

El incendio de Notre Dame anunció las llamas que arrasarían el mundo en el siguiente lustro. Al día siguiente, Francia, una república fundada sobre la idea de laicidad, se lanzó a la restauración de su catedral, un monumento católico y un manifiesto europeo, que relanzó Víctor Hugo con su novela Nuestra señora de París en 1831 (número uno ventas en Amazon al día siguiente del incendio). Pero el mundo, al mismo tiempo, se adentraba en una violenta tormenta que escondía una pandemia, dos guerras con implicaciones mundiales, el advenimiento del populismo y la salida y regreso de la Casa Blanca de un personaje tan controvertido e incómodo como el reelecto presidente de EE UU, Donald Trump. Y a algo debió de sonarle a él también toda esta música, porque el mandatario, que en su momento reclamó aviones cisterna para apagar el fuego, fue uno de los primeros en aceptar la invitación de Macron para la inauguración de este sábado. Él y también su nuevo escudero, el multimillonario Elon Musk, que entró a la catedral en el turno de los jefes de Estado. La representante oficial de la Casa Blanca fue Jill Biden, la primera dama. Su esposo, el presidente Joe Biden, fue invitado pero optó por no asistir.

La ceremonia de inauguración, tal y como sucedió con la de los Juegos Olímpicos, fue impecable. Un reconocimiento emocionante a quienes trabajaron el día del incendio, a los bomberos, a quienes la han reconstruido. Cerca de 40 jefes de Estado y de Gobierno se desplazaron también a París para asistir al espectacular acto. También grandes benefactores como Bernard Arnault o François Pinault, que dulcificaron los 700 millones de euros que ha costado la reconstrucción. Se sentaban en los bancos de la nave central el presidente de Italia, Sergio Mattarella, Alberto II de Mónaco, los reyes belgas Felipe y Matilde, la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, o el presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier. Algunos declinaron la invitación, como los monarcas de España, Felipe y Letizia, o como el papa Francisco (tenía un consistorio para la aprobación de nuevos cardenales).

Entre los presentes y ausentes, emergía la figura de Trump, un golpe diplomático de Macron, que convirtió la inauguración en el primer viaje internacional del presidente electo de EE UU. Y de paso, aprovechó para ser él el primer líder europeo que despachaba cara a cara con la persona que decidirá gran parte de los asuntos que inquietan al mundo en los últimos cinco años. Incluida la guerra de Ucrania, cuyo actor principal —el presidente Volodímir Zelenski— voló también a París y participó en una reunión a tres con Trump y el propio Macron (toda la catedral se levantó y le aplaudió a su llegada). Un éxito diplomático que formaba parte de la parcela de Exteriores y Defensa que el jefe del Estado francés se reservó —y le reserva la Constitución— después de los fracasos cosechados con la disolución de la Asamblea el pasado junio.

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski (en el centro), saluda al príncipe Alberto II de Mónaco.Foto: Thibault Camus (Pool/AP/Lapresse)

El resultado de las elecciones legislativas en las que embarcó a Francia no salieron como Macron esperaba. Perdió casi un centenar de diputados, se interpretó como un capricho. La decisión, además, desató una situación de fragmentación inédita en la V República, que terminó dejando la pelota botando y sin portero a la ultraderecha. Le Pen llegó tercera, pero sus 124 diputados bastarían para condicionar las grandes decisiones del Ejecutivo. Tres meses después de nombrar un Gobierno conservador liderado por Michel Barnier (el sábado estuvo a la intemperie recibiendo a los invitados), que ignoraba el resultado electoral —el bloque de izquierdas resultó vencedor de los comicios legislativos—, la ultraderecha y la izquierda lo tumbaron en una moción de censura el pasado miércoles. El resultado: cuando todo el mundo mira a París y una veintena de jefes de Estado se sientan en la reconstruida catedral de Notre Dame, Francia no tiene Gobierno.

La crisis, como la mayoría de descomposiciones, comenzó antes de que su luz pudiera percibirse. “Es un movimiento natural, después de 7 años en el poder hay un fenómeno de hartazgo en la población. Es algo normal, todos los presidentes pierden popularidad cuando se acerca su final, porque no pueden presentarse otra vez [a un tercer mandato]. Es un final programado, pero a él le ha llegado más rápido de lo que creía”, explica François-Xavier Bourmaud, periodista y autor de Macron, el invitado sorpresa (2017), que apunta a una degradación paulatina por las malas decisiones, derivadas de un cierto egocentrismo político. “La pregunta es si el macronismo iba a durar o estaba condenado a ser un paréntesis en la vida política francesa. Yo veo lo segundo, con la vuelta al esquema izquierda-derecha, que Macron quería suprimir. Ahora los partidos tradicionales regresarán con fuerza porque no puede gobernar sin ellos”, insiste.

Napoleón se coronó como emperador de los franceses en Notre Dame en diciembre de 1804. Más de un siglo después, durante la liberación de París en agosto de 1944, el general Charles de Gaulle acudió a la catedral junto a otros líderes de la resistencia para asistir a un Te Deum. Este sábado de diciembre, Macron quería convertirla en una metáfora de su capacidad política, de su capacidad de reconstruirse. “El impacto de la reapertura será, creo, y quiero creerlo, tan fuerte como el del incendio, pero será un impacto de esperanza”, anunció hace una semana. Pero el aspecto, en lo que atañe a su propia figura política, es más bien de una misa de réquiem. “El macronismo ha muerto, claro. Él está vivo, pero su movimiento sí ha pasado a mejor vida”, señala el profesor François Dosse, quien fue su maestro en la Universidad de Sciences Po [ciencias políticas] y autor del libro Macron o las ilusiones perdidas. Las lágrimas de Paul Ricoeur (Le Passeur, 2022).

Emmanuel Macron, Donald Trump y Jill Biden, este sábado en la catedral de Notre Dame.
Emmanuel Macron, Donald Trump y Jill Biden, este sábado en la catedral de Notre Dame.Thibault Camus (Pool/AP/Lapresse)

Desplome de popularidad

Dosse, uno de los grandes expertos en el filósofo Ricoeur, fue uno de los mayores valedores intelectuales de Macron, que hoy observa como el 52% de los franceses querría que dimitiese (según el importante estudio Fracturas Francesas). Como la mayoría, quedó fascinado por su habilidad, talento e ideas. “Pensé que estaba muy inspirado por la filosofía de Paul Ricoeur, por una política de justicia social, más horizontal como lo que él mismo explicó en la revista Esprit en 2011 denunciando que había demasiada verticalidad en la política. Pero hizo todo lo contrario a lo que anunció. Él es hoy la encarnación de esa verticalidad, incluso la metaforizó diciendo que era Júpiter [el dios de los dioses]. Llegó al paroxismo del presidencialismo y del poder personal, hasta ponerle a su movimiento En Marche, que son las iniciales de su nombre propio”, explica al teléfono el mismo sábado de la inauguración.

Dosse conoce bien a Macron. Y cree que sus defectos, los que han llevado a la ruina a su movimiento, han sido siempre los mismos. “Está muy seguro de él, demasiado. No conoce la marcha atrás y está siempre convencido de que tiene razón ante cualquier decisión. Lo vimos en su último discurso de esta semana, donde no hizo ninguna autocrítica sobre el tema de la disolución de la Asamblea [aseguró que no asumiría responsabilidades ajenas]. Es alguien con enormes capacidades intelectuales, pero esas dotes se han convertido en algo peligroso, porque ya no escucha. Solo se mira al espejo, como el buen narciso que es. Su estrategia ha sido acercarse hacia el electorado de extrema derecha, pero como decía Jean-Marie Le Pen [fundador del Frente Nacional y padre de Marine Le Pen], la gente prefiere el original a la copia. Él es responsable del éxito del Reagrupamiento Nacional, que hoy es el primer partido de la Asamblea. Ha sido un instrumento para ellos”.

El mundo de hoy se parece muy poco al de aquella tarde abril de 2019, pero el macronismo, ese movimiento político unipersonal llamado a renovar la política en Francia a través de un centro tan radical como difícil de habitar, también es hoy completamente diferente. “El pirómano tendrá que hacer ahora de bombero”, señala un analista que le conoce bien. En 2019, el presidente de la República contaba la insultante edad de 41 años y se encontraba en el ecuador de su primer mandato, en el que disfrutaba de una mayoría absoluta y un apoyo ciudadano sin apenas fisuras. Es verdad que el malestar en la calle comenzaba arreciar, asomaban los chalecos amarillos y un cierto descontento. Pero el jefe del Estado iba sobrado. Tanto, que el 14 de abril de ese año, recibió a 64 intelectuales en el Elíseo: había juristas, economistas, escritores, sociólogos… La reunión se retransmitía en directo por France Culture —a Macron entonces le gustaba dicha emisora de radio—, cuando un constitucionalista, Olivier Beaud, le preguntó sobre la pérdida de poder de los jefes de Estado durante su mandato de cinco años y las consecuencias que eso tenía en la vida pública. Una gran pregunta. Una premonición. “El presidente no debería poder permanecer si tuviera un verdadero rechazo”, respondió el Macron de entonces. Cinco años después, tras la exitosa reinauguración de Notre Dame, esa declaración resuena como lo hicieron de nuevo las campanas del templo.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes
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