Misión en Vovchansk: entrar en el infierno de Ucrania para salvar cuatro vidas
EL PAÍS acompaña a un equipo de la policía en un operativo de evacuación de civiles en la ciudad al norte de Járkov asediada por las tropas rusas
Los perros que huyen de Vovchansk lo hacen nerviosos y temblando. Observarlos es una manera de entender que en esta localidad al norte de la provincia ucrania de Járkov, en la frontera con Rusia, se han abierto las puertas del infierno. Las mascotas son evacuadas con sus propietarios en un centro de acogida a pocos kilómetros del municipio. Son gente humilde de una zona que está sufriendo la segunda ofensiva rusa en los más de dos años de guerra. Un vecino baja de un furgón con sangre en las orejas y en la nariz, que además la tiene rota. Una explosión a pocos metros le ha dejado contusionado, quizá de por vida.
Vovchansk es el principal objetivo de una nueva campaña militar rusa relámpago iniciada el 10 de mayo. Es una conquista especialmente codiciada porque su núcleo urbano sería un centro ideal para concentrar tropas de cara a un futuro avance hacia Járkov, la segunda ciudad de Ucrania. El pasado jueves quedaban cerca de 300 habitantes en la localidad, de una población previa a la guerra de 17.000 personas. Allí ya solo hay espacio para la muerte. En los pueblos vecinos también. La explanada a la que llegaban los civiles rescatados fue atacada aquel 16 de mayo por la tarde con munición de racimo rusa: cinco personas resultaron heridas, entre ellas el alcalde, Tamaz Gambarashvili.
No fue la primera explosión múltiple que se escuchó con el sonido característico de la munición de racimo, un armamento prohibido en más de 100 países por su especial letalidad en zonas urbanas con población civil. El equipo de EL PAÍS y otros periodistas habían tenido que salir de urgencia de ese mismo lugar el miércoles porque el ejército ucranio había interceptado una comunicación de radio del invasor transmitiendo las coordenadas del sitio para bombardearlo. El ataque se produjo un día después.
En el horizonte se levantan columnas de humo desde múltiples aldeas, pero es en Vovchansk donde el repiqueteo de los fusiles, el estruendo de la artillería que no cesa un segundo, el fuego y sus cenizas cubren el espacio augurando una destrucción completa del municipio, como sucedió antes en Bajmut, en Chasiv Yar y en tantos otros pueblos de Ucrania. Las familias que salen de allí lloran y se compadecen de su incierto destino mientras la policía las identifica y las aprovisiona con comida de la ONG World Central Kitchen, del chef español José Andrés. La desesperación se evidencia también en un hombre detenido tras ser evacuado cargando cuatro grandes bolsas donde esconde decenas de productos que ha robado en tiendas de Vovchansk abandonadas. La policía le notifica que lo trasladarán a la oficina militar de reclutamiento para ser incorporado a filas.
Oleksi Jarkivskii, jefe de una unidad de operaciones especiales de la policía ucrania, prepara la siguiente misión de extracción de civiles. Con otros vecinos localizan mediante mapas dos viviendas en las que residen un anciano y una familia de un matrimonio y su hijo. Junto a Jarkivskii y sus hombres accederán a Vovchansk la organización Kharkiv Media Hub y el enviado especial de EL PAÍS. Antes de la salida irrumpe en escena un todoterreno con cuatro militares de las fuerzas de asalto ucranias.
En la carretera de acceso a Vovchansk, la misma que el equipo de Jarkivskii tomará minutos después, acaban de ser atacados por un dron bomba ruso. El dron ha caído frente al vehículo y el radiador ha quedado dañado. Los cuatro soldados salen del coche con la adrenalina disparada, se chequean el cuerpo uno a otro para identificar alguna herida —dos de ellos tienen leves rasguños— y tras ello, se abrazan: por un metro no están muertos.
Los dos coches de evacuación superan el camino hasta Vovchansk lanzados a 160 kilómetros por hora por una carretera comarcal. La calle principal de entrada al pueblo está bloqueada por un tanque ucranio calcinado. A su lado yace destruido un vehículo de infantería de producción estadounidense. Las casas y los parterres de la calle humean por impactos de artillería recientes. Al tomar una curva —donde el ejército invasor sabe que los vehículos deben bajar la velocidad— un proyectil de obús impacta a menos de 50 metros de los dos coches de evacuación.
Discusión bajo las bombas
La familia Nikolin se niega a abandonar Vovchansk. Su casa es muy humilde y en el interior predomina el desorden. Sobre la mesa de la cocina están los restos de un desayuno frugal, la última comida que celebrarán en el hogar. La madre se encara a Jarkivskii porque no quieren marcharse. Dice que su hijo de 14 años no quiere salir de allí. Al mismo tiempo, a escasos 100 metros, en un campo colindante, impactan varios cohetes rusos grad.
Sobre la hilera de árboles de la calle nacen nuevas columnas de humo y tras 15 minutos de discusiones, los Nikolin aceptan irse. Un miembro de la comitiva de rescate explicaría luego a este periódico que la familia es “prorrusa”, como muchas otras de las que deciden permanecer en la región: “A la policía le han dicho que si se van, la ciudad la ocuparán los banderistas”, una expresión habitual en Rusia para referirse a los seguidores del líder ultranacionalista ucranio de la década de los años treinta, Stepán Bandera.
Cargar los enseres de la familia no dura más de otro cuarto de hora, incluidos animales de corral en jaulas. El principal problema es controlar y subir a los vehículos a dos perros de los Nikolin, enloquecidos por las explosiones y por la presencia de forasteros armados. Uno de ellos mordió en repetidas ocasiones al enviado de este diario, que posteriormente fue atendido por los servicios sanitarios. Uno de los hombres de Jarkivskii vigilaba desde la calle la posible aparición de drones rusos. Al oír el sonido de uno de estos aparatos aproximándose, la policía dio la orden de abandonar el lugar inmediatamente.
La escapada de Vovchansk fue como la llegada: una carrera a una velocidad endiablada, acompañada de más explosiones, de los jadeos de los perros, los gritos de la madre y los sollozos del adolescente. Ya fuera de su pueblo, los Nikolin descargaron sus posesiones y a los animales en el punto de acogida de evacuados. Desorientados por la experiencia, decían que no sabían dónde vivirían a partir de ahora. Una furgoneta esperaba para trasladarlos a 25 kilómetros de allí, a la ciudad de Járkov.
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