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Sudáfrica y el genocidio en Gaza

Refugiados palestinos en un campo en Rafah, en el sur de la franja de Gaza, el 29 de diciembre.
Refugiados palestinos en un campo en Rafah, en el sur de la franja de Gaza, el 29 de diciembre.SHADI TABATIBI (REUTERS)
Luz Gómez

La agresión israelí contra Gaza está teniendo consecuencias nada desdeñables. Una de ellas es la demanda de Sudáfrica a Israel ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), el principal órgano judicial de Naciones Unidas, por violar sus obligaciones como firmante de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Su significado excede lo meramente jurídico, terreno en el que no hay mucho que esperar; en demasiadas ocasiones hemos asistido a la parálisis resolutiva de Naciones Unidas, y en este caso será difícil que el Consejo de Seguridad no vuelva a torpedear cualquier intento de condena de Israel.

Aun así, la demanda no es papel mojado. Tiene fuertes implicaciones, simbólicas y políticas. No es la menor que el delito de genocidio, que se legisló hace 75 años tras la experiencia del Holocausto, apunte hoy contra Israel, que en 2018 se proclamó por ley “el Estado-nación del pueblo judío”. En sus alegaciones, Sudáfrica sostiene que las actuaciones y omisiones de Israel, bien de sus órganos estatales, bien de individuos que actúan bajos sus órdenes, son de carácter genocida, pues tienen por objetivo “destruir a los palestinos de Gaza como parte del grupo nacional, racial y étnico palestino más amplio”.

Que sea Sudáfrica precisamente quien haya iniciado este procedimiento recuerda al mundo algo que molesta a los israelíes como pocas cosas: el paralelismo entre el apartheid sudafricano y el que vive la población palestina, sometida a leyes discriminatorias tanto en Israel como en los Territorios Ocupados. La bien engrasada maquinaria propagandística israelí no ha conseguido contrarrestar la fuerza de las voces de Nelson Mandela o Desmond Tutu, que pidieron a los israelíes que se liberaran a sí mismos liberando a Palestina. La respuesta del Gobierno de Netanyahu ha consistido en tildar la demanda de libelo y apoyo al terrorismo.

Con la actuación de Sudáfrica se constata además algo siempre incómodo para los líderes árabes y musulmanes, por más domesticados que estén: no ha sido un Estado de la Liga Árabe, o de los que se declaran musulmanes, el que ha pasado del dicho al hecho. Palestinos de todo signo ―desde la veterana y sobria diputada Hanan Ashrawi a la mesa nacional del movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones― han agradecido la iniciativa sudafricana, al tiempo que entre la maltrecha intelectualidad árabe se han alzado rápido las voces que señalan la enésima hipocresía de sus regímenes.

En términos de más largo alcance, la iniciativa de Sudáfrica refleja el cambio que desde hace dos décadas se evidencia en distintos niveles de las relaciones internacionales: son los países del Sur global los que se involucran a la hora de hacer valer los instrumentos y procedimientos del derecho internacional. Y eso, en muchas ocasiones, implica denunciar el doble rasero con que se idearon, en un mundo de hegemonía eurocéntrica hoy desaparecido.

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