30 años después de los Acuerdos de Oslo, nadie habla de paz en Israel y Palestina
Israelíes y palestinos ignoran una efeméride asociada al fracaso y al asesinato del primer ministro Isaac Rabin. Las esperanzas que generó el pacto se han evaporado
En noviembre de 1995, el entonces primer ministro de Israel, Isaac Rabin, organizó un evento en Tel Aviv en defensa de los Acuerdos de Oslo que había alcanzado dos años antes con los palestinos. El objetivo era tratar de recuperar la iniciativa ante la creciente campaña de la derecha en su contra.
En su discurso ante unas 100.000 personas, el pragmático Rabin ―que acabó creyendo en un diálogo iniciado a sus espaldas― pronunció la palabra paz en 31 ocasiones. De media, una cada 20 palabras. El acto concluyó con la Canción por la Paz (“No digas que el día llegará, hazlo llegar”). Minutos más tarde, un ultranacionalista judío lo asesinó por “entregar su tierra y su pueblo a los enemigos”, como admitiría orgulloso en el juicio.
Treinta años después de la firma en la Casa Blanca de aquellos acuerdos que acabaron por costarle la vida a Rabin, la palabra paz parece haberse evaporado del vocabulario político local. Fueron los primeros pactos entre israelíes y palestinos tras décadas de enfrentamientos, pero están tan asociados al fracaso que la efeméride pasará este miércoles sin pena ni gloria. En Israel, Gaza o Cisjordania, la sensación es que no hay nada que celebrar.
Técnicamente vigente, Oslo dio a los palestinos un autogobierno limitado en las partes más pobladas de los territorios militarmente ocupados de Gaza y Cisjordania, creó la Autoridad Palestina (AP) y permitió que los líderes de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) ―como el emblemático Yasir Arafat, fallecido en noviembre de 2004― regresasen del exilio en Túnez.
De ahí proviene la creación de las fuerzas de seguridad palestinas y —uno de los asuntos que más escuece a su población— la coordinación con las israelíes. También la división de Cisjordania en tres zonas: una, las ciudades, bajo control administrativo y de seguridad de la AP (aunque el ejército israelí entra casi a diario a efectuar redadas); otra, mixta, en sus alrededores; y la más amplia (más del 60% del territorio), bajo control pleno israelí. Esta es en la que están las colonias judías.
Solución permanente
El plan era desarrollar los acuerdos durante un “periodo de transición que no podría superar los cinco años” y negociar en paralelo, como máximo entre 1996 y 1999, una solución permanente al conflicto. Nunca sucedió. La herramienta diseñada para un lustro sigue marcando hoy las reglas del juego, entre incumplimientos y reproches, porque ―como señala Zvi Barel, comentarista del diario Haaretz― “nadie se atreve a darla por muerta, pese a sus defectos y carencias”. Como una casa vieja y con goteras en la que resignarse a vivir hasta que construyan una nueva. La transformación de lo temporal en statu quo ha beneficiado principalmente a Israel y a una élite conectada a la Autoridad Palestina.
La activista, analista y abogada de derechos humanos canadiense-palestina Diana Buttu recuerda cómo ella y su padre ―que había emigrado de su Nazaret natal, entonces bajo control militar israelí― lloraron de emoción al ver por televisión desde Toronto la ceremonia de la firma de los acuerdos. “Sentía que, por primera vez, el mundo nos veía”, recuerda en una cafetería de la ciudad israelí de Haifa.
La ilusión la llevó a mudarse a Cisjordania cuando acabó sus estudios. Llegó en 1999, cuando imperaba ya un ambiente de pesimismo, y trabajó los siguientes años como asesora del equipo negociador palestino y de Mahmud Abbas, el hoy presidente que firmó los Acuerdos de Oslo en nombre de la OLP. La Buttu de 2023 es muy crítica con aquellos pactos: “Oslo no puso fin a la ocupación. La continuó y normalizó. Nos sacó del marco de que hay un ocupado y un ocupante […] Ha sido indudablemente un éxito para Israel”.
Buttu recuerda que el Estado judío despegó económicamente y obtuvo de Oslo el reconocimiento diplomático de una veintena de países, incluida la vecina Jordania (1994) y, más recientemente, Marruecos o Emiratos Árabes Unidos, sin renunciar a la ocupación militar. En cambio, los palestinos siguen sin Estado y con un desprestigiado Gobierno semiautónomo que “libra a Israel de la gestión del día a día” del régimen castrense. Cada vez más palestinos sienten que la AP hace el trabajo sucio a Israel y no vela por sus intereses. “Ahora mismo estamos como en un limbo: ni realmente en Oslo, ni fuera de él”, concluye.
Los acuerdos granjearon el Nobel de la Paz a Rabin; a su ministro de Exteriores, Simón Peres; y a Arafat, por generar una esperanza de resolver el conflicto de Oriente Próximo de la que hoy no queda ni rastro. El conflicto se percibe como el estado natural de las cosas y la palabra paz, como una ocurrencia extemporánea. En Israel suena a eslogan caduco de unos pocos; y en Palestina, a quimera o tibieza, tras 56 años de ocupación militar, más de la mitad de ellos desde los acuerdos.
Tamar Hermann, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad Abierta de Israel, investigadora sénior y jefa del equipo que analiza la opinión pública nacional en el think tank Instituto Israelí para la Democracia, cuenta una anécdota que muestra hasta qué punto Oslo se convirtió pronto en sinónimo de fracaso. Ya en la Segunda Intifada (2000-2005) su equipo encuestador dejó de preguntar a los israelíes su opinión sobre el “proceso de Oslo”. El número de respuestas negativas le llevó a la conclusión de que mencionar la capital noruega impedía entender realmente cuánta gente apoyaba un “acuerdo político” con los palestinos, como se pasó a formular. “Oslo fue muy inusual en cuanto a que se pasó de repente de llamar terrorista a Arafat a intentar la paz con él. No se trabajó bien la explicación de por qué y eso confundió a mucha gente”, explica Hermann por teléfono.
Hoy, un 86% de palestinos y un 85% de israelíes judíos creen que el otro no es de fiar, según un sondeo conjunto de enero del Centro Palestino de Investigación de Políticas y Encuestas, con sede en Ramala, y la Universidad de Tel Aviv. Y la violencia vive un repunte. 2023 es el año más letal desde la Segunda Intifada, con más de 200 palestinos y unos 30 israelíes muertos. El número de colonos judíos ha pasado de 110.000, el año que se firmaron los acuerdos, a 500.000, solo en Cisjordania.
Abbas sigue defendiendo el diálogo, pero atraviesa una profunda crisis de legitimidad, cada vez más cuestionado y autoritario. Además, no controla Gaza, gobernada por Hamás desde 2007. Mientras, Benjamín Netanyahu lidera el Gobierno más derechista en los 75 años de historia de Israel, con un acuerdo de coalición que subraya el “derecho exclusivo del pueblo judío sobre toda la Tierra de Israel”. Es decir, también sobre el suelo de un futuro Estado palestino.
Semanas antes del asesinato de Rabin, el hoy ministro de Seguridad Nacional, el ultraderechista Itamar Ben Gvir, apareció en televisión manoseando un emblema de Cadillac arrancado del coche oficial del primer ministro: “Igual que llegamos al emblema, podemos llegar a Rabin”, amenazó. Hasta hace poco alababa y tenía en el salón un retrato de Baruj Goldstein, el colono que asestó un duro golpe al proceso de Oslo en 1994, al abrir fuego contra la multitud que rezaba en la mezquita de Hebrón. Murieron 29 palestinos. Nada sería igual desde entonces. Los grupos armados palestinos lanzaron una oleada de atentados suicidas que incrementó la oposición social israelí al proceso. Rabin y Arafat sellaron aun así en septiembre de 1995 una segunda etapa del proceso, conocida como Oslo II, que incrementaba la parte autónoma de Cisjordania, de nuevo con el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, como maestro de ceremonias. La bandera palestina ya ondeaba en Gaza y Jericó.
Rabin fue asesinado poco después. Netanyahu, entonces líder de la oposición, ganó las siguientes elecciones con un mensaje de crítica a los Acuerdos. Una vez en el poder, no los denunció y firmó dos documentos del proceso, menos importantes. En 2010 se filtró un vídeo en el que se jactaba de haber engañado a los estadounidenses y haber logrado detener virtualmente el proceso de Oslo.
Con la Segunda Intifada ya en marcha, israelíes y palestinos hicieron en 2001 un último esfuerzo para alcanzar un acuerdo definitivo. Fracasó, el derechista Ariel Sharón ganó los comicios y las Fuerzas Armadas israelíes reocuparon zonas de las que se habían retirado.
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