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El excanciller alemán Gerhard Schröder pierde en los tribunales el derecho a tener oficina y personal pagados con dinero público

El Bundestag le retiró el privilegio que tienen todos los antiguos jefes de Gobierno después de que se negara a condenar la invasión rusa de Ucrania

Gerhard Schröder
Grafiti en la East Side Gallery de Berlín que muestra al excanciller alemán Gerhard Schröder abrazándose con el presidente ruso, Vladímir Putin, en abril de 2022. "Dios mío, ayúdame a sobrevivir a este amor letal", reza el cartel.STRINGER (REUTERS)
Elena G. Sevillano

El excanciller se convirtió en un personaje profundamente incómodo para el actual jefe de Gobierno, el también socialdemócrata Olaf Scholz, cuando el líder ruso, Vladímir Putin, decidió atacar Ucrania. Tanto él como el presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, lanzaron sus incipientes carreras políticas bajo su sombra, pero la negativa de Schröder a condenar la invasión y el hecho de que no aceptara abandonar sus cargos en empresas públicas rusas les obligó a distanciarse de él. Lo hicieron en privado y en público. Una votación en el Bundestag en mayo del año pasado decidió despojar al excanciller de oficina y personal, que costaban alrededor de 400.000 euros al año.

Hasta su cierre, la oficina de Schröder constaba de cinco puestos ―aunque había empleados que ya habían renunciado a trabajar con él― y ocupaba siete salas en un edificio perteneciente al Parlamento en el bulevar Unter den Linden, frente a la Embajada de Rusia en Berlín. La pensión y el dispositivo de seguridad se mantuvieron.

El excanciller sigue sin condenar la invasión y durante meses mantuvo sus muy lucrativos puestos en consejos de administración de varias empresas estatales rusas, que llegaron a reportarle un millón de euros al año. La negativa a desmarcarse del Kremlin, en realidad, fue la guinda de sus casi dos décadas de trabajo indisimulado en su propio beneficio y el de un país extranjero.

Cumpleaños con Putin

Schröder se convirtió en un conocido lobista de los intereses rusos desde el mismo momento en que abandonó la cancillería al perder las elecciones contra la conservadora Angela Merkel en 2005. Hace muchos años que no le preocupan las apariencias. En 2014, celebró su 70º cumpleaños con Vladímir Putin en un hotel de San Petersburgo, cuando apenas habían transcurrido unas semanas desde la anexión ilegal de Crimea por parte de Rusia.

El comité de presupuesto del Bundestag que le retiró la asignación no hizo mención a las conexiones de Schröder con las empresas o el presidente rusos. La decisión se enmarcó en un cambio más amplio sobre los privilegios de los excancilleres, que hasta entonces podían mantener sus oficinas públicas durante años o décadas, ya que eran vitalicias. Los tres partidos de la coalición gobernante (socialistas, verdes y liberales) incluyeron la condición de que los exjefes del Ejecutivo sigan asumiendo tareas relacionadas con su antiguo cargo, como dar discursos o trabajar de algún modo por la imagen y el prestigio de su país. Con Schröder, completamente aislado políticamente, esa premisa no se cumplía.

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Abogado de profesión, Schröder decidió recurrir la decisión del Bundestag en los tribunales y alegó, entre otras cosas, que ni siquiera había podido comparecer para presentar alegaciones. El tribunal no le da la razón ni en la forma ni en el fondo. En primer lugar, asegura que debería haber dirigido la demanda contra el grupo parlamentario del SPD, que en realidad es quien le cedió las oficinas, y no contra la República Federal de Alemania. Además, los jueces señalan que no tiene derecho a la asignación porque ese privilegio no está recogido en las leyes alemanas pese a ser una costumbre con más de medio siglo de historia. Eliminarlo, por tanto, no viola su derecho a la igualdad de trato, como argumentaban los abogados del expolítico.

La decisión del tribunal este jueves ha reactivado el debate sobre los privilegios de los excancilleres y la necesidad de regular en qué casos deben garantizarse y cómo de generosa debe ser esa asignación pública. El Süddeutsche Zeitung se pregunta, por ejemplo, si Merkel “necesita nueve puestos, alguno de los cuales muy bien pagados” mientras está escribiendo sus memorias junto con su antigua jefa de gabinete, Beate Baumann, que sigue trabajando con ella en su oficina de excanciller. “Se necesita un número fijo de puestos de trabajo y un límite presupuestario y temporal”, sugiere la publicación.

La dirección del Partido Socialdemócrata (SPD) ha intentado desvincularse de Schröder hasta el punto de querer echarle. Porque sigue estando afiliado, para vergüenza de muchos de sus compañeros de militancia. Por ahora los intentos no han prosperado. En verano pasado, el comité encargado de dirimir su expulsión en Hannover, la ciudad de residencia del excanciller, determinó que no ha violado los estatutos de la formación.

Schröder fue líder del SPD entre 1999 y 2004 y ocupó la cancillería entre 1998 y 2005. En esos años al frente de la mayor economía europea forjó importantes alianzas con Putin, que se materializaron en la construcción del polémico gasoducto Nord Stream. La tubería transportaba gas ruso directamente a las costas alemanas por el lecho del mar Báltico. Berlín y Moscú acordaron la construcción del primer conducto (Nord Stream 1) en 2005, poco antes de que Schröder abandonara la cancillería. El segundo, Nord Stream 2, impulsado ya por Angela Merkel, llegó a terminarse, pero nunca entró en funcionamiento porque Scholz lo paralizó en respuesta a la agresión rusa a Ucrania.

La enorme dependencia que crearon esos vínculos con Putin puso en un brete al actual Gobierno alemán, que tuvo que buscar alternativas al gas ruso en plena crisis energética. Cuando estalló la guerra de Ucrania, el 55% del suministro de gas dependía del Kremlin y Alemania no tenía ni una sola planta regasificadora para importar gas natural licuado (GNL) por barco.

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Sobre la firma

Elena G. Sevillano
Es corresponsal de EL PAÍS en Alemania. Antes se ocupó de la información judicial y económica y formó parte del equipo de Investigación. Como especialista en sanidad, siguió la crisis del coronavirus y coescribió el libro Estado de Alarma (Península, 2020). Es licenciada en Traducción y en Periodismo por la UPF y máster de Periodismo UAM/El País.

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