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DISCURSO DEL ESTADO DE LA UNIÓN
Crónica
Texto informativo con interpretación

Sobre héroes y jueces como tumbas: el discurso de Biden desde dentro del Congreso

Demócratas y republicanos solo lograron ponerse de acuerdo en aplaudir la resistencia de un puñado de ciudadanos anónimos invitados por el presidente

discurso del Estado de la Unión
Desde la izquierda, en la fila de abajo de la tribuna de invitados, los padres de Tyre Nichols, Brandon Say, saludando, Bono, Paul Pelosi, y la embajadora de Ucrania, Oksana Markarova. En la fila de arriba se puede ver a la primera dama, Jill Biden.Sarah Silbiger (Bloomberg)
Iker Seisdedos

Asistir desde la tribuna de prensa (galería, en la jerga washingtoniana) al discurso del estado de la Unión se parece mucho a ver tocar a una orquesta un par de metros por encima del lugar en el que se coloca el director/orador, el presidente Joe Biden. Cerca de su batuta, en primera fila, estaban este martes por la noche las cuerdas: los miembros de su Gabinete a un lado, y, al otro, un grupo de jueces presentes y pasados del Tribunal Supremo. Estos fueron los únicos que permanecieron mudos como tumbas durante los 73 minutos, sin intermedio, de recital político, impasibles por la obligación obvia a la neutralidad que va implícita en sus cargos.

Tras ellos, se sentó el resto de los músicos: los intérpretes demócratas a la derecha, y los republicanos a la izquierda. Esta noche fue más fácil que de costumbre distinguir qué partitura tocaban unos y otros.

Los primeros se levantaban para aplaudir como equipados con un resorte en las piernas mientras Biden repasaba los logros de sus primeros dos años en la Casa Blanca, evitaba temas candentes ―los papeles clasificados que hallaron recientemente en su casa o el supuesto globo espía chino que ha provocado una crisis diplomática con Pekín― y llamaba a la unidad para seguir ahondando en su agenda: ayudar a Ucrania, hacer frente a China, invertir en infraestructuras, luchar contra la crisis de los opiáceos, reformar la policía... Era su segundo discurso como presidente y también una prueba a sus capacidades en duda para presentarse a la Casa Blanca. A estas alturas, parece convencido a lanzarse de nuevo, pese a su avanzada edad (cumplió los 80 en noviembre) y pese a que las encuestas no hablan precisamente de entusiasmo ante la idea entre los votantes, propios y mucho menos ajenos.

Vistos desde arriba, los republicanos, mayoría en la Cámara de Representantes tras las últimas elecciones, formaban una compacta marea de corbatas y trajes oscuros. Miraban sus móviles y parecían ensimismados en sus cosas: la lista de la compra, el partido del fin de semana, la cita con el médico, la obra teatral del nieto... A ratos, despertaban de su letargo y, por grupos, jaleaban por alusiones parte del discurso, cuando el presidente repasaba las medidas que algunos de ellos apoyaron en estos dos años de brega parlamentaria en los contados casos de bipartidismo que se permite la clase política de Washington en tiempos de polarización.

Y luego estaba la congresista republicana de Georgia Marjorie Taylor Greene, que ―vestida íntegramente de blanco y con el abrigo puesto (la Cámara de Representantes fue el martes más bien una cámara frigorífica; poner el aire acondicionado a tope es otra recia tradición política estadounidense)― ofreció un recital de abucheos, gestos disonantes y gritos a destiempo. ”¡Los chinos nos espían!”, decía. “¡Mentiroso!”, aullaba. “¡Asegure la frontera!”, bramaba.

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La representante republicana de Georgia Marjorie Taylor Greene expresaba su desaprobación durante el discurso de Biden.
La representante republicana de Georgia Marjorie Taylor Greene expresaba su desaprobación durante el discurso de Biden.WIN MCNAMEE (Getty Images via AFP)

En medio de su atonal sinfonía, la orquesta acertaba de vez en cuando con la misma nota, cuando el director daba paso a algunos de los solistas de la noche: la lista de invitados a una solemne ceremonia que regresaba a su máxima capacidad por primera vez desde que hace tres años estalló la pandemia.

En la tribuna de los agasajados estaba Bono, cantante de la banda irlandesa de rock U2 y activista global de cabecera, sentado al lado de Paul Pelosi, marido de la representante demócrata Nancy Pelosi. Esta atendía al discurso del presidente desde el foso por primera vez desde que cedió su puesto como speaker de la Cámara de Representantes al republicano Kevin McCarthy, a quien se le vio disfrutar como un niño con un juguete nuevo. Ese juguete era un mazo con el que dirigió una sesión en la que no hizo lo suficiente por aplacar a los suyos.

Paul Pelosi sufrió en noviembre el ataque de un fanático atiborrado de teorías de la conspiración que se presentó en la residencia conyugal en San Francisco en busca de su esposa y armado con un martillo. Biden lo citó para hablar de los peligros que, a su juicio, acosan a la democracia estadounidense por episodios como ese. Esa amenaza es uno de sus temas fetiche, y lo sacó para, de paso, citar el asalto al Capitolio. Durante el ataque a punta de martillo, Pelosi sufrió una fractura craneal, así que acudió al discurso tocado por un sombrero, pese a que las reglas de la Cámara lo prohíben.

A la izquierda de Bono y Pelosi estaba Brandon Tsay, el “héroe” de 26 años que durante las recientes celebraciones del Año Nuevo chino desarmó al tipo que acababa de matar a 11 personas en una sala de baile de Monterey Park (California) y evitó una tragedia aún mayor. A la derecha de la extraña pareja, escuchaba las palabras del presidente Oksana Markarova, la embajadora ucrania en Estados Unidos. Ya la invitaron el año pasado, cuando el primer discurso de Biden llegó a los seis días del inicio de la invasión rusa. Casi un año después, el final de la guerra se antoja lejos, pero el compromiso de Washington con la causa de Kiev permanece inquebrantable.

En el otro extremo de la fila, se sentaron RowVaughn y Rodney Wells, madre y padrastro de Tyre Nichols, un joven afroamericano de 29 años al que cinco policías, también negros, dieron una paliza mortal en Memphis. Hace solo unas semanas, los Wells no eran más que dos ciudadanos anónimos con problemas anónimos. El martes, daban la espalda a la primera dama, Jill Biden, y a Doug Emhoff, marido de la vicepresidenta, Kamala Harris, y se presentaban ante el país como la prueba doliente de un asunto que urge resolver: el de la brutalidad policial. Biden pidió a los congresistas que aparcaran sus diferencias y sacaran adelante una ley atascada en el Capitolio desde hace dos años. Al final del discurso del estado de la Unión, RowVaughn Wells estaba sentada en un pasillo del Congreso, con la cara cansada y las lágrimas secas, como si hubiera superado una nueva parada de su particular viacrucis de tragedia y atención mediática.

Hubo más héroes anónimos que atrajeron los focos: pequeños empresarios, inmigrantes, el padre de una víctima del fentanilo, hasta un superviviente del Holocausto. Heroínas como Sara, “orgullosa” integrante de la escuadrilla de los “vaqueros del cielo” que elevaron el perfil urbano de Cincinatti (Ohio) y que a Biden sirvió para defender su programa de inversión en infraestructuras. O Ava, que “tenía un año cuando le diagnosticaron un raro tipo de cáncer de riñón” y que siguió el discurso, contó el presidente, desde la Casa Blanca. Desde allí, la niña pudo escuchar las promesas del líder demócrata de reducir la mortalidad de la enfermedad a la mitad en los próximos 25 años.

Eso fue poco antes de que Biden pronunciara una de sus frases favoritas: “Somos Estados Unidos de América y no hay nada, nada que se sitúe más allá de nuestras capacidades si trabajamos juntos en ello”. Antes, también, de que republicanos y demócratas se escabulleran del hemiciclo y cada cual continuara tocando su propia partitura ante los medios que los esperaban en la Sala Nacional de las Estatuas del Capitolio.

El presidente estadounidense Joe Biden pronuncia el Discurso sobre el Estado de la Unión en la Cámara de Representantes del Capitolio de EE UU.Foto: Michael Brochstein | Vídeo: Reuters

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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