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Los niños ucranios también juegan a la guerra

Casi la mitad de los desplazados por el conflicto son menores de edad; más de 350 han muerto desde febrero. Los expertos alertan de la necesidad de atención psicosocial

Niños en Ucrania
Una trabajadora del centro de rehabilitación de Dzherelo, en Lviv (Ucrania), abrazaba este miércoles a Tigran, un niño desplazado de la ciudad de Mikolaiv. IHOR FEDORIV (Unicef)
Óscar Gutiérrez (ENVIADO ESPECIAL)

La primera palabra que dijo Richard, de tres años, fue “sí”. La pronunció el pasado 24 de febrero, el día en el que Rusia inició el ataque por tierra, mar y aire sobre Ucrania. Sus padres no sabían qué hacer, si marcharse de su casa en Sofiivska Borshchagivka, en la periferia occidental de Kiev, o no. Probaron a preguntar al niño, que es autista y aún no había pronunciado una sola palabra en su vida. Richard lo dijo, sí, que se fueran. Había entendido que algo estaba pasando y eso le llevó a hablar. Malvina Kozlovets, su madre, de 29 años, lo cuenta tratando aún de disimular el llanto con la risa. Hoy vive en la ciudad de Lviv, en el oeste del país, en donde Richard acude al centro de rehabilitación Dzherelo, uno de los mejores en Ucrania en el cuidado de los menores con discapacidad, muchos de ellos ahora golpeados también por la manaza de la guerra.

Porque la guerra machaca a todos, adultos y menores, pero los efectos en estos últimos se esconden quién sabe dónde para aparecer cuando uno menos se lo espera. Arrebata parte de su niñez y les priva de juegos y sueños. Según datos de Naciones Unidas, casi la mitad de los 6,6 millones de desplazados por el interior de Ucrania son menores de edad. Requieren atención psicosocial y un cuidado máximo para evitar que caigan en el tráfico de personas. Al menos 352 niños han perdido la vida desde febrero, una cifra que la ONU está en proceso de revisar y que, cuando finalice, se prevé mucho mayor.

El hijo de Malvina Kozlovets es uno del medio centenar de niños desplazados por la violencia que el centro de Dzherelo, de gestión municipal y, por tanto, limitado a pacientes de Lviv, ha podido atender gracias a la colaboración de Unicef. Malvina abandonó las afueras de Kiev con hermanos y sobrinos. El padre de Richard trató de alistarse en las Fuerzas Armadas sin éxito y se quedó para repartir con unos amigos ayuda humanitaria. Cuando el pequeño viajaba con la familia hacia Ivano-Frankivsk, primera parada de su huida, pronunció otra palabra: “Puf”. Acto seguido calló un proyectil.

-¿Le habla de la guerra?

-No le pongo las noticias, pero cuando estamos en la calle y vemos a los soldados le explico que son los que nos protegen. Se ha acostumbrado incluso a las sirenas y a veces hasta se duerme cuando suenan.

Ani Sokolovska, de 29 años, también ha construido una burbuja para proteger a su hijo Tigran, de seis años. Es el primer día que le trae a Dzherelo. No tiene diagnóstico aún; el menor cuenta con algunas deficiencias cognitivas. “Intento protegerlo”, cuenta mientras Tigran está en una clase, “no le hablo de la guerra; le digo que las bombas son fuegos artificiales”. Y lo dice porque las han sufrido y mucho en Mikolaiv, su ciudad natal, de la que llegaron el 21 de julio, hace un par de semanas.

Detrás dejaron un lugar aplastado a diario por los bombardeos rusos, uno de los focos más calientes en la costa del mar Negro. Les costó huir porque esperaban noticias del padre de Tigran, militar destinado en Mariupol ya antes del inicio de la invasión y que con la capitulación de la ciudad fue detenido y llevado, según la información que Sokolovska ha logrado reunir, a Sebastopol, en Crimea, bajo ocupación rusa. El niño no sabe nada de esto, sobra decir. “Le cuento que el padre está trabajando”, relata la joven entre lágrimas, “que va a volver pronto”. Pero hay algo dentro que no se puede frenar. “El otro día vio un vídeo en el que un militar tocaba el violín y entonces sí que empezó a llorar y gritar, a pedir que volviera su padre”.

Tigran regresa de su clase y le preguntan cómo le fue. “Normal”, dice. O sea, ni fu ni fa.

Una de las unidades móviles de Unicef se ha trasladado hasta el parque de Stryiskyi, uno de los más bonitos y más antiguos de la ciudad de Lviv, y lugar en el que se levantaron los primeros módulos de viviendas para los que huían de la guerra. Aún viven allí 300 personas. La coordinadora de esta unidad es Olesga Danishenko. Lo difícil para ellos es lograr, sin presión, que los niños cuenten lo que sienten, que se comuniquen. Y de primeras no lo hacen. “Creen que hay una manera de sentirse que es buena y otra que es mala”, explica esta trabajadora. Y como la actual no es buena, se la guardan. “Se sienten ansiosos porque dejaron sus casas”, continúa, “porque están en un nuevo sitio, nueva gente y nuevo estilo de vida”.

Dos niños jugaban a las damas este miércoles junto al módulo de viviendas para desplazados ucranios, en el parque de Stryiskyi, en Lviv.
Dos niños jugaban a las damas este miércoles junto al módulo de viviendas para desplazados ucranios, en el parque de Stryiskyi, en Lviv.IHOR FEDORIV (Unicef)

Es difícil hablar con los más pequeños, pero hay que intentarlo. Los niños van y vienen por el parque como si fuera su pequeño país, dan abrazos a los empleados que les asisten, que juegan con ellos, y siguen corriendo con toda libertad. Dos de ellos juegan a algo parecido a las damas.

―¿Qué es la guerra, Yaroslav?

Tiene siete años y sigue a lo suyo, no quiere contestar, quiere ganarle a su amigo Timofiy, de ocho años, y ese hombre que pregunta es un desconocido. Hay que insistir de otro modo:

―Yaroslav, tú que ya eres mayor, ¿cómo le explicarías a una niña de cinco años qué es la guerra?

―Cuando alguien dispara.

El tablero con las fichas se queda quieto un instante. Timofiy también quiere responder: “La guerra es cuando vuelan los misiles y golpean o no en edificios, y explotan o no”. Saben lo que dicen porque, además, juegan a ello, a ser militares y combatir, mucho más que antes, según han identificado las trabajadoras que les acompañan a diario.

Danishenko admite que hay padres que no conversan con los menores; a veces no saben cómo hacerlo, o no está dentro de sus prioridades. Olga Moskal, de 42 años, de Sviatohirsk, en la provincia de Donetsk, es madre soltera. Es de las que prefiere no hablarlo con sus hijos, uno de 11 años y otro de tres. Pero el mayor ya entiende. Es muy tímido, pero comprende bien. “Lloraba de vez en cuando y le decía que se me había metido algo en el ojo, pero ya sabe por qué lloro”. El niño también lo hace, más que antes de la guerra.

La cifra de desplazados no es la que era tras el inicio de la campaña militar rusa, pero se mantiene e incluso registra algunas subidas. Según el último informe de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), fechado el pasado 23 de julio, la cifra de ciudadanos que huyeron de sus casas para buscar refugio en otras regiones de Ucrania creció un 6% en un mes, hasta llegar a esos 6,6 millones.

En torno a Novoiavorivsk, de camino hacia la frontera polaca, aún viven alrededor de 1.400 desplazados, la mayoría llegados desde la región de Donbás, en el este del país, principal frente de la actual ofensiva de Moscú. En un salón de un antiguo balneario de tiempos de la URSS se reúne un grupo de adolescentes. Son tímidos; parece que la cosa no va con ellos. Bodham, de 13 años, supo por la información de grupos de Telegram que su ciudad, Lisichansk, en la provincia de Lugansk, había caído. Les pasan muchas cosas, pero él no tiene la sensación de estar perdiendo su infancia. “Puedo salir a la calle, a veces voy a un skatepark, tengo amigos nuevos”, dice el chaval, con una voz extremadamente bajita, pero risueño y de ojos sinceros.

Tres adolescentes del centro de desplazados en la localidad de Novoiavorivsk, en el oeste de Ucrania, este miércoles.
Tres adolescentes del centro de desplazados en la localidad de Novoiavorivsk, en el oeste de Ucrania, este miércoles.IHOR FEDORIV (Unicef)

Artem tiene 16 años. Las madres que andan viendo lo que sus niños dicen le presentan como un campeón de natación. Quizá eso echa en falta ahora, dice, no poder nadar como en Lugansk. Pero poco más. “No noto nada diferente, no siento nada”. Quiere ser maquinista, eso lo tiene claro. Veronica es de su misma edad. Tiene la cabeza gacha desde que se sentó. Juega con las manos y se muestra pensativa. Parece que tiene la cabeza llena de cosas. Llegó el 8 de abril de Jersón, localidad del este muy castigada por las tropas rusas, junto a su madre, su hermana y un sobrino. “No creo que la guerra vaya a acabar pronto”, afirma.

―¿Habla con su madre de ello?

―No.

―Aunque le esté cambiando la vida tanto.

―Si pasa algo, lo hablamos, pero pocas veces.

No necesita más, dice Veronica. Mañana tiene la prueba a distancia que le puede dar acceso a la Universidad. Ella quiere aprobar y seguir estudiando. Su vida sigue.

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Sobre la firma

Óscar Gutiérrez (ENVIADO ESPECIAL)
Periodista de la sección Internacional desde 2011. Está especializado en temas relacionados con terrorismo yihadista y conflicto. Coordina la información sobre el continente africano y tiene siempre un ojo en Oriente Próximo. Es licenciado en Periodismo y máster en Relaciones Internacionales

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