Una epidemia de violencia vial recorre las calles de Nueva York con cifras récord de siniestralidad
Los radares se desconectan por la noche y los fines de semana y el exceso de velocidad provoca frecuentes accidentes mortales
Las promesas de regeneración de tantos males urbanos que en su día alentó la pandemia no han tardado en desinflarse en Nueva York en lo relativo al tráfico. La nueva normalidad no solo no ha supuesto un mayor uso del transporte público, un sistema disfuncional y deficitario, sino un aumento del uso del coche que desde 2021 está provocando cifras de siniestralidad sin parangón. Al aumento de los accidentes de tráfico no es ajena la desconexión del sistema de radares de velocidad de la ciudad, que por ley estatal apaga sus cámaras de 10 de la noche a seis de la mañana y durante los fines de semana. Los atropellos mortales a consecuencia del exceso de velocidad, con peatones y ciclistas como víctimas propiciatorias, se han convertido en un hecho cotidiano, hasta el punto de ser definido por agentes sociales como una “epidemia de violencia vial”.
El tráfico rodado dice mucho de una ciudad, y en el caso de la Gran Manzana, también de la desigualdad del diseño urbano. Las muertes han aumentado un 29% con respecto a 2018, el año más seguro de Vision Zero, un plan municipal para prevenir accidentes que lanzó en 2014 el entonces alcalde Bill de Blasio. Varios factores definen el fenómeno entre el alud de estadísticas: víctimas mortales cada vez más jóvenes (un 11%, menores de 18 años), incremento de conductores que se dan a la fuga después del choque o atropello (un 129% más en el segundo trimestre, con respecto a ese periodo de 2019), y una cifra tres veces más alta de víctimas entre usuarios de bicis, patinetes y motocicletas en Brooklyn. Pero el distrito peor parado es el Bronx: con la misma población potencial de ciclistas que los otros cuatro, registró este semestre más muertes que antes de la implementación de Vision Zero.
Son datos de Transportation Alternatives (TA), la principal organización en el ámbito de la movilidad, en una ciudad donde, a excepción del bien comunicado Manhattan, el resto de distritos queda al albur de una red de autobuses públicos lentísimos (los más lentos del país, 8 millas por hora, 12km/h) o, con suerte, de una boca de metro seguramente inaccesible para personas con movilidad reducida. Solo alrededor del 25% de las 472 estaciones del metro, que aún no se ha repuesto económicamente de la pandemia, disponen de rampas o ascensores, un clamoroso déficit que la autoridad del transporte prevé paliar para 2055, haciendo el 95% de las bocas accesibles. Muévase quien pueda, y como pueda, parece ser el lema de una ciudad exigente también en el transporte.
Hace poco más de un mes, en un tramo semipeatonal junto al emblemático edificio Flatiron, un taxi se llevó por delante a un grupo de turistas latinos, con varios heridos graves. Tres adolescentes murieron recientemente en un choque frontal en Staten Island, un fin de semana. Una mujer perdió la vida tras ser arrollada por un coche mientras empujaba el cochecito de su bebé, mientras el conductor se daba a la fuga, en el Bronx. Karina Larino, de 38 años, murió en abril en Astoria, atropellada en un cruce con mala visibilidad por una conductora demasiado veloz. “No se dio a la fuga, pero llamó primero a sus hijos en vez de avisar a la policía, con el cuerpo de mi hija bajo las ruedas”, recuerda entre sollozos Carmen Larino. “Mi hija volvía a casa del trabajo, estaba oscuro y llovía, el coche entró a mucha velocidad bajo un puente por el paso donde mi hija cruzaba. La mitad de su cuerpo quedó bajo el auto, con las costillas hundidas y una de ellas le penetró el corazón. Dos policías que estaban cerca oyeron el golpe y acudieron”, prosigue Carmen Larino, enfermera jubilada. “Lo que más rabia me da, además del dolor, es que no le hayan quitado la licencia, esa mujer vive por esta zona y todavía conduce…”.
A la conductora le han leído los cargos y el juicio está previsto para septiembre. “Las cámaras de velocidad lo grabaron todo”, añade la mujer, que el mes pasado empezó a colaborar en la asociación Familias por Calles Seguras (Families for Safe Streets), “para contribuir a que nadie pase por lo que estamos pasando”. A su juicio, la receta para evitar accidentes es el control de la velocidad, un mejor alumbrado de las calles y más policías de tráfico, “porque de noche no los hay”.
El llamativo apagado de los radares de velocidad -el programa Vision Zero la limitó a 25 millas por hora, 40km/h- se remediará a partir del 1 de agosto, recuerda Cory Epstein, portavoz de TA, tras la intensa presión sobre las autoridades de centenares de grupos, porque, recuerda, “la gran mayoría de los siniestros suceden por la noche y los fines de semana”. Anna Melendez, coordinadora de organización de la ONG, considera que el quid está en el diseño urbano, y en concreto en el hecho de que las calles no estén pensadas para un uso compartido. “Están diseñadas para los coches, y para coches rápidos”, subraya.
La pandemia, lejos de constituir un remanso de tiempo y espacio para repensar la coexistencia viaria, vació las calles “y los coches pudieron usarlas a voluntad, con menos controles, menos vigilancia y a mayor velocidad”, añade Melendez. Todo, no obstante, se reduce a “malas infraestructuras, mal diseño”. Y a un reparto desigual de intereses: “Del espacio público, el 51,4% está ocupado por coches en movimiento [calzadas]; el 24,8%, por plazas de aparcamiento para coches, el 22,7% son aceras y el resto, un 0,96%, carriles bici y Open Streets”, calles cerradas al tráfico a raíz de la pandemia para favorecer el consumo en terrazas, en un programa que se ha convertido en permanente.
En el área metropolitana de Nueva York hay, según el Departamento de Transporte, un millar de cruces peligrosos, o puntos negros, como el escenario del atropello mortal de Karina Larino. Añádanse la existencia de vías rápidas de varios carriles que a menudo dividen como una puñalada un barrio -una cicatriz urbanística reseñable en los distritos de la periferia, más desfavorecidos- y la circulación por cualquier calle de camiones de gran tonelaje -en EE UU el tamaño lo es todo-, para entender el fracaso de una iniciativa como Vision Zero, “que ha ido a peor”, recuerda Melendez.
Tres muertos al día en la ciudad
Según esta ONG, los accidentes de tráfico matan a un promedio de tres neoyorquinos diariamente y lesionan gravemente a cientos más, con consecuencias muchas veces de por vida y el correspondiente gasto sanitario. En todo el Estado, las muertes por accidentes de tránsito han aumentado un 20% desde la pandemia y esa sangría cuesta unos 15.000 millones de dólares al año.
Ghost Bikes (bicis fantasmas) es una iniciativa que arrancó en Misuri en 2003 y que con bicis pintadas de blanco, atadas a una farola o un indicador próximo al lugar del siniestro, recuerdan por toda la ciudad a los ciclistas atropellados. Hay cientos, con una placa que identifica a la víctima para que la siniestralidad salga del anonimato de la estadística. También son una declaración silenciosa en defensa de la seguridad de los ciclistas. Los riesgos de moverse sobre dos ruedas son notorios en Nueva York, bien lo sabe Gustavo Ajche, fundador del sindicato Los Deliveristas Unidos, repartidores a domicilio que usan la bici como herramienta de trabajo.
“La bici, sobre todo los modelos eléctricos, es rápida y te permite moverte con más facilidad, pero los coches se siguen sintiendo los dueños de la calzada. Hemos invertido en campañas de educación vial para nuestros compañeros, acerca por ejemplo del uso del casco y una conducción razonable. Pero los fines de semana, cuando hay más ajetreo [de repartos], coincide también un incremento de la velocidad [de los coches]. Dos compañeros han sufrido accidentes recientemente, uno de camino a casa y el otro, que se recupera, a las ocho de la mañana de un día feriado por culpa de una conductora demasiado rápida. El siniestro ocurrió a la puerta de un colegio, imagínese lo que habría supuesto eso en un día hábil… probablemente más víctimas”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.