Kiev trata de olvidar lo peor de la guerra: “Da miedo acostumbrarse a las sirenas de alarma”
La capital ucrania anuncia que parques y plazas están libres de explosivos y los teatros vuelven a la normalidad, pero los ciudadanos arrastran las consecuencias de la agresión rusa
Unos jóvenes con togas y birretes se hacen selfis con sus flamantes títulos universitarios, pero al preguntarles cómo lo van a celebrar dicen que solo piensan en empezar a trabajar para donar dinero al ejército. Dos hombres vestidos de militar disfrutan de un refresco a la sombra de un árbol, pero la tranquilidad que aparentan es solo una fachada: al día siguiente vuelven al frente de guerra. Dos chicas ríen en el banco mientras comparten confidencias, pero, cuando se indaga un poco sobre sus vidas, cuentan que acaban de volver tras meses refugiadas en otra ciudad y que la invasión ordenada por Vladímir Putin las ha dejado sin trabajo.
Kiev se parece estos días a una caja de espejos en la que nada es lo que parece. La capital ucrania vive un tránsito de la primavera al verano espectacular, que a veces lleva a uno a olvidarse de que está en un país en guerra. Pero basta preguntar a cualquiera para comprobar que si esto es normalidad, es muy extraña. Cada persona es una fuente de historias apasionantes, y en su mayoría bastante tristes.
El Ayuntamiento de la capital ucrania acaba de anunciar que los ciudadanos pueden volver a los parques y plazas sin riesgo: todos han sido inspeccionados en busca de explosivos, y solo seis quedan por ahora cerrados. Los teatros han ido abriendo poco a poco —primero fueron las obras que se representaban en subterráneos—, pero han tenido que adelantar su horario por el toque de queda que rige en Kiev de las 23.00 a las 5.00 horas. Así que los espectadores tienen ahora que acostumbrarse a ver las obras a primera hora de la tarde. Además, el tradicional Teatro de Drama Ruso ha reabierto, aunque con un ligero cambio: todo su repertorio, antes del 24 de febrero en el idioma de León Tolstói, se representa ahora en ucranio. Este salto lingüístico ha provocado, además, la reconciliación con su tradicional rival, el teatro Ivan Franko, que ha trasladado sus representaciones al escenario del Drama Ruso por motivos de seguridad, ya que su sede está justo enfrente del palacio presidencial.
Normalidad con toque de queda
Todo esto haría pensar en una relativa vuelta a la normalidad en Kiev, aunque esta sea con toque de queda y un paisaje de sacos terreros y controles de seguridad en las afueras. También se oye de vez en cuando alguna sirena que alerta del riesgo de ataque aéreo, pero nadie parece prestarle demasiada atención. Un paseo por el parque Taras Shevchenko, enfrente de la Universidad, parece confirmar esta impresión de tranquilidad. Pero Lena Karchevska, de 23 años, se niega a hablar de esa supuesta normalidad: “Es muy duro. Ahora estamos aquí tomando el sol a gusto, pero da miedo acostumbrarse al ruido de las sirenas”. Además, Karchevska admite que le resulta imposible abstraerse de lo que pasa en el resto del país. Pensar en Mariupol y en otras tantas ciudades castigadas por los rusos le impide estar tranquila. El padre de uno de sus mejores amigos ha ido a luchar en el frente. ¿Sabe cómo está? “No, solo que está vivo”, responde.
Tampoco quiere usar la palabra normalidad Natalia Hurinenko. Antes del 24 de febrero, día en el que irrumpieron las tropas de Moscú, esta chica de 20 años llevaba una vida convencional como estudiante de gestión empresarial. Pero al empezar la guerra decidió que tenía que contribuir, así que hizo un curso de primeros auxilios y ahora viaja por distintas unidades militares para instruir a los soldados sobre cómo hacer torniquetes y lidiar con hemorragias masivas. El día anterior llegó de un centro a 30 kilómetros de la línea del frente, cerca de Severodonetsk, la localidad del este que los rusos ya controlan prácticamente en su totalidad. Reconoce que ha tenido problemas con sus padres porque no quieren que su hija se exponga a peligros. “Pero tengo que hacer algo por mi país”, dice con una sonrisa. En el parque está con su ordenador, haciendo deberes de su primera vida, pero dice que en cualquier momento la pueden llamar para que vuelva a la segunda, la de instructora de soldados. “No entiendo muy bien que aquí, en este parque, estemos haciendo como si no pasara nada”, se despide.
Un admirador de Jordi Savall
Porque es verdad que mientras la gente pasea, charla animadamente en los bancos o juega al ajedrez o al backgammon en el parque, las malas noticias no paran de llegar. Como que, según el alcalde de Mariupol, Vadim Boichenko, en la ciudad controlada por los rusos 100.000 personas no tienen acceso a agua potable; o que en Odesa, en el sur del país, se han registrado varias explosiones; o que los misiles rusos caídos en la provincia de Dnipró, en el sureste, han matado a tres personas. Taras Kempanichenko tiene noticias de primera mano sobre estas tragedias. En Ucrania es un conocido compositor que toca la lira y la bandurria. Se declara apasionado de la música barroca y del violagambista catalán Jordi Savall. Pero la guerra le ha obligado a cambiar los instrumentos por las armas. Al día siguiente irá al frente de Donbás. Una amiga suya acaba de enterarse de la muerte de su hijo en la guerra. Un caído más en una guerra que cada día cuesta la vida a más de 100 ucranios.
Daniel Trubnikov, de 22 años, se hace fotos con tres amigos frente a la Universidad Nacional Shevchenko, en la que acaba de graduarse en Finanzas y Banca. Se le nota pletórico, pero a ratos parece avergonzarse de su alegría. ¿Cómo vas a celebrarlo? “Me gustaría ir a un club, pero están cerrados”, responde en un primer momento. Luego lo piensa mejor y añade: “Pero entiendo que en estas circunstancias estén cerrados. Realmente no tenemos ganas de festejos. Iremos a comer algo y ya está. Lo que queremos es empezar a trabajar para ganar dinero y poder hacer donaciones a nuestro ejército”. No queda muy claro si es lo que realmente piensa o lo que cree que debe responder ante un periodista extranjero. Pero sí deja claro que en Kiev sigue habiendo pocos motivos de celebración.
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