El interminable duelo de Bucha: los vecinos aún buscan a familiares asesinados por los rusos
A la sombra de posibles crímenes de guerra, los vecinos siguen identificando a algunos de los más de 400 civiles que murieron durante la ocupación rusa de esta localidad a las puertas de Kiev
En la parte de atrás de la morgue de Bucha, un gran camión frigorífico cargado de cuerpos explica todavía hoy la dimensión de la tragedia sufrida por esta localidad cercana a Kiev y el trabajo que queda pendiente. Un operario va abriendo las cremalleras de las bolsas mortuorias. Se asoma impertérrito al interior de cada una. Las mueve como si fueran paquetes de un lado a otro del remolque del tráiler. Cuesta imaginar que lo que hay dentro son personas, pero él solo no tiene otra manera de llevar a cabo tan ingrata tarea. Va tocado con una gorra, pero no lleva ni uniforme. Solo unos guantes de goma. Ni siquiera se cubre el rostro con mascarilla y, a tres metros de distancia, la pestilencia es insoportable.
La localidad de Bucha, a las afueras de Kiev, cuenta ahora con dos cementerios. Uno, el camposanto de toda la vida. Ese en el que reposan los muertos. Muchos son los más de 400 civiles que, según las autoridades municipales, han perdido la vida durante la ocupación rusa bajo la sombra de posibles crímenes de guerra. Algunos fueron torturados y asesinados a sangre fría con disparos a corta distancia mientras tenían las manos atadas, según las primeras investigaciones. El otro cementerio es nuevo. Se trata de una explanada a la que han ido a parar, junto a vehículos particulares acribillados, los restos de los carros de combate y demás chatarra del Ejército que el presidente Vladímir Putin envió en su intento de conquistar la capital de Ucrania.
Transcurridas seis semanas de la retirada de las tropas rusas, en Bucha, una localidad con unos 30.000 residentes, preocupa más cerrar el duelo de sus vecinos que el fututo de la chatarra militar que se acumula en la localidad. En paralelo a las investigaciones sobre los posibles crímenes cometidos por las tropas rusas antes de su retirada a finales de marzo, los ciudadanos intercambian información a través de la red social Telegram que pueda serles de ayuda. A veces son fotos macabras y dolorosas, pero que pueden acabar siendo la llave que les abra la puerta para recuperar el cuerpo de ese familiar al que siguen buscando.
Ante los casos sin cerrar, en la morgue, en el recinto del hospital, hay un goteo de familias. Un nutrido grupo de agentes científicos de la Gendarmería francesa abandona las instalaciones. No están autorizados a dar detalles de su misión. Mientras, policías locales con listas y la documentación de cada caso se coordinan con los ciudadanos que acuden a reconocer cuerpos o a que estos les sean entregados para proceder a enterrarlos.
Sasha, de 57 años, apura un cigarrillo mientras espera noticias de los restos de su hermano mayor. Serguéi, de 63, que vivía en una casa de campo que fue bombardeada. Apenas se han hallado dos kilos de huesos y vísceras enterrados junto a otros dos cadáveres, cuenta Sasha sin ahorrar detalles. “No queda nada del rostro y la cabeza, pero lo he identificado en las fotos por los tatuajes del brazo y la mano, y la marca de una operación de apendicitis”, añade. La madre de ambos, de 85 años, no sabe todavía nada.
A las puertas de las instalaciones se van acumulando camillas con las bolsas, blancas o negras, que contienen los cadáveres. Cada uno de ellos está identificado con un número. Un empleado ataviado con uniforme azul y delantal marrón saca al 373 y lo coloca junto al 370 y al 372. En un silencioso desfile, pocos minutos después sale con otro. El viento se encarga de esparcir el aroma a muerte mientras el operario conversa con uno de los policías.
Pendiente de ese baile de camillas y ayudada por un militar está Ludmila, de 55 años, en compañía de su hija. Acaban de regresar de República Checa, donde se refugiaron cuando Bucha fue ocupada. La mujer busca un número, el 346. Es el que corresponde con su hijo Danilo, que murió a finales de marzo de un disparo. Cuenta sin derramar ni media lágrima que fue enterrado en una tumba improvisada junto a su casa de Vorzel, a las afueras de Bucha, y que posteriormente, con la salida de los rusos, trasladaron el cuerpo a la morgue de Bila Tservka, al sur de Kiev. Este jueves estaba citada en Bucha para cerrar el proceso y poder enterrarle.
Transcurrido un rato, las dos se colocan junto a las puertas abiertas del remolque del camión cargado de cadáveres. Siguen con atención el ruido de las cremalleras y el crujir del plástico de las bolsas. Intercambian algunas palabras con el empleado, que se mueve con familiaridad entre los muertos. El policía observa la escena a cierta distancia. Mientras, un grupo de personas canta acompañado de una guitarra alrededor del féretro abierto de un hombre que ha fallecido por causas naturales. No han concluido los acordes cuando el número 346 parece ser uno de los cuerpos almacenados en el tráiler.
Ludmila y su hija se habían preparado y reciben la noticia sin aspavientos ni lamentos. Máxima frialdad. La bolsa que contiene a Danilo es bajada a una furgoneta e introducida en un féretro. Las dos se asoman para reconocerlo cuando el empleado desliza la cremallera. En un proceso de pocos segundos, Ludmila afirma inclinando levemente la cabeza.
Como los cadáveres de esos vecinos, muchos aún pendientes de identificar, los esqueletos chamuscados e inservibles de los blindados rusos yacieron bombardeados durante semanas en la calle de la Estación de Bucha. Hoy, la rebautizada popularmente como avenida de los tanques luce flamante y limpia bajo el sol primaveral y en medio del verdor explosivo de la vegetación. Por allí merodea un señor mayor que escudriña el suelo con la mirada a la caza de restos. Es Ivan Petrovich, un antiguo piloto militar de 76 años, que es director del Museo Nacional de la Batalla por Kiev, sobre la II Guerra Mundial. La pulcritud de la calle parece no motivarle tanto como el cementerio de vehículos blindados, hacia donde se dirige con su equipo. Además de las investigaciones y posibles cargos contra Rusia, cree, acorde con su trabajo, que hay que cuidar también la memoria. Por eso reflexiona en alto sobre la posibilidad de realizar una exposición sobre la actual contienda mientras camina en medio del polvo delante de uno de los carros de combate enemigos destruidos, en el que se lee: “Putin, gilipollas”.
Primer juicio por crímenes de guerra
El primero de los juicios sobre posibles crímenes de guerra cometidos por las tropas rusas durante la invasión de Ucrania ha vivido este viernes su vista preliminar. El soldado Vadim Shyshimarin, de 21 años, llegó cabizbajo, con la cabeza rapada y esposado con las manos a la espalda a una celda de cristal rodeada de reporteros, según imágenes difundidas por distintos medios de comunicación. Está acusado de matar de un disparo en la cabeza a un civil desarmado de 62 años.
El soldado iba en compañía de otros cuatro militares del Ejército ruso a bordo de un coche que habían robado. Trataban de recuperar el contacto con su unidad de tanques cuando observaron a un hombre hablando por su teléfono móvil, según el informe del fiscal que cita la agencia Reuters. El acusado recibió la orden de disparar para evitar que alertara de la presencia de los uniformados rusos. Los hechos ocurrieron el pasado 28 de febrero en la localidad de Chupakhivka, en el noreste del país. La audiencia se retomará el próximo 18 de mayo.
El Gobierno de Kiev estima que las investigaciones pueden conducir a unos 10.000 casos de posibles crímenes de guerra cometidos durante la invasión ordenada por el presidente de Rusia, Vladímir Putin, el pasado 24 de febrero. Las autoridades de Moscú niegan las acusaciones y, en casos como la matanza de civiles cometida en Bucha, afirman que es un montaje de los ucranios.
Las autoridades locales investigan también la muerte de dos hombres desarmados en los alrededores de Kiev por disparos de militares rusos, según unas imágenes hechas públicas el jueves por las cadenas CNN y BBC.
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