Osetia del Sur y Abjasia, el ancla de Rusia en Georgia
Tras la guerra de los Cinco Días con Tbilisi, Moscú intervino en los territorios secesionistas y terminó reconociéndolos. Ahora, el Kremlin agita en Ucrania la amenaza de un escenario similar
Una cochambrosa valla con enrevesada concertina divide, como una oxidada cicatriz, la aldea georgiana de Dvani. A un lado, un cartelón verde informa, en ruso y osetio, que tras el alambre está Osetia del Sur. Junto al letrero, que apareció de la noche a la mañana, varias cámaras velan para que nadie cruce hacia el territorio, autoproclamado independiente de Georgia hace algo más de tres décadas. Osetia del Sur —con el firme apoyo político, económico y militar de Moscú, que mantiene bases en la zona— se ha convertido en una pequeña fortaleza.
El costurón de postes y trincheras se mueve de vez en cuando. Sobre todo durante la noche. Elástico, absorbe sorpresivamente dentro de la franja algo más de terreno, un pasto, un viñedo, explican los granjeros y Giorgi y Maria Iosebitze, que viven en otro pueblo junto a la línea, eluden acercarse al alambre; ni siquiera para ir a buscar a algún cabrito aventurero, por miedo a ser “secuestrado por los rusos”. La región tiene su propia pequeña fuerza de seguridad, pero es el servicio fronterizo de Rusia —dependiente del Servicio Federal de Seguridad, una de la agencias de inteligencia herederas del KGB— quien custodia lo que para Moscú es una “frontera”. La valla recorre un centenar de kilómetros de los 391 de línea administrativa hacia Osetia del Sur. Una franja que las patrullas de la misión de monitoreo de la Unión Europea en Georgia (EUMM) recorren día y noche, con sus coches azules y sus chalecos con la bandera de la UE.
A unos cuantos kilómetros dentro de esa línea, a vista de prismáticos, una bandera rusa ondea en un edificio que los soldados enviados por Moscú emplean como base en Osetia del Sur. La zona se considera un territorio de postconflicto. Junto a Abjasia, otra región secesionista georgiana, es uno de los espacios problemáticos heredados de la Unión Soviética. En verano de 2008, tras una operación en Osetia del Sur del entonces presidente georgiano Mijaíl Saakashvili, el ejército ruso intervino en la región y repelió el ataque. Reinaba entonces —como ahora con Ucrania— un clima de tensión con Tbilisi por sus aspiraciones de entrar en la OTAN.
La conocida como guerra de los Cinco Días se saldó con algo más de 600 muertos y con el reconocimiento como Estados por parte de Rusia de Abjasia y a Osetia del Sur (que reconocen ahora también Venezuela, Nicaragua, Siria y Nauru), que en Georgia se consideran “territorios ocupados”. Moscú colocó allí a soldados “pacificadores” —que se han convertido en soldados acuartelados en bases militares, unos 13.000 entre las dos regiones, según cálculos de Tbilisi— y forzó la salida de mediadores y observadores internacionales. Pese a los acuerdos, tampoco se permite la entrada de la misión de la EUMM, apunta su director, Marek Szczygieł.
Ahora, en un momento de alta efervescencia entre Rusia y Occidente por la concentración de tropas a lo largo de las fronteras con Ucrania y las alertas de las agencias de inteligencia de EE UU de que Moscú podría estar preparando una nueva invasión del país vecino, muchos observadores miran hacia Georgia, un pequeño país de 3,7 millones de habitantes que la Alianza Atlántica y la UE consideran un aliado importante en el mar Negro. El Kremlin ha aludido varias veces a la guerra de Georgia como una amenaza hacia Kiev. Rusia, que se anexionó en 2014 la península ucrania de Crimea con un referéndum ilegal, apoya a los separatistas prorrusos que combaten contra el ejército ucranio en la región del Donbás, donde las autoridades rusas han entregado alrededor de un millón de pasaportes rusos. Este factor podría ser la excusa, según los observadores, para intervenir de manera abierta y caliente en un conflicto que va a cumplir ocho años.
Rusia avanza en su fijación por determinar la orientación exterior del espacio postsoviético, resuelve Nikoloz Samkharadze, que encabeza el comité parlamentario de Asuntos Exteriores. El diputado remarca que el Kremlin emplea a Osetia del Sur y Abjasia como “punto de apoyo” para tratar de “desestabilizar” Georgia. Osetia del Sur hace años que se blindó y cerró casi todas las vías de entrada desde la línea administrativa de Georgia. Abjasia, en el mar Negro, que se ha convertido en una zona vacacional para los rusos por su buen clima, se cerró casi por completo hace dos, dice Tbilisi. Ambas regiones han aprovechado la crisis del coronavirus para enrocarse aún más.
Paata Zakareishvili, antiguo ministro de Reconciliación de Georgia, cree que a ese aislamiento han contribuido también los sucesivos gobiernos, que han “empujado” a surosetios y abjasios aún más en brazos del Kremlin. “Rusia gobierna a través de los territorios ocupados y les ofrece cosas que nosotros no ofrecemos. Hay que hallar un lenguaje común con ellos, eso no llevará a que Rusia se vaya pero sí a que se debilite”, sostiene Zakareishvili. En 2014, Rusia y Abjasia firmaron un acuerdo de amistad, en base al cual han creado agrupaciones militares, policiales y de seguridad comunes.
El aislamiento afecta de manera severa a la ciudadanía de ambos territorios, que han ido perdiendo habitantes en una población ya mermada. La guerra de los Cinco Días ya provocó unos 25.000 desplazados internos que, como Ekaterine Zaridze, tuvieron que abandonar sus casas de la noche a la mañana. Zaridze vive desde entonces en Tserovani, el mayor asentamiento de desplazados de Osetia del Sur, que se ha convertido en permanente. Es de los “afortunados”, dice la mujer: las casas tienen agua corriente y baño, explica. Además, hay un consultorio médico, una oficina de banco y un colegio que tiene un millar de alumnos. “Incluso después de tantos años, la integración es un reto”, asegura Zaridze, una de las fundadoras de la ONG For Better Future, que pone en marcha proyectos en los asentamientos. Hace mucho que Zaridze no visita su antiguo pueblo, cuenta. Nana Chkareuli y Ana Akhkouri, dos jóvenes asentadas también en Tserovani, visitaban cada semana, con un permiso especial de las autoridades surosetias, a algún familiar que les quedaba en Osetia del Sur. “Eso se termino en 2018″, aseguran.
La misión de la EUMM velaba por esas comunicaciones y también por el acceso a los servicios médicos de calidad o beneficios sociales de surosetios y abjasios, cuenta su director. El equipo europeo tiene una línea caliente para resolver casos de detenciones, recuperar ganado extraviado, como el que tanto le preocupa a la familia de granjeros Iosebitze, y realiza reuniones de seguimiento con funcionarios de Georgia, Rusia y los dos enclaves. Y en tiempos de pandemia su mediación para lograr asistencia sanitaria también ha sido clave. El trabajo de la misión en el territorio de postconflicto va más allá, explica el jefe de la EUMM Marek Szczygieł. “Además, monitorizamos e investigamos amenazas híbridas”, comenta, “la intensificación de diferentes tipos de publicaciones que intentan socavar la confianza en las instituciones estatales o en las organizaciones internacionales, incluida la Unión Europea”, dice. También noticias falsas, teorías conspiratorias, discursos antivacunas…
Clima de polarización
En un clima de polarización casi crónica, esos discursos tienen eco, calan y encuentran una audiencia sensible, remarca el reputado politólogo Peter Mamradze. Georgia, donde los dos partidos principales tienen una orientación euroatlántica, que se había labrado una reputación de Estado democrático pionero en el espacio postsoviético, se ha visto sacudido últimamente por la agitación política. El opositor Movimiento Nacional Unido (MNU) del expresidente Saakashvili se negó el año pasado a reconocer el resultado electoral y las autoridades trataron de sofocar sus movilizaciones. MNU acusa al Gobierno del partido Sueño Georgiano de imponer un control férreo en todos los estamentos del país. Y a la crisis se añade el arresto el pasado octubre de de Saakashvili, que llevaba ocho años fuera del país y que tras lograr la ciudadanía ucrania había hecho carrera política también allí. Ahora está encarcelado en un hospital penitenciario; enfrenta cargos de abuso de poder.
Las aspiraciones de Georgia de membresía de la Alianza Atlántica están tan congeladas como las de Ucrania, pese a la retórica del presidente ruso, Vladímir Putin, que trata además de conseguir garantías vinculantes de que la OTAN retire la invitación a las dos antiguas repúblicas soviéticas. Pero Tbilisi se ha puesto la meta de 2024 para lograr la carta de candidato de adhesión a la UE. Un camino que parece cada vez más escorado, cuando el Gobierno de Sueño Georgiano no ha avanzado en las reformas de justicia y gobernanza.
A Bruselas también le preocupan seriamente los derechos sociales en el pequeño país del Cáucaso. Y más después de los disturbios del pasado julio, cuando un nutrido grupo de ultraconservadores cargó contra una pequeña marcha por el día del orgullo LGTBI, apaleó a los participantes y a la prensa que cubría el acto —más tarde murió un fotógrafo— y quemó la bandera de la UE que ondulaba en el edifico del Parlamento en Tbilisi. En vez de condenar la violencia, el primer ministro, Irakli Garibashvili, afirmó que el “95% de la ciudadanía georgiana” estaba en contra de un “desfile propagandístico”.
Los grupos ultraconservadores tienen mucho poder y pujanza en Georgia, remarca Peter Mamradze, que apunta que tienen vínculos con movimientos de Rusia, que van ganando cada vez más terreno en el país euroasiático y que también extienden su discurso contra los valores liberales de Occidente y en favor de la familia tradicional en el extranjero, donde tienen buenas relaciones con partidos de extrema derecha en Europa y América Latina. El debate sobre la identidad nacional cívica europea se ha convertido en una herida abierta en el país del sur del Cáucaso, en el que un 84% de la ciudadanía opina que las relaciones entre personas del mismo sexo “están mal”, según una encuesta del Programa de Encuestas Sociales Internacionales; una proporción más alta que en Filipinas, Rusia o Turquía.
En el edificio del Parlamento, como en algunos otras instalaciones oficiales, vuelve a lucir la bandera de la UE. El inmueble, junto a la plaza de la Independencia, está rodeado de vallas. Es un punto cotidiano de manifestaciones. Irina Lozichvili ha salido con una bandera de la OTAN a protestar para para pedir la liberación de Saakashvili .”Georgia quiere entrar en la UE y en la OTAN. Y avanzaremos hacia esa senda, pero los avances de los derechos sociales y de las mujeres y las personas homosexuales se han convertido en un tema que aprovechan los ultras para crear tensión”, dice, “dar a elegir a la gente entre una cosa y otra es un error. Todos saldremos perdiendo”.
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