Álvaro Uribe, la sombra política de Colombia
Como presidente transformó la política de su país y alentó una polarización radical en la sociedad. Pionero de una nueva derecha en la región, líder popular, enemigo de los acuerdos de paz y dirigente inagotable, hoy es investigado por acusaciones que le persiguen desde hace décadas
Uribe
La sombra politica de Colombia
Ilustración de Agustín Sciammarella
Ir al contenidoLa noche en que se convirtió en gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez le dio un puñetazo a un viejo amigo que en ese momento era un rival político. Era el 30 de octubre de 1994, la elección estaba reñida y el ganador se iba a definir por unos pocos votos. En medio de la tensión del escrutinio, Fabio Valencia Cossio, veterano dirigente conservador que impulsaba al candidato opositor, llegó a la Registraduría de Medellín y dijo que temía un fraude. Poco después Uribe cruzó la sala y sorteó los controles. “Se pasó por encima al general de la Policía y sin mediar palabra me lanzó un golpe”, recuerda Valencia Cossio, que lo conocía desde la universidad, donde ambos habían estudiado Derecho. Esa noche, Uribe dio un giro a su carrera y se convirtió en la máxima autoridad del departamento de Antioquia, el segundo territorio más poblado y con mayores recursos de Colombia. Años más tarde, Valencia Cossio recibió una llamada de su antiguo compañero de estudios: Uribe ya era presidente, le pidió recuperar la amistad y le ofreció un cargo en su Gobierno. Y él aceptó.
Más allá de su temperamento volcánico, el episodio condensaba la esencia que ha forjado la imagen de Uribe: la de un hombre de extremos, avasallador, sin talante para la duda o los matices. Así de radicales son los sentimientos que despierta en la sociedad colombiana (“Es lo mejor que le pasó al país” / “Es lo peor que le pasó al país”). Así de binario es el carácter de sus vínculos políticos, donde solo caben la lealtad o la traición. Así de absolutos son los logros que le atribuyen sus incondicionales, empezando por el actual presidente, Iván Duque, que ganó las elecciones del 2018 gracias a él. Así de opacas son las sombras que llevan décadas envolviendo su figura y que en agosto motivaron un hecho sin precedentes en el país. La Corte Suprema dictó en su contra una medida de detención domiciliaria preventiva por un caso de manipulación y supuesto soborno de testigos. Detrás de esa investigación está una de las acusaciones más graves que le persiguen desde hace años: sus presuntos vínculos con grupos paramilitares. La semana pasada, una juez de garantías ordenó su libertad mientras el proceso sigue su curso.
Uribe fue el principal opositor al proceso de paz y los acuerdos con las FARC, hoy desmovilizadas. Se enfrentó de forma visceral con su sucesor, el entonces presidente Juan Manuel Santos, que había sido su ministro. Se resistió a abandonar la primera línea de batalla política tras terminar sus dos mandatos presidenciales (2002-2010) y, hasta agosto, cuando presentó su renuncia, fue senador. En 2018 fue el candidato más votado en las legislativas. Hoy se enfrenta a la justicia, pero a sus 68 años conserva buena parte de su poder y no ha dejado de agitar la opinión pública desde las redes sociales, ni de guiar al actual Gobierno en nombre de la defensa de su “honorabilidad”. Los que le consideran poco menos que un salvador de Colombia siempre evocan su mano dura frente a la guerrilla. Su política de seguridad, sin embargo, le ha puesto bajo la lupa por graves violaciones de los derechos humanos. Su Gobierno dejó atrás miles de asesinatos extrajudiciales —conocidos como “falsos positivos”—, crímenes ejecutados por los militares contra civiles con la intención de presentarlos luego como combatientes del campo enemigo.
Para la realización de este perfil, EL PAÍS contactó con el círculo más cercano del expresidente, con aliados y adversarios, con víctimas y con protagonistas de la política colombiana de las últimas décadas. Tanto Uribe como su sucesor, Santos, al igual que Duque, optaron por no pronunciarse. La mayoría de los relatos suelen coincidir en una idea que sirve para arrojar luz sobre su personalidad, sus obsesiones y su carrera, ahora al frente del partido del Gobierno, el Centro Democrático: la construcción de la figura de autoridad. Y el afán por doblegar a todo aquel que se atreva a cuestionarla.
La construcción de un presidente
Antes de que Uribe ganara las elecciones de 2002, ningún presidente de Colombia en un siglo había sido de un partido que no fuera el Liberal o Conservador. Para las elecciones del milenio, ambas fuerzas políticas arrastraban un desgaste y un desprestigio abrumadores. Uribe era bien conocido en su departamento (además de ser gobernador de Antioquía había sido senador, concejal y alcalde de Medellín), pero cuando se lanzó como candidato independiente, para Bogotá y el resto del país no era solo un outsider: era un completo desconocido. A finales de 2000, menos del 4% de los colombianos contemplaba votar por él. “Nadie lo miraba, ni para escupirle ni para insultarlo”, cuenta Ricardo Galán, que fue su director de Comunicaciones de la campaña. Recuerda cuando llevó a Uribe a hacer campaña en un centro comercial de Bogotá en 2001: “El tipo no existía”.
Galán, quien luego sería secretario de prensa en la Presidencia, fue una de las personas que Uribe buscó para transformar su imagen de político regional en uno nacional. “Necesitábamos una foto, un nombre, y televisión a la lata”, cuenta a EL PAÍS. Consiguieron primero a uno de los mejores publicistas políticos de la capital, Carlos Duque, quien se había hecho famoso años antes por el potente afiche rojo que hizo para el candidato Luis Carlos Galán, asesinado en 1989. “A mí no me gustan las gafas que usa Uribe", dijo entonces el publicista, “parece el odontólogo de un pueblo antioqueño”. Duque lo bogotanizó un poco al pedirle que cambiara sus lentes por unos con montura de Armani, comprados en una de las zonas más acomodadas de Bogotá. Uribe aceptó, a regañadientes. El publicista produjo un par de fotos icónicas en las que Uribe mira al horizonte al mismo tiempo que pone su mano izquierda encima de su corazón. “Mano firme, corazón grande”, decía el logo del nuevo afiche de campaña, una de las imágenes más emblemáticas del expresidente hasta hoy, y una frase que Uribe repetía en sus eventos de campaña.
Pero el afiche fue solo el primer paso en una ecuación más grande. La televisión nacional ignoraba constantemente la campaña de Uribe: no les interesaba una entrevista o un perfil de un candidato que estaba al final de las encuestas. Entonces Galán y Uribe decidieron buscar otros micrófonos: radios y canales locales. “¿Por qué esos medios? Nos daban los siguientes beneficios: eran gratis”, recuerda Galán. “Si yo llevaba a Uribe al canal de Jamundí, Valle, el director iba a quedar eternamente agradecido porque vino un candidato presidencial a un canal que la gente dice que es pirata. Y si yo tengo un canal para el que no tengo programación, yo repito esa vaina 200 veces. Y así lo hicimos, pueblo por pueblo”.
Uribe tiene una memoria prodigiosa cuando se trata de recordar eventos históricos en cada esquina del país —algo que subrayan todos los que han trabajado con él—, y eso se notaba en las radios y televisiones locales. En pueblos pequeños Uribe podía entablar conversaciones eternas con los oyentes sobre momentos históricos claves que pasaron en sus calles: un asesinato, una calamidad natural, un robo. “En cada rincón de la carretera, él tenía una anécdota para contar”, recuerda Galán. “Y le importaba cinco si a una reunión iban cinco personas o 5.000”.
¿Por qué medios locales? Nos daban los siguientes beneficios: eran gratisRicardo Galán, director de Comunicaciones de la campaña presidencial de Uribe
Mientras que la mayoría de los candidatos presidenciales pasaban tiempo intentando darles oxígeno a los moribundos diálogos de paz que había iniciado el Gobierno de Andrés Pastrana con las FARC en 1998, Uribe se paseaba por las regiones del país con un discurso de “mano fuerte” contra la guerrilla que poco a poco iba ganando en popularidad. “Con la falta de liderazgo que se atribuye al Gobierno, con la inseguridad rampante, con el secuestro disparado y con el escalamiento de la guerra llegando a las ciudades, los colombianos quieren un hombre con pantalones", escribió entonces la revista Semana, cuando empezó a notar que Uribe estaba “de moda”.
Tras los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono del 11 de septiembre de 2001, la popularidad de Uribe, que iba por un 17%, se disparó radicalmente. Después de meses en los que la mayoría de medios nacionales ignoraban al candidato de mano dura, las cadenas de radio y televisión más importantes pasaron a rogarle una entrevista. La imagen de Uribe en las encuestas empezó a escalar. Hacia finales del 2001, el 23% de los colombianos consideraban a Uribe como su candidato, el segundo en las encuestas. En marzo del 2002, ya había obtenido 60% de intención de voto: lo suficiente para ganar las elecciones en primera vuelta.
A finales de mayo, Álvaro Uribe ganó en primera vuelta. “La nación entera clama por reposo y seguridad”, dijo Uribe en su discurso de posesión, en agosto del 2002. “Apoyaré con afecto a las Fuerzas Armadas de la Nación y estimularemos que millones de ciudadanos concurran a asistirlas”. La guerrilla entendió que, con la victoria de Uribe, la guerra estaba declarada. El día de la posesión, las FARC lanzaron varios proyectiles hacia el palacio presidencial y al edificio del Congreso en el que hablaba Uribe. Mataron a más de una decena de personas.
En sus ocho años como presidente, Uribe alcanzó un nivel de popularidad enorme gracias a una estrategia de comunicaciones parecida a la de su campaña. Le dedicaba horas de entrevistas a las radios locales o canales nacionales, promoviendo su política de seguridad democrática que fortaleció, en presupuesto e imagen, a los militares (“Los héroes en Colombia sí existen”, decía el eslogan de las Fuerzas Armadas). Visitaba a los directores de los medios más influyentes, que en su mayoría se alinearon con el exitoso discurso bélico del presidente. Uribe creó un partido a su imagen, La U, que logró derrotar en las legislativas de 2006 las mayorías que habían tenido los conservadores y liberales durante décadas. Y realizó casi trescientos consejos comunales en pueblos y ciudades: encuentros con ciudadanos todos los fines de semana, en los que daba discursos y prometía atender los reclamos del día a día de las personas (una versión presencial de lo que hacía Chávez en su famoso programa Aló Presidente). En uno de sus consejos comunales más recordados, Uribe reveló su número de teléfono para que cualquier ciudadano pudiera llamarlo (ante el aluvión de llamadas, se disculpó luego por no poder contestar a todos).
Con su voz constantemente en los medios y los consejos comunales, Uribe logró convertirse no solo en un político popular, sino en un producto popular, casi religioso. Los ‘furibistas’, como se llama a sus seguidores fieles, cambiaron la expresión ‘más papista que el papa’ por ‘más uribista que Uribe’, y los más católicos inventaron rezos nuevos para cuidarlo (“haz, Señor, que derrote a los violentos con mano firme y corazón grande. Haz, Señor, que cada jornada de su vida llene de gloria nuestro país”). La actual senadora uribista Paloma Valencia decoró su casa con una pintura que reemplaza la cara del Sagrado Corazón de Jesús por la de Uribe. Las expresiones más famosas del Gobierno de Uribe (“trabajar, trabajar y trabajar” para hablar de disciplina; “ese gustico es para la familia” para desalentar la sexualidad fuera del matrimonio; o “le doy en la cara, marica”, para amenazar a los enemigos) pasaron de ser anécdotas coyunturales a modismos cotidianos en las conversaciones del país. El bipartidismo tradicional que Uribe rompió con su llegada a la presidencia se fue transformando en una nueva polarización, más profunda y pasional, alrededor de su figura: uribismo y antiuribismo.
Desde que asumió como mandatario en 2002, Uribe logró formar con los medios y con su actividad en redes sociales una imagen de sí mismo como padre protector, y millones de colombianos le creyeron. Pero esa representación no nació con su llegada a la presidencia, sino que fue construyéndose desde los orígenes de su vida pública.
En el nombre del padre
La vida del expresidente es atípica en el mapa del poder de la historia colombiana de las últimas décadas, caracterizada por ser hipercentralista y urbana. Uribe no tenía vínculos estrechos con las élites de Bogotá, por tanto tampoco contaba con capital político, contactos o un trampolín que le proyectara hacia la Casa de Nariño. Eso no significa que no gozara de otros beneficios o que no tuviera una formación privilegiada. Simplemente no pertenecía a la oligarquía tradicional de la capital. Nació en Medellín el 4 de julio de 1952, pero su infancia transcurrió en los campos del suroeste de Antioquia, donde su familia tenía haciendas. Entre la Margarita, la Loreto y la Pradera pasó sus primeros años, en los que “iba a la escuela en La Castalia [su caballo]”, según cuentan Paola Holguín y Camila Escamilla en el libro En carne y hueso, una biografía de Álvaro Uribe.
Holguín, quien trabajó con Uribe desde 2002 y hoy es senadora por el Centro Democrático, relata a EL PAÍS que si bien su carácter estricto le viene del padre, es de la madre, Laura Vélez, de quien heredó el gusto por la política. “La madre fue activista liberal e impulsó el plebiscito de 1957 por el cual las mujeres fueron a votar por primera vez”, recuerda. El propio Uribe Vélez ha dicho también que uno de sus recuerdos más importantes es ir de la mano de su madre a votar.
De ella le vienen también el gusto por declamar poesías de Rubén Darío, León de Greiff y, sobre todo, Jorge Robledo Ortiz, un poeta y periodista colombiano que hacía oda a las tradiciones antioqueñas y exaltaba la patria chica, algo que aún marca los discursos del expresidente. Fue ella, según Holguín, quien le regaló una colección de discos con los discursos del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato en abril de 1948 desencadenó El Bogotazo, una sangrienta revuelta que marcó la historia de Colombia y el futuro de la violencia política.
Uribe creció entonces entre la férrea disciplina de un padre que lo obligaba a trabajar de día en la finca y cuyas órdenes no admitían discusión, y una madre que lo ponía a declamar poesía en la noche. Se formó en una familia religiosa con cuatro hermanos. Sus padres se separaron en 1964. “Eso habría formado su memoria y disciplina que es abrumadora. Él recuerda frases enteras, cifras, poemas”, dice Holguín, que escribió los discursos durante sus dos mandatos presidenciales.
En 1970, Uribe se matriculó en Derecho en la Universidad de Antioquia, una institución pública que fue un epicentro de toda la revolución social de América Latina en aquella época. Y saltó a la escena al oponerse a un paro estudiantil que, según narra Fabio Valencia Cossio —antiguo compañero y opositor, luego aliado y amigo— “les haría perder tiempo”. A pesar de ser liberal se asoció con jóvenes conservadores, creó el Movimiento por la Normalidad Académica y logró detener el paro en lo que se cree fue su primera lucha contra la izquierda.
Valencia Cossio, como otros exfuncionarios de sus Gobiernos, recuerdan su exigencia casi marcial de trabajo, que resulta muy similar a la que el padre le imponía a Uribe. “Una noche, después de un debate en el Senado que terminó a la una de la mañana, me llamó a las 4.30 por el falcon, el teléfono directo con él, y me dijo: ‘Ministro, ¿usted ya leyó el editorial de El Tiempo?’ Y yo: ‘No, presidente’. ‘Bueno, lo llamo más tarde’. Yo sabía que eso significaba en 15 minutos, y así fue”, cuenta el político, que fue su ministro del Interior. O las anécdotas de cómo aprendió a hablar inglés, un idioma que tuvo que entrenar a los 46 años, cuando fue a tomar cursos a Oxford, antes de postularse a la presidencia: “Él me contaba que cuando estaba muy cansado o se iba a quedar dormido, metía los pies en una cubeta de hielo y seguía estudiando”, narra Holguín.
Esa severidad es uno de los rasgos más conocidos del expresidente. Desde 1986 comenzó a practicar Yoga Nidra y Chi kung —técnica de tradición china que involucra ejercicio físico y respiración— y, por eso, durante las extenuantes jornadas de trabajo solía parar 10 minutos para acostarse en el piso y meditar. Sin embargo, son aún más conocidas sus gotas homeopáticas de valeriana con las que intenta calmar sus accesos de ira. Solo estas costumbres y su pasión por los caballos logran relajar a Uribe. “Cuando tiene algún problema, lo mejor es hablarle primero de caballos y así el genio se le mejora”, ha dicho su hermano Santiago.
Cuando estaba muy cansado o se iba a quedar dormido, metía los pies en una cubeta de hielo y seguía estudiandoPaola Holguín, exasesora
Si la figura de su madre fue determinante para forjar algunas de las aptitudes que más ha utilizado en su carrera —su memoria prodigiosa, sus dotes oratorias—, la de su padre ha sido central para construir su imagen como político. De él heredó el temperamento irascible, la obsesión por el trabajo duro, la pasión por los caballos y la afición por la compra y venta de tierras (que lo ha convertido en propietario de miles de hectáreas por toda Colombia). Pero tal vez nada haya sido tan definitivo como las circunstancias de su muerte, que se convirtió en un hecho fundacional en la mitología de Uribe: el asesinato de su padre, Alberto Uribe Sierra, cuando intentaba resistir un supuesto intento de secuestro a manos de la guerrilla, impulsó su discurso belicista y legitimó su postura intransigente.
En junio de 1983, el padre de Uribe viajó en su helicóptero privado a visitar una de las 20 haciendas de las que era propietario, bautizada como Guacharacas: un territorio de más de 1.300 hectáreas ubicado a menos de tres horas de Medellín, en el nordeste antioqueño. Lo acompañaban sus hijos Santiago y María Isabel. Poco después de aterrizar, según el relato de Santiago Uribe, fueron atacados por guerrilleros del frente 36 de las FARC. Su padre, que había dado el grito de alerta, “sacó del cinto su pistola, una Walter, y comenzó a disparar hacia el frente. De allá le contestaron y se armó la balacera”, recuerda el hermano menor del expresidente, que en aquel enfrentamiento recibió un disparo por la espalda y sobrevivió al lanzarse a un río.
Las noticias de la época cuentan que Álvaro Uribe, que entonces tenía 30 años y estaba en Medellín, alquiló un helicóptero para llegar a la hacienda pero no pudo aterrizar por el mal tiempo; que el cuerpo de su padre fue trasladado en hamaca por el monte; y que la junta directiva de la fundación fachada de Pablo Escobar, llamada Medellín sin Tugurios, publicó un obituario lamentando su muerte. “La tragedia de Guacharacas marcó en mi vida personal y profesional un punto de quiebre cuya influencia tal vez sea inconmensurable”, dice Uribe en su libro No hay causa perdida, una autobiografía publicada en 2012.
Un pasado repleto de futuro
Álvaro Uribe Vélez es un nombre recurrente para, al menos, cuatro generaciones de colombianos. Los oriundos de Medellín vienen escuchándolo desde los ochenta, cuando se estrenó como director de Aeronáutica Civil en un momento en el que los capos de la droga enviaban sus cargamentos al exterior con facilidad. Las dos últimas personas en ocupar aquel cargo habían sido asesinadas por cerrar pistas clandestinas y en los círculos políticos se creía que Uribe correría el mismo destino, pero duró en el puesto más de lo que muchos esperaban y salió de allí sin un rasguño. Eso le valió sospechas y acusaciones de sus adversarios.
Dos años después, en 1982, fue designado alcalde de Medellín, aunque solo permaneció en el cargo poco más de cuatro meses. Sus opositores dicen que el Gobierno de Belisario Betancourt le exigió la renuncia por sus posibles nexos con los narcos. Nunca hubo una explicación clara sobre su salida. Según fuentes que conocen exhaustivamente su biografía política, Uribe se propuso no volver a aceptar un puesto que no fuera por elección popular y desde entonces ha sido una máquina electoral. Fue concejal de Medellín entre 1984 y 1986 y luego estuvo en el Senado hasta 1994, años en los que la guerra del narcotráfico se vivía con especial intensidad en Antioquia.
Corrían los peores años del terrorismo de los carteles, las bombas y los asesinatos de policías reinaban en las calles de la ciudad mientras los políticos intentaban negociar una entrega del capo Pablo Escobar. Esos intentos dieron pie incluso a una reunión entre el senador Álvaro Uribe, la esposa del capo —María Victoria Henao— y el procurador de Antioquia, Iván Velásquez, quien años después se convirtió en el investigador estrella de los vínculos entre los políticos y los paramilitares, y en una de las personas más odiadas por el expresidente. “Subimos al piso ocho y nos abrió doña Hermilda, la mamá de Escobar (…) Luego, nos hicieron pasar a la sala. Yo me senté en el mismo sofá con Uribe, Álvaro Villegas (senador conservador) al lado y la esposa de Escobar se hizo al frente nuestro”, contó Velásquez en el libro El retador del poder, de Martha Soto. Las gestiones para que el capo se entregara no dieron resultado.
Sus historias se volvieron a cruzar a finales de 1997, cuando Velásquez era fiscal de Medellín y Uribe gobernador de Antioquia, y la región ya estaba plagada de paramilitares, encabezados por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Velásquez lideró una investigación —conocida como el Parqueadero Padilla— sobre las finanzas del Bloque Metro, un frente de las autodefensas que, según testimonios judiciales en el caso que hoy investiga la Corte Suprema, se creó en la hacienda Guacharacas, que pertenecía a la familia de Uribe.
El auge de la violencia y el paramilitarismo en Antioquia ha sido relacionado con el impulso que dio Uribe, cuando era gobernador del departamento, a las Convivir: una figura creada para dar un marco legal a asociaciones que ofrecían seguridad privada de forma remunerada a una comunidad, y que en los hechos permitió a los dueños de las fincas contar con ejércitos privados para defender sus propiedades y enfrentar a la guerrilla. Uno de los sucesos más recordados de la gobernación de Uribe fue el asesinato de Jesús María Valle, amigo de Iván Velásquez. Valle, abogado y activista de derechos humanos en una zona del norte de Antioquia, había advertido a Uribe varias veces, en cartas oficiales y personalmente, que grupos paramilitares que habían surgido de las Convivir estaban asesinando a ciudadanos a los que acusaban arbitrariamente de ser aliados de la guerrilla. El 6 de febrero de 1998, Valle denunció oficialmente una alianza entre militares, paramilitares y Álvaro Uribe en la masacre del pueblo El Aro, donde fueron asesinadas 15 personas, sus casas quemadas y sus familiares desplazados. Días después, dos sicarios asesinaron al activista en su oficina. Hasta el día de hoy, defensores de derechos humanos exigen investigar a fondo la responsabilidad de Uribe en la masacre y en el asesinato de Valle.
Más adelante, siendo magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia, Iván Velásquez investigó la llamada parapolítica y recibió testimonios de jefes paramilitares que denunciaron sus relaciones con políticos. Sesenta congresistas, muchos de la formación política uribista —entre ellos Mario Uribe, primo del entonces presidente—, resultaron condenados. Desde ese momento, el exmandatario se enfrentó públicamente al jurista y lo acusó de buscar testigos en su contra.
La obsesión por controlar a su entorno y a sus adversarios, y afincar su versión de los hechos, es uno de los rasgos que han definido la actuación política de Uribe desde sus comienzos. Velásquez, como se comprobó después, fue víctima de espionaje ilegal y de montajes por parte del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Durante el segundo mandato de Uribe, la policía secreta protagonizó lo que se conoció como el escándalo de las chuzadas: una trama de escuchas ilegales contra magistrados, periodistas y opositores. Velásquez tuvo que exiliarse para proteger a su familia y recientemente ganó una demanda en la que demostró que fue víctima del Estado. “El embrujo de Uribe es que aprovechó una incertidumbre real de principios de los 2000, logró beneficiarse y apropiarse de, por ejemplo, la seguridad de las carreteras, que en realidad fue una actividad del paramilitarismo. A eso hay que sumarle un gran manejo de medios y de publicidad”, dice Velásquez.
Clara López, que en su juventud fue amiga del expresidente y luego opositora, también cree que la clave del ascenso de Uribe es que, en medio de la violencia, logró convencer a muchos colombianos de que lo que estaba en peligro era la propiedad privada y no tanto la vida. “Es un precursor de la ultraderecha colombiana y mundial que estaba arrinconada. Nadie se había atrevido a ser de extrema derecha tan abiertamente, eso ya no era parte de la institucionalidad. Posterior a él han surgido Trump y Bolsonaro, que abiertamente defienden ideas contrarias al espíritu democrático”, apunta la veterana dirigente, que hace décadas compartió con Uribe ideales liberales.
El penúltimo enemigo
Aunque Álvaro Uribe ha sido denunciado penalmente en numerosas ocasiones, los procesos contra él nunca habían prosperado hasta que, paradójicamente, terminó en la mira de la Corte Suprema por una causa que él mismo inició: una denuncia que presentó hace seis años contra el senador del Polo Democrático Iván Cepeda, quien había expuesto los presuntos vínculos de Uribe con los paramilitares en el Congreso, se dio la vuelta y derivó en una investigación contra el expresidente y sus abogados por la sospecha de manipulación de testigos. El 4 de agosto pasado, cuando la Corte ordenó su detención preventiva por los presuntos delitos de soborno y fraude procesal, hubo quienes señalaron en las redes que su poder era tan grande que solo un proceso iniciado por Uribe era capaz de llevar a Uribe ante la justicia.
Cepeda, que tiene un largo historial de enfrentamientos legales con el expresidente —y cuenta con nueve sentencias a su favor—, también cree que el contexto internacional fue clave para el encumbramiento de Uribe, quien llegó al poder después de los atentados del 11-S, que favorecieron el nacimiento de la doctrina de guerra contra el terrorismo. “De esta manera se profundiza una doctrina absolutamente autoritaria y belicista que desconoce el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho humanitario, la separación de los poderes, el rol de la justicia. Todo eso viene como anillo al dedo y es lo que permite que su tesis de la seguridad democrática tenga éxito en Colombia y otras partes”, señala el congresista, que ha investigado exhaustivamente a su adversario. Su análisis coincide con el del exdirector de Comunicaciones de Uribe, Ricardo Galán: “Ese día se convirtió en presidente porque ese día el mundo dijo: no se negocia con terroristas. Y el único que decía eso en Colombia era Álvaro Uribe”.
El auge internacional antiterrorista se sumó al fracasado proceso de paz que intentó llevar a cabo el Gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), el recrudecimiento de la violencia y las prácticas muy degradadas de la guerrilla de las FARC, así como “un hastío nacional de líderes políticos muy mediocres, muy poco eficaces”, dice Cepeda, quien reconoce que “si algo tiene Uribe es su capacidad laboriosa, su eficacia. Eso mezclado con un carisma populista”. El senador recuerda que el propio Uribe, en el libro No hay causa perdida, narra que lo han descrito como un Bruce Wayne, un Batman sudamericano. Es decir: un niño privilegiado que jura vengar la muerte de su padre, asesinado por bandidos. “Esa es la mitología que tiene Uribe en mente. Él cree que es un superhéroe y que se enfrenta al mal. Pero obviamente su historia no es esa, está poblada de personajes muy sórdidos”, sostiene. Y rememora, por ejemplo, que el mismo expresidente ha reconocido que su familia era amiga de los hermanos Ochoa, uno de los clanes que dieron origen al cartel de Medellín.
En la preparación del primero de sus debates para exhibir los presuntos vínculos de Uribe con el paramilitarismo, en 2012, Cepeda incluso viajó hasta la hacienda Guacharacas donde, según el testimonio del exparamilitar Juan Guillermo Monsalve, se conformó un grupo de autodefensa. Fue entonces cuando Uribe, obsesionado con su imagen y su legado, quiso llevar a Cepeda a los tribunales.
El expresidente llegó al Senado en 2014 y Cepeda aprovechó su coincidencia en el Congreso para citar un nuevo debate, en esta ocasión en una comisión, para el que tuvo que sortear una larga cadena de obstáculos: no consiguió convencer a los senadores de hacer su exposición en la plenaria y, cuando se le permitió hacerlo en una comisión, le exigieron no mencionar el nombre de Uribe durante el debate. Cepeda ignoró la prohibición, pero el expresidente se ganó el apodo de “el innombrable”. En el recinto, Uribe amenazó con denunciar al senador del Polo Democrático ante la Corte Suprema. Así lo hizo. Lo acusaba de orquestar un complot con falsos testigos para involucrarlo con paramilitares. Y ese fue la génesis del actual proceso por soborno y fraude procesal en su contra. En 2018, el tribunal absolvió a Cepeda y pidió investigar a Uribe bajo la sospecha de que él y sus abogados fueron quienes manipularon a los testigos, exparamilitares en cárceles colombianas, para que se retractaran y señalaran a Cepeda.
Mientras preparaba ese segundo debate sobre la vida política de Uribe y sus relaciones con el narcotráfico y el paramilitarismo, Cepeda cuenta que hizo una búsqueda exhaustiva y que al final sintió que le faltaba consultar a un psiquiatra sobre la personalidad de Uribe. Cuando lo hizo, encontró elementos de “megalomanía, psicopáticos y esquizoides”, asegura. “Veo todo eso, a Uribe posando de víctima, de hombre humilde, del campo, pero al mismo tiempo no puede evitar mostrarse como lo que es en el fondo: un hombre al que le gusta el caudillismo, que no admite el disenso, que no admite la confrontación argumentativa, acostumbrado al monólogo. Veo a un hombre supremamente rencoroso y vengativo, que le gusta humillar a sus adversarios, no tiene el talante de reconocer sus errores y que miente patológicamente”.
Contra Uribe también se han querellado las Madres de Soacha, el colectivo que reúne a un grupo de víctimas de los mal llamados “falsos positivos”, un término cuestionado porque no se trató de errores cometidos en combate contra la guerrilla, sino de la ejecución de al menos 2.248 civiles, según el conteo de la Fiscalía. En 2008, los hijos o hermanos de las mujeres de Soacha fueron reclutados con falsas promesas laborales y asesinados por militares que después los hacían pasar como guerrilleros muertos en combate para obtener a cambio permisos e incentivos. Uribe llegó a decir que, si fueron asesinados, “no estarían recogiendo café”. Perdió una demanda y tuvo que retractarse de sus declaraciones, en uno de varios enfrentamientos con Madres de los Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (MAFAPO). En agosto, cuando se anunció la detención domiciliaria de Uribe, ellas celebraron la medida y dijeron que era “el mejor día” de sus vidas. “Yo lo siento como una persona hipócrita, que quiso hacer ver un Estado excelente, que estábamos acabando con la guerrilla. Finalmente nos tenía los ojos vendados a la realidad que se destapó realmente”, dice Jacqueline Castillo, una de las Madres de Soacha.
El intransigente
Antes de postularse a la presidencia por primera vez, después de su gestión como gobernador de Antioquia (entre 1995 y 1997), Uribe se fue durante un año a hacer unos cursos a Oxford. Allá lo entrevistó, para la revista colombiana Diners, Jaime Bermúdez, que entonces hacía su doctorado en Ciencia Política y Opinión Pública y después fue su canciller. “Me impresionó la reivindicación de la autoridad como un concepto democrático”, rememora el político. “Porque en Latinoamérica y en Colombia hablar de autoridad siempre ha sido visto con cierta suspicacia”, añade. Y su estilo de mando acabó representando lo que los sectores más derechistas siempre habían buscado: evitar el diálogo, las aproximaciones y los acuerdos humanitarios con los grupos insurgentes.
"La gente no quería más hablar de paz'', cuenta Clara Rojas, exasistente de campaña de Íngrid Betancourt, una de las candidatas a las elecciones del 2002 que intentaba salvar el diálogo entre la guerrilla y el Gobierno de Andrés Pastrana. “Entonces Uribe surge como una figura joven, con mucha fuerza, como muy dinámico, en parte por ese desencanto de la gente”. Rojas ha pensado mucho en el tema del secuestro en el contexto político de Colombia y en el discurso de Uribe, no solo porque fue directora de la fundación País Libre (que representa a familias de secuestrados), sino porque ella y Betancourt fueron secuestradas por las FARC en febrero del 2002, cuando Álvaro Uribe recién se estaba disparado en las encuestas.
La guerrilla, que en su mayoría había secuestrado a soldados u otros miembros de la fuerza pública antes del 2001, sufrió un golpe considerable en su imagen pública al secuestrar a civiles reconocidos como Betancourt y Rojas. Ella se enteró de que aquel joven había ganado la presidencia en mayo de 2003, cuando unos guerrilleros compartieron una radio para escuchar la noticia más importante del momento: el Gobierno de Uribe había ordenado a los militares una operación para rescatar a Guillermo Gaviria, entonces gobernador de Antioquía. La guerrilla lo asesinó antes de que pudiera ser liberado. "En ese momento, no dábamos un peso por nuestra vida'', cuenta Rojas. “Fuimos conscientes de que los operativos militares eran la estrategia de Uribe. Pero el primero fue desastroso, el del gobernador. Luego, ya sabemos que vienen por nosotros, y los próximos seremos nosotros”.
En sus ocho años de presidencia, el país se dividió políticamente entre cuál era la mejor forma de lograr la liberación de los secuestrados. El uribismo defendía los rescates militares, a pesar de que la guerrilla amenazaba con asesinar a los secuestrados antes de que fuera exitosa la operación. Algunos familiares de secuestrados, por otro lado, defendían una salida humanitaria. "Pero Uribe no hacía eco de eso'', cuenta Rojas.
La tensión que esa inflexibilidad generaba con algunos sectores sociales y con familiares de secuestrados emergió en muchas ocasiones, pero hay un episodio emblemático: la larga caminata de más de mil kilómetros que hizo en agosto de 2007 el profesor Gustavo Moncayo, padre del suboficial secuestrado Pablo Emilio Moncayo, por la liberación de su hijo. El profesor Moncayo, canoso y con cadenas en el cuello, llegó hasta la Plaza de Bolívar de Bogotá, el corazón político de Colombia, y se instaló allí para exigir un acuerdo humanitario. Uribe lo visitó en su cambuche. Ambos charlaron durante cuatro horas en la misma plaza, en una escena que fue televisada en directo. “La perseverancia en la seguridad es el camino de la paz”, zanjó el presidente aquella mañana. Finalmente, en marzo de 2010, cuando apenas faltaban unos meses para que Uribe dejara el poder y después de 12 años de cautiverio en manos de las FARC, Pablo Emilio Moncayo fue liberado gracias a una gestión humanitaria de la senadora de izquierda Piedad Córdoba.
Rojas estuvo seis años en la selva, hasta que fue posible pactar una negociación entre el Gobierno de Hugo Chávez y otros actores como Piedad Córdoba y las FARC para su liberación. Cuando llegó a Caracas, después de darse una ducha, recibió una llamada por primera vez de aquel presidente poderoso que ella había escuchado en la radio. “Lo primero que me pregunta es: 'Clara, ¿en la selva qué deben pensar de mí?”. Se refería a las FARC: quería saber qué opinaban sus enemigos. Una pregunta corta que refleja el monitoreo constante que hace Uribe sobre la opinión de la gente, incluso la de sus enemigos más acérrimos.
“En general la opinión que existía en las FARC es que él era extrema derecha, por no decir que fascista”, señala Carlos Lozada, comandante de la guerrilla en esa época. Lozada, que hoy es senador del país gracias a los acuerdos de paz de 2016, explica la popularidad de Uribe con lo que algunas ONG de derechos humanos llamaron “el embrujo autoritario”. “Él sin duda es un gran comunicador, uno no puede desconocer esa forma que tiene de conectarse con la opinión pública de forma tan llana y directa”, reconoce Lozada. Pero añade que “se le vendió a la gente la idea de que él era la salvación, y por él se toleraba la violación de derechos humanos o del derecho internacional humanitario”.
Paradójicamente, ambas descripciones encajan en aquellos rasgos que la derecha de la región ha atribuido a un antiguo vecino y enemigo ideológico: Hugo Chávez. A pesar de estar en las antípodas, Uribe permitió durante su Gobierno la mediación de Chávez como parte de los esfuerzos para la liberación de secuestrados, pero la colaboración del presidente venezolano se interrumpió de forma abrupta cuando, según la versión de Bogotá, Chávez habló directamente con militares colombianos.
En muchas ocasiones Colombia acusó al Gobierno de Venezuela de amparar a las FARC y al ELN en el país. Uribe y Chávez tuvieron varios encontronazos en reuniones presidenciales. Incluso protagonizaron un acalorado altercado en una cumbre realizada en México en febrero de 2010. Según los presentes, Uribe reclamó a Chávez por el embargo que su país había impuesto a los productos colombianos y la discusión fue subiendo de tono. El venezolano intentó retirarse, pero Uribe lo interceptó con un grito: “¡Sea varón, quédese aquí y hablemos de frente!”, le dijo. Chávez, literalmente, lo mandó al carajo. Para algunos analistas, sin embargo, ambos políticos han sido dos caras de un mismo tipo de liderazgo.
Un animal político
Aunque su trampolín político fue el Partido Liberal, Uribe cambió radicalmente de orientación con el paso del tiempo. Durante sus dos mandatos aplicó recetas de corte neoliberal a la economía y fomentó la inversión extranjera, pero no cumplió sus promesas de reducir la pobreza y el desempleo. “La defensa de la patria” siempre ha sido uno de sus argumentos para justificar sus políticas, tanto en economía como en seguridad. “Para él, todo era trabajo y patria. No se dejó seducir por la élite bogotana, nunca se le veía en los cócteles y logró mostrarse más cerca del pueblo que de los políticos”, reconoce el senador Roy Barreras, que lo recuerda como un hombre que ha querido mostrarse como un asceta, que decía sin pena que llevaba más de 20 años sin ir al cine y que no sabía quién era Michael Jackson.
“Esta es la primera vez, desde 1986, que como al aire libre en un restaurante”, les dijo Uribe al periodista Brian Winter y a Iván Duque en 2010, en el patio de un local de hamburguesas en Washington, después de que lo convencieran de salir del hotel en el que se hospedaba para dar un paseo por la ciudad. El entonces presidente de Colombia estaba en la capital estadounidense por una invitación de la Universidad de Georgetown, Duque era asesor de su Gobierno en la ONU y Winter había sido llamado para colaborar en la redacción de No hay causa perdida, las memorias del presidente. La anécdota del restaurante la cuenta Winter en un artículo de la revista Americas Quarterly, en el que relata la cercanía entre Uribe y Duque, que terminaría siendo el presidente más joven y el que más votos ha alcanzado en la historia reciente del país. Pero aún faltaba casi una década para eso. Aquel año, Uribe estaba por traspasar el mando de su Gobierno a otro político cercano, que había sido ministro de Defensa Nacional durante su segundo mandato: Juan Manuel Santos.
El impulso que Santos dio a las negociaciones con las FARC para lograr el desarme de la guerrilla más antigua de América fue, simbólicamente, aquello que la literatura llama “matar al padre”. Pero también pareció revivir a Uribe, sobre todo gracias a la campaña que lideró por el no en el plebiscito que realizó el Gobierno por los acuerdos con las FARC, que ya llevan vigentes cuatro años. Luego de una campaña furibunda, amplificada por cadenas de mentiras y la difusión de noticias falsas, Uribe obtuvo el triunfo del no, que llevó a hacer modificaciones de lo pactado en La Habana.
Es un “animal político”, lo describe Alejandra Barrios de la Misión de Observación Electoral (MOE). La victoria del no supuso un nuevo impulso para el uribismo, que en 2018 eligió a Iván Duque como su candidato presidencial a pesar de su cortísima trayectoria. Era un senador de perfil bajo, a quien nadie le veía talante para llegar a la Casa de Nariño hasta que Uribe lo señaló como su candidato. Según la MOE, al menos el 80% de la campaña de Duque estuvo determinada por el factor Uribe.
"Uno de los problemas centrales de la política colombiana actual es qué hacer con Uribe'', dijo en 2018 el politólogo colombiano Francisco Gutiérrez, “porque un líder que, cuando participa, representa la mitad del voto, con una fuerza política cohesionada de más del 20%, del 30% de los ciudadanos, puede desestabilizar cualquier opción diferente”.
Con vistas a las próximas presidenciales, en 2022, no aparece por ahora un nombre que pueda llevar la bendición de Uribe, cuya popularidad cayó tras la elección de Duque. A finales de 2019 apenas llegaba al 26% frente al 75% que llegó a tener cuando fue mandatario. Su renuncia como senador por la orden de detención en su contra ha dejado en vilo por el momento cuál será el camino del uribismo en la carrera a la Casa de Nariño. Del desarrollo del proceso judicial y mientras el expresidente se resista a renunciar a la primera línea, depende en buena medida su legado, uno lleno de división y discordia, pero también el futuro de los equilibrios políticos de Colombia.
Por lo pronto, a sus 68 años, él parece tener claro cuál será su propio camino: la segunda semana de octubre, apenas unos días después de que una jueza de garantías ordenara su libertad —aunque seguirá siendo investigado por la justicia—, el expresidente apareció para pedir nuevamente la derogación del tribunal de paz en Colombia, un sistema de justicia transicional surgido de la negociación de paz con las FARC. Tal vez no esté claro cuál será el destino del uribismo, pero el destino de Uribe parece uno solo: la pelea.
Cronología
4 de julio de 1952
Álvaro Uribe Vélez nace en Medellín, hijo del ganadero y terrateniente Alberto Uribe Sierra y de Laura Vélez Uribe. Pasa su infancia en las haciendas de su familia en el suroeste del departamento de Antioquia.
1970-1977
Estudia Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Antioquia.
1980-1982
Con 28 años, es nombrado director de la Aeronáutica Civil.
1982
El presidente Belisario Betancur lo nombra alcalde de Medellín –antes de que los gobernantes locales se eligieran por voto popular–, pero renuncia después de apenas cinco meses de gestión.
14 de junio de 1983
Su padre, Alberto Uribe Sierra, es asesinado en un intento de secuestro en la finca Guacharacas.
1986-1993
Tras dos años como concejal de Medellín, llega por primera vez al Congreso, como miembro del Partido Liberal, y se mantiene como senador en la siguiente elección.
30 de octubre de 1994
Es elegido gobernador de Antioquia en unos reñidos comicios para el periodo 1995-1997.
1998
Estudia en la Universidad de Oxford.
26 de mayo de 2002
Como candidato independiente, gana en primera vuelta de las elecciones presidenciales con el 53% de los votos.
7 de agosto de 2002
Mientras toma posesión como presidente, las FARC atentan con morteros contra edificios públicos en el centro de Bogotá y matan a 17 personas.
15 de julio de 2003
Su Gobierno inicia negociaciones de paz con los grupos paramilitares en Santa Fe de Ralito.
4 de enero de 2005
El Gobierno colombiano anuncia en Cúcuta la captura de Rodrigo Granda. Después se conoció que el líder de las FARC fue capturado días antes en Venezuela y trasladado hasta Colombia, en lo que el presidente Hugo Chávez consideró una violación de la soberanía que elevó la tensión entre los dos vecinos.
28 de mayo de 2006
Después de impulsar una reforma de la Constitución en el Congreso para permitir la reelección, prohibida hasta entonces, es elegido para un segundo mandato con el 62% de los votos.
4 de febrero de 2008
En más de un centenar de ciudades de Colombia y el mundo se organizan marchas masivas para repudiar las acciones de las FARC en uno de los puntos más altos de popularidad del presidente Uribe.
1 de marzo de 2008
Ordena la Operación Fénix, un ataque militar en un campamento guerrillero en territorio de Ecuador que acabó con Raúl Reyes, considerado el número dos de las FARC. La incursión provoca una prolongada crisis diplomática con el Gobierno de Rafael Correa.
12 de mayo de 2008
Extradita a Estados Unidos de manera sorpresiva a 14 jefes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), desmovilizados como parte de la negociación con los grupos paramilitares.
2 de julio de 2008
Ordena la Operación Jaque, que permitió la liberación de 15 secuestrados de las FARC, entre ellos 11 militares y algunos de los rehenes de más alto perfil, como la excandidata presidencial colombo-francesa Ingrid Betancourt y tres contratistas estadounidenses.
21 de febrero de 2011
Su primo Mario Uribe Escobar es condenado por concierto para delinquir en el marco de la parapolítica –vínculos de políticos con grupos paramilitares–, un escándalo que involucró a varios congresistas de la coalición uribista desde el año 2006.
11 de abril de 2012
El representante Iván Cepeda realiza un debate de control político sobre el paramilitarismo en Antioquia que involucra a Uribe. El expresidente denuncia a Cepeda ante la Corte Suprema por presentar testimonios falsos.
20 de enero de 2013
Marta Lucía Ramírez, Óscar Iván Zuluaga, Juan Carlos Vélez, Carlos Holmes Trujillo, Francisco Santos y Rafael Guarín se reúnen en Bogotá con el expresidente Álvaro Uribe Vélez para anunciar la creación del partido Centro Democrático.
9 de marzo de 2014
En las elecciones legislativas, es elegido senador por el Centro Democrático. Toma posesión el 20 de julio.
17 de septiembre de 2014
Iván Cepeda, ahora senador, organiza un segundo debate sobre las relaciones del expresidente con el narcotráfico y el paramilitarismo. Álvaro Uribe abandona el recinto y atraviesa la plaza de Bolívar para ampliar la demanda contra Cepeda en la Corte Suprema.
2 de octubre de 2016
Con el 50,2 % de los votos, el no, con Uribe como abanderado, se impone en el plebiscito sobre el acuerdo de paz con las FARC.
24 de noviembre de 2016
Luego de una renegociación entre el Gobierno y las FARC para incluir cambios propuestos por los promotores del no, se firma un nuevo acuerdo de paz en el teatro Colón de Bogotá. Uribe se niega a apoyarlo.
16 de diciembre de 2016
El papa Francisco reúne en El Vaticano al presidente Juan Manuel Santos y al expresidente Uribe para buscar un consenso en torno al acuerdo de paz, pero no alcanzan un acuerdo para rebajar la polarización política.
16 de febrero de 2018
La Corte Suprema archiva la denuncia de Uribe contra el senador Iván Cepeda, y decide en su lugar investigar al expresidente por presunta manipulación de testigos.
11 de marzo de 2018
Con más de 800.000 votos, Uribe se convierte en el senador más votado en la historia de Colombia. Con 19 senadores y 32 representantes, el Centro Democrático se convierte en la mayor bancada del Congreso.
17 de junio de 2018
Iván Duque, el ahijado político de Uribe, es elegido presidente en segunda vuelta con más de diez millones de votos.
8 de octubre del 2019
Acude a rendir indagatoria a la Corte Suprema y queda formalmente vinculado al proceso por los delitos de soborno y fraude procesal.
4 de agosto de 2020
La Sala de Instrucción de la Corte Suprema ordena la detención domiciliaria del senador y expresidente Álvaro Uribe.
18 de agosto de 2020
Álvaro Uribe Vélez renuncia a su escaño en el Senado de la República.
10 de octubre de 2020
Una juez de garantías concede la libertad a Uribe, quien sigue siendo investigado por presunta manipulación de testigos.
- Créditos
- Coordinación y formato: Alberto Quero, Brenda Valverde, Francesco Manetto y Eliezer Budasoff
- Edición de vídeo: Montserrat Lemus
- Dirección de arte: Fernando Hernández
- Diseño: Ana Fernández
- Maquetación: Nelly Natalí