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Michel Barnier, la tenacidad del esquiador

El atípico político francés ha usado su experiencia como organizador de los JJ OO de Albertville para forjar el éxito que culmina su carrera: el acuerdo del Brexit

Marc Bassets
Michel Barnier, jefe negociador de la Comisión Europea, este jueves en el Parlamento Europeo.
Michel Barnier, jefe negociador de la Comisión Europea, este jueves en el Parlamento Europeo. Jean Catuffe (Getty Images)

La anécdota tiene algo de mito fundacional. Michel Barnier, entonces un joven diputado neogaullista por el departamento de Isère, esquiaba con el campeón de esquí Jean-Claude Killy. Era el 5 de diciembre de 1981. “Lo que necesitaríamos sería organizar unos Juegos Olímpicos”, dijo Barnier. “Todo iría mejor”.

La conversación puso en marcha la candidatura de Albertville, en la Savoya, a los Juegos Olímpicos de Invierno de 1992, el mismo año que Barcelona organizó los de verano. E impulsó la carrera de Barnier (La Tronche, 1951). En Albertville 92, mano a mano con Killy, labró su fama como político pragmático y tenaz, capaz de tejer consensos más allá de las trincheras.

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"En Albertville nació un conocimiento y una experiencia a la hora de dirigir grandes proyectos", dice desde Savoya Michel Dantin, alcalde de Chambéry y amigo y colaborador de Barnier desde los años ochenta. "Y el Brexit es el ejemplo de gran proyecto que merece conocimiento y capacidad de escucha. Es el hombre de la gestión de proyectos que requiere federar personas de todos los horizontes".

Casi tres décadas después, este profesional de la cosa pública —diputado a los 27 años, presidente regional, ministro con tres presidentes de la República, dos veces comisario europeo y durante periodos breves eurodiputado y senador— acaba de conseguir su éxito más trabajado. El acuerdo para el Brexit, la salida de Reino Unido de la Unión Europea, culmina una de las trayectorias más nutridas y atípicas de la política francesa y europea.

A primera vista, Barnier tiene poco de lo que se entiende por un político francés. No hay rastro en él ni de la arrogancia ni de los brotes de orgullo nacional que tarde o temprano casi siempre acaban aflorando en las querellas europeas. No practica el deporte de la frase asesina contra el adversario ni cultiva la afición tan versallesca a la zalamería y la puñalada por la espalda. Por parecerse poco a la élite de su país, Barnier ni siquiera ha pasado por la Escuela Nacional de Administración (ENA), el vivero de los dirigentes franceses. Y, aunque algún día debió de soñar, como todo político de talento, en llegar a lo más alto, nunca fue carismático ni estuvo en la primera fila.

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Barnier encarna una Francia a veces poco visible, ocultada por la de París. Es la Francia católica de la provincia y del consenso de las clases medias y los pequeños y medianos empresarios. La Francia alpina, también, un país de frontera. Hijo de un pequeño empresario masón y de una madre católica progresista, pertenece, por edad, a la generación del 68, pero la revolución nunca fue lo suyo. Inspirado por el general De Gaulle, liberador de Francia y fundador de la V República, empezó a pegar a carteles a los 14 años. El virus nunca le abandonó.

Después de estudiar en una escuela de comercio, a los 22 años se convirtió en el consejero general —es decir, miembro de la asamblea del departamento— más joven de Francia. Gaullista sería un término impreciso para definirle ideológicamente. En su primer libro, ¡Viva la política!, publicado en 1985, se identificaba con el liberalismo y propugnaba “oxigenar la política” abriéndola al mundo de la empresa y la sociedad civil. Era un discurso muy de la época —social-liberal, se diría unos años después—, que recogía la fascinación por el ascenso de Japón y cultivaba una retórica y una imagen kennedianas.

Su carrera en el partido de Jacques Chirac, el gran jefe de la derecha, fue precoz. Fue presidente del consejo general, ministro de Medio Ambiente, de Agricultura y de Exteriores. Y saltó a Europa, donde su talante dialogante encontró un ambiente más propicio que en la Francia del poder vertical de la monarquía presidencial francesa. Antes de ser nombrado negociador para el Brexit en 2016, había sido comisario de Política Regional y del Mercado Interior y participó en la elaboración de la fracasada Constitución de la UE. Conocía como pocos los códigos de Bruselas y los delicados equilibrios entre capitales.

“Sorprendió a los ingleses porque no se ha quedado quieto y se ha tomado su tiempo para hablar con todo el mundo”, dijo en 2018 a Le Parisien el campeón Killy. “Michel es así: de una eficacia violenta”. El cargo de negociador del Brexit parecía hecho a la medida. El acuerdo es la obra de su vida. Como si, desde los tiempos en que esquiaba en los Alpes de Savoya, se hubiese estado preparando para ese día.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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