Las urnas se tiñen de sangre en una de las joyas de México
Jalisco, uno de los Estados más poderosos de México, cuna del cartel más sanguinario del país, sufre una ola de violencia inusual en pleno año electoral
En este lugar donde nadie recuerda nada y quien sí trata de olvidar, hace apenas una semana un grupo de sicarios sembró el terror. La escena, tan cotidiana en un México bañado de sangre, se produjo esta vez en una de las avenidas más populares de Guadalajara. La segunda ciudad más grande del país, el corazón del Estado de Jalisco, sumido en una ola de violencia inusual. A la guerra por el poder entre el cartel más sanguinario se une el inminente reacomodo de dirigentes en la Gobernación y 125 municipios. Un botín de cinco millones de electores obligados a convivir con el pánico en una de las joyas de México.
El objetivo del ataque era aniquilar a Luis Carlos Nájera, exfiscal de Jalisco, donde regresó desde Estados Unidos el pasado febrero para ocupar la Secretaría de Trabajo. Pocos creen que la vuelta en plena escalada violenta de este policía reconvertido en fiscal, con más de dos décadas de trayectoria, tuviese que ver con sus nuevas competencias. El Cartel Jalisco Nueva Generación, el más poderoso del país, menos. La presencia de una de las personas que mejor les conoce, les incomodaba.
Nájera, que renunció al cargo -según la versión oficial- el pasado jueves por el atentado, recuerda que mientras comía vio entrar a dos tipos en el restaurante japonés. “Aparentemente no llevaban nada sospechoso, ni cangurera en la que guardar una pistola ni bultos extraños, pero me puse en alerta”. Acercó a uno de sus escoltas a un reservado para que preguntase por ellos. Nadie los conocía. Pidió entonces que, al salir, colocasen su camioneta lo más cerca de la puerta posible. Pese a las sospechas, siguió una hora comiendo con el líder sindical con el que se había reunido. Al salir, de entre la nada, casi una veintena de personas abrió fuego con armas largas. Fueron dos, tres minutos de máxima tensión. Según la investigación, a los sicarios no les habían dicho a quién tenían que matar hasta poco antes de llegar al lugar. No querían filtraciones ni que se atemorizaran al ver la foto de Nájera, viejo conocido de los criminales.
Tras el tiroteo, que dejó siete heridos, el caos se extendió a diferentes zonas de la ciudad. Los criminales incendiaron dos autobuses públicos para frenar el avance de la policía. Los narcobloqueos provocaron una decena de heridos. Tadeo, un bebé de ocho meses, falleció. Su madre, Elizabeth, sigue hospitalizada a la espera de ser trasladada a Houston para seguir su tratamiento. La familia clama justicia. “Nos han dejado solos”, lamenta una tía de Elizabeth sobre la Glorieta de los Niños Héroes, rebautizada por el México que se niega al olvido como Glorieta de las y los desparecidos.
El miedo y la desconfianza conviven una semana después con el trajín diario. Los dos jóvenes encargados de aparcar los coches del restaurante, cabizbajos, dicen ser nuevos ahí; dudan hasta para confirmar que las cristaleras que fueron hechas añicos por los disparos han sido remplazadas. A pocos metros, en la pizzería junto a la que se apostaron varios de los tiradores, uno de los trabajadores también se muestra temeroso: “Oímos disparos y nos escondimos, no sé nada”. No quiere dar su nombre, como tampoco un vendedor ambulante de fruta, que se libró del atentado por 20 minutos: “No, no, no, no, los sicarios están bien cabrones”. Sí lo da Carlos, de 18 años, un repartidor de otro restaurante de la misma calle al que la balacera le pilló junto a su moto, con el tiempo justo para meterse en local y esconderse detrás de la barra mientras cuatro clientes hacían lo mismo en el baño. “Una cosa es que de morro [chico] veas las series de narcos, pero cuando lo vives, ves que esto va en serio. Guadalajara nunca había estado tan cabrón”.
Al oeste del país, bordeando la Costa Pacífico, Jalisco, la tierra del Silicon Valley mexicano, de la feria del libro más importante en español del mundo, aporta casi el 7% del producto interior bruto del país, pero vive el arranque de año más violento desde 1997. En los cuatro primeros meses de 2018 se registraron más de 500 homicidios, la mayoría por arma de fuego, según cifras oficiales. La zona metropolitana, nueve municipios de los 125 que conforman el Estado, concentra el 80% de los crímenes. El más cruel -por la juventud de los muchachos; por cómo los mexicanos lo siguieron como un macabro serial; por la ola de solidaridad que se desató- fue la desaparición de tres estudiantes de cine, a los que los criminales confundieron con miembros de otro cartel: los mataron y los disolvieron en ácido. Las dudas aún permean sobre la investigación. En la última década, según el Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo, se denunciaron más 22.415 personas desaparecidas, de las cuales 17.425 se encontraron vivas o muertas. Del resto, casi 5.000, no se sabe aún nada.
“No les miento, la ola de violencia no va a terminar”. Las declaraciones del gobernador, Aristóteles Sandoval (PRI), el pasado marzo, fueron muy criticadas por alarmistas. Meses después, el político se reafirma. “Cada periodo electoral hay un repunte de la violencia”, asegura Sandoval, que habla con conocimiento de causa: pocos días después de asumir el cargo hace casi seis años vio cómo ejecutaban a su secretario de Turismo. A menos de un mes del 1 de julio, la situación no tiene visos de suavizarse. Un alto miembro policial lo resume así: “Los últimos 15 días vamos a estar en permanente toque de queda”.
Jalisco es el cuarto Estado del país con mayor número de electores, 5,2 millones, de los cuales el 45% son menores de 35 años. Los días del PRI al frente de la Administración estatal están contados. Sandoval lo asume. Enrique Alfaro, exalcalde de Guadalajara, del progresista Movimiento Ciudadano, es el favorito para convertirse en el nuevo gobernador. Como la de cualquier otro, su llegada conlleva una pesada carga de eufemismos para argumentar lo inexplicable. Los políticos, analistas y fuentes policiales consultadas dan por hecho que el repunte de la violencia va implícito en el cambio de gobierno. “Ellos también tienen sus intereses”, asegura abiertamente Sandoval. Alfaro rehusó hablar con este diario, alegando problemas de agenda, según su equipo de campaña.
“Ellos” son el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), la organización criminal más poderosa de México, al menos en cuanto a solidez financiera, armamento y cooptación de las autoridades, sobre todo las policías locales. Con los años se han expandido por toda la república, por lo que para muchos expertos en seguridad les convierte también en el cartel con más poder territorial, al menos a la par del de Sinaloa.
Como ha ocurrido históricamente con todas las organizaciones criminales, las guerras internas por el poder, se vuelven devastadoras. Es también uno de los argumentos de las autoridades para paliar su responsabilidad en la lucha al crimen organizado. Los ajustes de cuentas demuestran que desde hace meses, en plena coyuntura electoral, el cartel libra una de las luchas más encarnizadas. Entre su líder, Nemesio Oseguera, El Mencho, uno de los narcos más escurridizos, y su antaño lugarteniente, El Cholo, al que se atribuye la creación del cartel Nueva Plaza.
Tras el atentado contra el exfiscal Nájera se detuvo a la mujer de El Mencho, pero el arresto no ha traído de momento una reacción violenta, como se podía esperar. Entre especulaciones sobre el porqué, la tensión sigue latente en la zona metropolitana de Jalisco. Las alertas son constantes. Las autoridades policiales se resignan a una “cuota de seis muertos al día”.
Una patrulla de la fuerza única de la policía estatal recorre a última hora del jueves la zona centro de Guadalajara. Portan armas largas, pese a que su tarea no debería ir más allá de revisar algunos vehículos y personas sospechosas. El operativo tras el atentado contra Nájera permea el ambiente. “Está todo muy pesado”, asegura una agente. Pocos minutos después, llega la alerta de que un grupo de gente armada ha atacado un restaurante. Los dos vehículos, con siete policías en total, se desplazan a la zona. Cuando llegan, varios agentes están apostados sobre los coches. El negro del uniforme copa el ambiente. Todos departen tranquilamente. Al regresar al jeep, un policía explica medio frustrado: “Uno de los empleados se ha inventado el atraco. Tal como están las cosas, ¿a poco no resulta creíble?”.