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Tribuna
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Dosis personal (Popayán, Cauca)

Este país defiende la despenalización como la verdadera victoria sobre los traficantes

Ricardo Silva Romero

De vez en cuando, como si el país entero se pasara las noches pidiéndole a Dios esa clase de justicia, algún político de la derecha les jura a los colombianos que así sea lo último que haga su Gobierno acabará con la famosa dosis personal de la droga: los 22 gramos de marihuana, los cinco gramos de hachís, el gramo de coca que puede llevar cualquiera en su bolsillo sin miedo a terminar en la cárcel. Es una cuestión de honor la tal dosis personal. Y allá lejos, en la política que maquinan los políticos, una cuestión de honor no es un camino a la reputación, ni a la dignidad, ni a la gloria –no es, tampoco, una reivindicación de la sociedad–, sino una cuenta por saldar, una pequeña venganza de villano moralista, una estrategia sucia de un juego que vaya usted a saber a quién le da dinero: se trata de prevalecer, de imperar, como siempre aquí en Colombia.

¿Que la gran idea es terminar con la tal dosis para rescatar la moral de las garras de los colombianos? Quién va a comerse ese cuento. ¿Que se trata de que los jíbaros no repitan “es mi dosis…” cada vez que son capturados por las autoridades abnegadas? No me lo creo: me suena a político en campaña.

Fue la Corte Suprema la que dijo –en un fallo del año pasado– que el porte mínimo de drogas es el porte que el consumidor necesite. Fue el Fiscal General, que querrá ser presidente, quien anunció que pronto presentará al Congreso un nuevo proyecto de ley que no les permita a los traficantes sacarse de la manga –cuando los detienen– la excusa de que están incautándoles lo que consumen: si se confiscan veinte papeletas, dijo el Fiscal en una rueda de prensa, “el malandrín de las drogas dice que son las de la semana…”. Y lo respaldó la Policía. Y lo respaldó la Asociación Colombiana de Ciudades Capitales. Pero la Corte Suprema, dispuesta a dar el debate en serio, le recordó que se trata de que semejante problema de salud pública no siga siendo resuelto por este populismo punitivo “hecho en Colombia”.

Desde mayo de 1994, cuando la sentencia C-221 de la Corte Constitucional declaró inexequibles las sanciones a quienes usaran drogas –y reivindicó, así, el derecho a hacerse daño–, el grito contra la dosis personal ha sido una buena medida de nuestros políticos: “Voy a ser el presidente que elimine la dosis personal: no más tragedias familiares por cuenta de la droga”, ha repetido Iván Duque, el candidato presidencial del expresidente Uribe, como disfrazado de moral, como si no entendiera que la gente que usa drogas corre peores riesgos en la clandestinidad, como si no supiera que los derechos consagrados en la Constitución hacen inviable su propuesta, como si su voraz jefe político le dictara las promesas a incumplir y la idea fuera fingirles a los gringos que este pobre país cree en la sangrienta, tramposa e inútil guerra contra las drogas.

Dicen las encuestas que el señor Duque va a ser, a los 42 años, el próximo presidente de Colombia. Pero en las combativas calles de Popayán, en donde fue vitoreado y abucheado por hacer campaña en una de las sagradas procesiones de Semana Santa –“¡fuera títere!”, “¡respeto por nuestras tradiciones!”–, no sólo quedó claro que pase lo que pase seguirá apelando a una Colombia vieja que no por vieja es menos fuerte, sino que de aquí a la presidencia tendrá que lidiar con un país que se conoce de memoria las farsas de las drogas; con un país que sospecha de entrada de los candidatos que se declaran enemigos de las libertades personales para ganarse los favores de un electorado que no quiere perder lo poco que tiene; con un país que también va a estar ahí exigiendo respeto por su Constitución y defendiendo la despenalización como la verdadera victoria sobre los traficantes.

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