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Muere Reynaldo Bignone, el último dictador argentino

Condenado cinco veces por delitos de lesa humanidad, fue también el responsable de la transición hacia la democracia

Federico Rivas Molina
El general Reynaldo Bignone entrega el poder a Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de 1983.
El general Reynaldo Bignone entrega el poder a Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de 1983.
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10 de diciembre de 1983. En el Salón Blanco de la Casa Rosada, entre arañas con caireles de cristal, puertas espejadas de vidrio repartido y mobiliario estilo francés, el general Reynaldo Bignone se mantiene firme ante el público. Viste de civil y en minutos colocará la banda presidencial a Raúl Alfonsín, ganador con el 52% de los votos de las elecciones realizadas dos meses antes. Con ese gesto simple, tan común en una democracia y, a la vez, tan extraño en la Argentina de aquellos años, Bignone puso fin a la dictadura militar. Bignone murió hoy a los 90 años, y con él se fue el último dictador argentino. Ya no vive ninguno de aquellos jefes militares que durante siete años lideraron el terrorismo de Estado, como Jorge Videla, Eduardo Massera, Fortunato Galtieri o Roberto Viola. Argentina terminó, al fin, de enterrar a sus personajes más oscuros.

Bignone fue un militar de perfil bajo, aunque no por eso poco activo. Por sus actividades durante la dictadura mereció cinco condenas por delitos de lesa humanidad, la última en 2016. Sus andanzas se iniciaron apenas realizado el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Cuatro días después de la toma del poder, Bignone dirigió la ocupación del Hospital Posadas, uno de los más grandes del país. Estableció allí un centro de detención donde los represores torturaron y asesinaros a empleados del hospital considerados subversivos. En diciembre de ese año recibió un ascenso: fue nombrado jefe del instituto de Campo de Mayo, un predio en las afueras de Buenos Aires donde el Ejército, aún hoy, concentra la mayor cantidad de cuarteles. En Campo de Mayo funcionó el centro de detención El Campito, por donde pasaron cientos de detenidos.

Su carrera no terminó allí. Cuando la dictadura se deshacía tras la derrota en la Guerra de Malvinas, la cúpula militar miró hacia Bignone. Por su condición de general retirado, los jerarcas del régimen lo consideraron ideal para dirigir la transición democrática y dejar la casa en orden antes de la huida definitiva. El 1 de julio de 1982, Bignone reemplazó a Galtieri, el derrotado en Malvinas, y vestido de civil se presentó ante la sociedad como la cara amable de un Gobierno que se caía a fuerza de manifestaciones callejeras y reclamos de los partidos políticos. Cuando juró el cargo, aclaró que era su idea llamar a elecciones en 1984, pero la política y la crisis económica, con una inflación del 200%, aceleraron los tiempos. Las urnas llegaron finalmente en octubre de 1983.

El exdictador Reynaldo Bignone, escoltado por un policía durante un juicio por delitos de lesa humanidad en 2010.
El exdictador Reynaldo Bignone, escoltado por un policía durante un juicio por delitos de lesa humanidad en 2010.Reuters

Antes de estrechar la mano a Alfonsín, Bignone hizo su trabajo. Como el criminal que limpia la escena del delito, en abril de 1983 ordenó mediante un decreto confidencial la destrucción de todos los documentos sobre detenciones, torturas y asesinatos perpetrados durante ocho años por sus camaradas. Los argentinos padecen aún las consecuencias de aquella decisión, garante de la impunidad en la que han quedado miles de actividades ilegales. Junto con el decreto, Bignone firmó un texto que tituló Documento Final sobre la Lucha contra la Subversión y el Terrorismo. Allí negó la existencia de “desaparecidos”. “Debe quedar definitivamente claro que quienes figuran en nóminas de desaparecidos y que no se encuentran exiliados o en la clandestinidad, a los efectos jurídicos y administrativos se consideran muertos”. El gesto no fue menor: el delito de la desaparición forzada no prescribe por estar siempre vigente; el asesinato, sí.

Los militares completaron la retirada con otro decreto, tan célebre como el primero: una “autoamnistía” que intentó neutralizar de antemano eventuales juicios en los tribunales. La jugada duró poco, porque el Congreso anuló el decreto apenas entró en funciones y en 1984 Argentina realizó el histórico juicio a las Juntas, en el que se condenó a todos los jerarcas del régimen. Bignone quedó fuera de esos juicios por no haber ocupado la cúpula militar, pero fue juzgado años más tarde. Tras ser indultado por Carlos Menem en 1990, la reactivación de los juicios en 2005 lo puso otra vez ante un tribunal. Y allí, habló: “Se nos tilda de genocidas y represores. Lo de genocida no resiste el menor análisis, lo ocurrido en nuestro país no se adapta a lo más mínimo al concepto internacional de genocidio”. Sobre los desaparecidos dijo que existieron, efectivamente, pero “no fueron más de 8.000, cifra que no es superior a las cifras de la inseguridad actual”.

Con el cinismo intacto y el gesto ido, Bignone presenció todos los juicios en su contra: por desapariciones forzadas, torturas, robo de bebés nacidos durante el cautiverio de sus madres y hasta el asesinato de tres conscriptos. En 2016, un tribunal lo sentenció a 15 años por su responsabilidad en el Plan Cóndor, como se llamó a la coordinación de las dictaduras del cono sur para detener opositores. Fue su última condena.

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Sobre la firma

Federico Rivas Molina
Es corresponsal de EL PAÍS en Argentina desde 2016. Fue editor de la edición América. Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires y máster en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona.

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