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Columna
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Otra mirada de Tumaco

Las alarmas por lo que sucede en el municipio colombiano son eso, alarmas para rectificar o profundizar el trabajo iniciado

Diana Calderón

No mide más de 4 mil kilómetros en el Pacífico colombiano. Tampoco tiene una población grande. Son 200 mil habitantes, de los cuales el 88 por ciento vive en la zona rural. Están divididos en veredas donde la forma de gobierno son consejos comunitarios. Es mayoritariamente una población afrodescendiente. Pobre. Muy pobre. Las vías son destapadas. No hay acueducto. La playa es un basurero de desechos. La vida transcurre en medio de la precariedad.

Los asesinatos no ceden. Ya van 147 en 2017. Hay barrios vedados en la zona urbana. Hay más estaciones de gasolina de las necesarias para los vehículos que transitan legalmente. Hay 79 hoteles para un turismo que mueve el negocio, pero del narcotráfico. En medio del abandono transitan camionetas de alta gama y sus dueños están armados hasta los dientes. Y todo pasa a los ojos y oídos de más de 2.300 hombres de la fuerza pública.

Se han invertido 67 mil millones de pesos de las regalías entre 2012 y 2017, pero sigue siendo el mismo pueblo a donde han llegado colonos cocaleros de Caquetá y Putumayo, también a comprar tierras, que tampoco son de ellos. El territorio es colectivo. Los que lo habitan no tienen títulos de propiedad, lo que se constituye en una prueba para las nuevas institucionalidades a partir del acuerdo de paz con las FARC como es la Agencia de Tierras.

Tumaco es un fortín militar y de la Policía. Eso sí, no parece actuar la Armada. Aunque hace pocos días registraron la incautación de un sumergible con capacidad para transportar siete toneladas de cocaína. En las rutas que de Tumaco parten hacia Centroamérica, las autoridades norteamericanas hacen poco. Las grandes incautaciones son nacionales. Pero este fortín verde es al mismo tiempo el paraíso de los carteles de la droga sin que nadie pueda explicarlo. ¿Corrupción? ¿La llamada complicidad pasiva?

Lo cierto por ahora es que los llamados Paisas, los del Clan del Golfo, los de Sinaloa, algunos delincuentes a sueldo del que más pague, han ido desplazándose hacia la periferia colombiana para reproducir el negocio de estupefacientes y evitar a toda costa la erradicación de los cultivos ilícitos y la política de sustitución.

Esta semana mataron a 6 y dejaron heridos a 21. ¿Quiénes? Sigue en investigación si fue la Fuerza Pública. Inicialmente dijeron que fue una disidencia de las FARC al mando de un tal Guacho, que obedecería a un narco al que llaman Cachi.

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Las FARC, ahora en proceso de reincorporación a la vida civil, y otros sectores locales explican que están tratando de evitar que las comunidades comprometidas con la sustitución, esas que están a favor de la legalidad, se dejen convencer por los representantes de una asociación de campesinos y afros conocida como Asominuma, que está en contra de la erradicación forzosa, que es el otro complemento de la política contra los cultivos ilícitos, que en solo Tumaco son 23 mil hectáreas, la mitad de las sembradas en todo el departamento de Nariño.

Estados Unidos sin ni siquiera entender la complejidad de esta pequeña región de Colombia cree que sencillamente hay que asperjar con glifosato y problema saldado. Muy posiblemente las hectáreas erradicadas de manera forzada sean resembradas una y otra vez. Pero el problema de la cadena va mucho más allá e involucra sus ojos y sus narices y a los eslabones que están más arriba del campesino que siembra.

La política gubernamental, además, está enfrentada a un problema estructural que crearon los mismos que han tenido el poder siempre y del que se han aprovechado más de 60 alcaldes o mandatarios locales desde el año 2000. De todos los partidos sin excepción. Alcaldes de periodos de 3 semanas aproximadamente estuvieron repartiéndose la burocracia, robando en el hambre. De esos ninguno está preso. Investigados algunos. Destituido uno solo. Impunidad como la que se vive en el Catatumbo, esa otra frontera invisible para muchos. Y donde además hay minería ilegal, contrabando de gasolina y militares venezolanos involucrados en los delitos.

El panorama no es un camino sembrado de rosas. Por el contrario, muestra dinámicas que tienen que ser tenidas en cuenta para la construcción de las políticas públicas en esta nueva etapa de la lucha antidroga, con el apoyo de la guerrilla, que deberá entregar la información de las rutas, los nombres de sus antiguos socios en el negocio y apoyar al campesino en su apuesta por el Estado y la legalidad.

Y esas dinámicas pasan por entender que además de las necesarias soluciones territoriales, autoridad real, inteligencia militar, desarrollo de infraestructura y servicios básicos mínimos, hay una complejidad en las formas de vida comunitarias, en las definiciones constitucionales de los sectores afrocolombianos y su relación con el Estado y la tierra.

Es posible pensar que dentro de las nuevas realidades, y a pesar de la polarización política y el periodo electoral, hay tejidos de reconciliación en muchos sectores del país que sirven de soporte para insistir en la apuesta por una sociedad más equitativa, que necesita saber que todo lo hecho hasta hoy ha valido la pena. Las alarmas son eso, alarmas para rectificar o profundizar el trabajo iniciado, hasta que por fin se veamos una luz que nos diga que estamos andando por el camino correcto no solo en la lucha antidroga, también en todas las áreas de la reincorporación.

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