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Tribuna
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Doce candidatos en pugna (Centro de convenciones, Cartagena)

Por qué sigue sorprendiéndonos la vieja suciedad de la política tanto como la vieja vileza de la guerra

Ricardo Silva Romero

Por qué sigue sorprendiéndonos la vieja suciedad de la política tanto como la vieja vileza de la guerra: ¿acaso la fantasía de que la vida podría ser mejor va a ser siempre más fuerte que los hechos? Es una gran noticia que el político liberal Humberto de la Calle, exministro, exvicepresidente, exjefe del equipo que negoció el acuerdo de paz con las Farc, se haya lanzado a la presidencia de Colombia: se trata de un candidato capaz, conciliador, curado de espantos, que sobre todo cree –ese es su lema de campaña– en “un país donde quepamos todos”. Pero la senadora María del Rosario Guerra, exministra, profesora universitaria, precandidata presidencial del uribismo, ha recibido a ese nuevo rival estigmatizándolo desde su cuenta de Twitter: #ElCandidatoDeLasFarc.

Es juego sucio de campaña: “será el candidato de la impunidad”, “seguirá los ideales de los narcoterroristas”, trina la senadora Guerra sobre De la Calle. Pero así ella venga de una familia de políticos polémicos, así su primera propaganda sea un video en el que su cara se vuelve la de Uribe –porque “si Uribe fuera mujer… sería María del Rosario Guerra”–, no deja de sorprender que una maestra de abogados se permita a sí misma el uso del odio contra un hombre sensato que en su primer discurso como candidato ha llamado a superar el fanatismo, la fuerza irracional, el populismo. Qué raro sigue siendo que una persona que ha enseñado la ley, que una persona “común y corriente” en el mejor sentido de la expresión, juegue a aniquilar al contendor: ¿deberíamos resignarnos a que el poder desfigure?

Se nos viene la parada de los desfigurados una vez más. Se nos viene encima el discurso rentable y amañado contra “los inmorales que toleran la ideología de género que degrada a la familia y el comunismo que arruinó Venezuela”, aunque “inmorales” sea insulto de penitentes, aunque la tal “ideología de género” sea lo que el diccionario llama “reconocimiento”, aunque sólo los timadores crean que en Colombia va a pasar lo que ha pasado en Venezuela, aunque el comunismo haya muerto de muerte natural y el antagonista a vencer sea ese populismo caradura que es el culto a una medallita y a una caricatura: “el que diga Chávez”, “el que diga Uribe”. Quedan nueve meses, 289 días con sus madrugadas, de candidatos capaces de llamar “enemigos” a los colombianos que se atreven a interrumpir sus monólogos. Prepárense.

El pasado viernes se reunieron, entre el aire acondicionado del Centro de Convenciones de Cartagena, doce de los veinte aspirantes a la presidencia de este país que –gracias a los hechos que han salido a flote últimamente– tiene justo enfrente la oportunidad de librarse de la cultura del desprecio por las leyes: de la política armada, de la costumbre de la corrupción, del vicio de cargar al Estado de religión, de la maña de confundir derecha e izquierda con terrorismo para aplazar la democracia. Y mientras los doce candidatos, entrevistados por el director del periódico El Tiempo, debatían en grupos de a seis sobre Venezuela y sobre la economía, fue claro que Colombia tiene unos cinco líderes preparados para ser presidentes.

Pero también que estamos lejos de tener un sistema político que los contenga: no sólo seis de los doce candidatos en Cartagena lideran movimientos hechos a su medida, sino que el único partido colombiano “unido”, entre comillas, es el del populismo uribista.

Sonaron mejor en el debate, me parece, los candidatos que no ven la paz con las Farc como un fracaso: los candidatos que serían incapaces de enlodar a De la Calle. Pero yo no soy el mejor ejemplo: a mí me sigue sorprendiendo que una precandidata que ni siquiera va a ser candidata a la presidencia se permita difamar a un adversario.

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