El pasado racial reabre heridas en Charlottesville
La ciudad busca recuperar la calma. Sus vecinos aseguran que viven en una localidad tolerante
“Nuestros hijos sabrán tu nombre. El amor ganará”, reza una pintada en el lugar de Charlottesville en que Heather Heyer, una mujer de 32 años, murió atropellada. Hay un corazón dibujado con flores y mensajes contra el odio. Un hombre de 20 años arrolló el sábado con su vehículo a manifestantes contrarios a los supremacistas blancos que protestaban en la ciudad, causando una muerte e hiriendo a 19 personas. El episodio convirtió esta apacible localidad universitaria en un escenario caótico y en el último epicentro del delicado revisionismo histórico en el sur de Estados Unidos.
En Charlottesville, ciudad de Virginia de 45.000 habitantes rodeada de colinas, aún se respira este domingo la tensión vivida el día anterior. La calma se impone poco a poco, pero persisten los momentos de tensión y los nervios. Al mediodía, Jason Kessler, uno de los promotores de la marcha de supremacistas blancos contra la retirada de una estatua de la guerra civil estadounidense, intentó celebrar una rueda de prensa en la que culpó a la policía de los disturbios. Pero tuvo que marcharse corriendo, protegido por agentes, tras ser increpado por manifestantes progresistas.
Charlottesville lleva a cabo un ejercicio de equilibrio entre la conmoción y el deseo de normalidad. Los residentes buscan respuestas a los choques entre supremacistas blancos, que piden mantener la estatua de Robert E. Lee, general de la Confederación durante la guerra civil, y contramanifestantes, la mayoría grupos negros y antifascistas que defienden la decisión del Ayuntamiento de retirar el monumento.
“No tengo ni idea de por qué escogieron este lugar”, subraya Shery Pensic, una mujer blanca de 48 años. “Estoy muy sorprendida”, asiente su madre, Sharon, de 70 años.
La ciudad busca recuperar su rutina. El sábado por la noche, el centro estaba tomado por la policía y el Ejército de reserva de Virginia, desplegado tras la declaración del estado de emergencia. Pero este domingo la protección se había relajado y la mayoría de establecimientos volvían a abrir sus puertas.
“Todo esto por una estatua”, lamenta Andre Scales, un negro de 47 años, junto a la zona del atropello. “Es una vergüenza que incluso en 2017 el odio vuelva. Martin Luther King tuvo un sueño de que todo esto ya no ocurriría”, agrega en alusión al líder de los derechos civiles.
Pero Scales, como el resto de residentes, subraya que los supremacistas no viven aquí y que esta es una localidad tolerante, como tratan de recordar varios carteles. “Querían promover su agenda. La estatua era solo una pequeña parte. Querían que se hablara de ellos, tener publicidad”, sostiene. Lo han conseguido.
Charlottesville es el último escenario local de un debate nacional. El debate, avivado en 2015 tras una matanza racista en Carolina del Sur, sobre la simbología de la vieja Confederación, que algunos consideran un legado esclavista y otros una seña de identidad histórica. A ello se une el contexto actual: los implícitos guiños mutuos entre los supremacistas blancos y el presidente estadounidense, Donald Trump.
El Ayuntamiento votó en febrero a favor de la retirada de la estatua de Lee al considerarla divisiva y renombró el parque en que se ubica. Desde entonces, ha habido acaloradas protestas de la extrema derecha y la justicia ha paralizado temporalmente el traslado del monumento.
Muchos creen que el debate sobre la estatua ha reabierto innecesariamente viejas heridas y consideran que la policía y las autoridades no lo han gestionado correctamente. “No me importa la estatua, es parte de la historia aunque no sea una buena parte. A muchos afroamericanos les da igual”, señala Scales. Asegura que él se ha tomado fotografías con la estatua y cree que los dos millones de dólares que costará el proyecto de retirada se podrían destinar a mejores causas.
“Deberían dejarla, buscar un punto medio”, coincide Sharon Pensic. La mujer, jubilada, recuerda que creció en los convulsos años sesenta, que acabaron con la segregación legal de los negros, y que daba por olvidados a los extremistas blancos. “Deberían clasificar mejor a estos grupos, restarles capacidad de hablar y hacer daño”, reclama.
Dice no entender por qué han vuelto a aflorar con virulencia en los últimos meses. “Es asqueroso”, espeta. Pero se resiste a culpar a la retórica divisiva de Trump, al que votó en las elecciones de noviembre. Su hija, en cambio, no duda. “No reconoce el asunto y no llama por su nombre a los supremacistas blancos”, se queja Shery, que también votó al republicano, sobre las declaraciones del presidente tras los enfrentamientos.
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