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Columna
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“Yo soy el otro”

Un espejo nunca reflejará la hondura de nuestra alma oculta en nuestro rostro. Son los otros quienes nos revelan cómo somos

Juan Arias

Los seres humanos estamos condenados a morirnos sin ver directamente nuestra cara. Dependemos para ello de un espejo que refleje su imagen.

Podemos ver cualquier otra parte de nuestro cuerpo, pero no nuestro rostro, nuestros ojos y las expresiones de los mismos. Y son los sentimientos que a través de ellos manifestamos lo más importante de nuestra personalidad.

¿Por qué esa condena de la naturaleza?

He querido traer esta obviedad a mi columna para subrayar la importancia simbólica del otro, indispensable para saber lo que somos, en una sociedad en la que ese otro es visto cada vez más como un enemigo, sobre todo si no piensa, vive, come y cree como nosotros. O si su piel no es del color de la mía.

El prójimo es tan indispensable que sin él ni si quiera conseguiríamos vivir unas semanas

Yo soy el otro, el único que ve mi rostro sin necesidad de espejos. Subrayar en esta hora de la Historia la importancia del otro es contradecir la corriente moderna de querer diferenciarse de los demás, de la loca búsqueda de identidad. De ahí la nueva moda de ostentar lo que el otro no tiene, para sentirse diferente, como acaba de explicar el filósofo francés, Yves Michaud en una entrevista a Joseba Elola en este diario.

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Y sin embargo la realidad es que hemos estado siempre condenados a preguntar al que está a nuestro lado el color de nuestros ojos, y sobre todo lo que somos capaces de expresar con nuestra mirada.

Si es cierto que sólo mi prójimo me puede decir cómo es mi rostro cuando río o lloro, cuando sufro o gozo, cuando reflejo odio o amor, ese otro reviste una importancia inédita. Nos debemos a él, ya que sin su ayuda sólo seríamos capaces de ver nuestra cara en la fría superficie de un espejo.

Ese "¡Qué buena cara tienes, chico!", o "¡qué triste te veo!", nunca me lo podrá decir el más perfecto de los espejos o fotografías.

Es nuestro prójimo el mejor lector, a veces el único, de nuestros sentimientos.

Si el rostro es el espejo del alma, sólo el otro es capaz de decirnos cómo somos, ya que él es testigo directo de cada gesto de nuestra cara, de cada luz o sombra de nuestros ojos.

Sartre se equivocaba cuando escribió que "el infierno son los otros". Si acaso, el infierno somos nosotros cuando negamos la importancia de nuestros semejantes, los únicos capaces de recordarnos, en las noches oscuras, que también existe la esperanza.

Un espejo nunca reflejará la hondura de nuestra alma manifiesta u oculta en nuestro rostro. Los espejos también mienten y además sus mentiras nunca nos brindan un plus de generosidad.

Reflejan la pura y estática materialidad. Sólo los que nos rodean, nuestros próximos, saben leer más allá en la expresión de nuestro rostro. Sólo ellos son capaces de interpretar el drama que se realiza de la otra parte del telón de nuestros ojos en el teatro oculto de nuestra existencia.

Estamos condenados a preguntar al que está a nuestro lado el color de nuestros ojos

Y sólo el prójimo es capaz, no los espejos, de esa generosidad que a veces necesitamos para reconciliarnos con nosotros mismos, porque los espejos no saben mentir para consolarnos.

Sólo una madre es capaz de inventar para decirle a su pequeño que es lindo, divino, el más guapo del mundo, para aliviar las penas e inseguridad que ya trae acumuladas desde su vientre del que nace llorando.

Ninguna medicina ni terapia mejor para consolarnos que la apreciación amable, las dulces mentiras del amigo que te dice lo que estabas necesitando escuchar en aquel determinado momento, aunque no sea verdad. Y ninguna terapia mejor contra nuestra arrogancia o nuestra vanidad que la sinceridad de la persona que lee la verdad en tu cara y te la dice sin mentir y sin herirte.

Si el ser humano, entre todos los animales, es el que nace más frágil, incapaz de sobrevivir sin los cuidados ajenos, ello debe tener algún significado.

El prójimo es tan indispensable entre los humanos que sin él ni si quiera conseguiríamos vivir unas semanas ¿Y si lo es cuando nace, no lo será también, de adulto, a lo largo de la vida?

Es una verdad que quiebra nuestra omnipotencia y que nos revela mejor que ninguna filosofía que sin los otros estamos abocados al vacío.

Aunque pueda parecer una paradoja, ese escozor moderno de querer distanciarnos y diferenciarnos acaba chocando con la realidad de que sólo a través de los otros podemos adquirir nuestra verdadera identidad, que se forja no en la soledad y la separación de los otros, sino en el acercamiento y el abrazo.

Y cuando hablamos del prójimo no hacemos distinciones. Necesitamos de él sea blanco o negro, pobre o rico, analfabeto o sabio, religioso o ateo, niño o anciano.

Sin el otro, nos quedaría solo el espejo, pero los espejos no aman, ni se sacrifican por ti, ni te sonríen y besan.

Por ello:

Yo soy el otro

Porque sin él y sin su complicidad yo no sabría bien quién soy.

Cada vez que algún inocente es torturado o asesinado, en París, Brasil, Nigeria, o donde sea, yo muero y soy torturado con él, lo quiera o no. Y cuando alguien se salva, yo resucito con él.

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