El pobre Papá Noel no tiene la culpa de existir
En 1951 hubo en Francia un suceso sonado: en la catedral de Dijon un grupo de fieles ejecutó públicamente al personaje navideño por “usurpador y hereje”
En Nochebuena el cardenal Angelo Comastri, entrevistado en la RAI en el Vaticano, dijo que Papá Noel no existe y es absurdo escribirle cartas (si algún niño lee esto: ni caso). Se armó cierto lío, pero fue entrañable ver a un cardenal argumentar de forma racional contra una creencia sin base lógica tan extendida, al menos tanto como la suya. Lamentaba que en Navidad ya casi nadie habla de Jesús, y esto es verdad, habría que hacerle más caso haya existido o no. Pero es que si apareciera hoy le llamarían perroflauta y lo deportarían. Di tú ahora en España que hay que amar al prójimo, así, sin saber de qué partido es.
Este clérigo constataba una derrota. Ya en las Navidades de 1951 hubo en Francia un suceso sonado: en la catedral de Dijon un grupo de fieles ejecutó públicamente a Papá Noel, lo ahorcaron y luego lo quemaron por “usurpador y hereje”. El episodio intrigó al antropólogo Claude Lévi-Strauss, que escribió un artículo muy entretenido. Le hacía gracia la inversión de roles: que la Iglesia actuara con espíritu crítico racional y anticlericales descreídos defendieran la superstición. Es de gran interés arqueológico leer cómo explica que el auge de Papá Noel empezó tras la guerra, “desde que la actividad económica ha vuelto a ser casi normal” y también llegaron de Estados Unidos el papel de regalo, el árbol iluminado, las tarjetas de felicitación. En España cuando yo era pequeño Papá Noel tampoco existía, vino con la democracia. El filósofo señala que antes, si un francés iba a Norteamérica, estas cosas le parecían “pueriles y barrocas”, pues la mentalidad europea y la estadounidense eran incompatibles. Querido Claude, si tú supieras cómo estamos. En realidad, aducía el sabio, solo se reelaboran ritos muy arcaicos. Veía en Papá Noel los rasgos de una divinidad como otra cualquiera, con la peculiaridad de que solo creen en ella individuos de una franja de edad, inducidos por adultos que predican la existencia de un más allá de donde vienen los regalos. Lévi-Strauss lo relaciona con los ritos de paso a la edad adulta de todas las culturas, para mantener el orden y la obediencia, hasta que se accede al secreto de los iniciados (en este caso, que no hay ningún misterio, y luego hay que vivir con ello). Pero él creía que detrás hay algo más complejo, que se remonta a los ritos de la relación entre vivos y muertos, en el periodo en que nos angustiamos por el avance de la oscuridad, en el otoño, y en muchas tradiciones los seres del más allá aparecen por aquí de visita —circulan niños que piden dulces de Halloween a Navidad—, hasta que por fin se van cuando nace el sol en el solsticio de invierno y triunfa la luz. Bajo el Vaticano hay un mosaico del siglo III con Jesús representado como Apolo, y en la antigua Roma se celebraban en diciembre las saturnales, que a su vez venían de Grecia.
Rollos aparte, en Navidad hay algo esencial: solo hay niños y adultos, desaparece el joven, edad antes muy breve que se ha expandido desmesuradamente hasta arrinconar a las otras dos. A mí me parece bien, el resto del año todo el mundo se cree joven, pero en la noche de Reyes crees o no crees, no hay más. Ahora bien, si crees un rato a través de los más pequeños por unos momentos eres inmortal, eso es más o menos la infancia. Así los niños nos ayudan a creer en la dulzura de vivir, viene a decir Lévi-Strauss. Luego crecemos, combatimos contra una sombra que ya siempre está ahí, y nos tenemos que inventar todo eso que contaba, miles de años elucubrando misterios. Qué enternecedor e imaginativo es el género humano. Que les traigan muchos regalos y, crean en lo que crean, intenten portarse bien.
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