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Trabajar cansa
Columna
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Día de los inocentes

Casi nada de lo que nos pasa se sabe fuera. Llegas a otro país y les ves inmersos en sus manías, en sus eternas discusiones. Es la manera en que los países pasan el rato

Día de los Inocentes
La ONG española Open Arms transformó la playa de Sant Sebastià, en Barcelona, en el escenario de un naufragio, el 11 de diciembre.ALBERT GEA ( REUTERS )
Íñigo Domínguez

El 28 de diciembre, día de los inocentes, busqué en los periódicos alguna noticia de broma, pero además de que es una costumbre que se ha ido perdiendo (y que a mí me parecía graciosa), lo cierto es que tiene un problema: ya nos cuesta identificarlas. Pasamos el año con noticias, qué digo noticias, portadas inventadas que nos tenemos que tomar en serio, y lo que es peor, que se hacen en serio. Pero sí había una noticia que hablaba exactamente del día de los inocentes: se siguen masacrando niños en el mismo lugar donde, según el evangelio, Herodes decidió matarlos a todos con la misma técnica empleada hoy, para asegurarse de matar a uno. Si quedaba alguna duda de que en la invasión de Gaza ya no hay reglas, se disipó cuando soldados israelíes dispararon a tres hombres semidesnudos con una bandera blanca que les gritaban en hebreo, compatriotas que habían escapado de sus secuestradores de Hamás. Quiere decir que disparan a todo lo que se mueva. Luego ocurre que el 28 de diciembre lees en el periódico que hay sospechas de que tropas rusas han ejecutado a tres soldados ucranios que se habían rendido y te parece una broma al lado de lo de Gaza. Es un milagro que aún fuera noticia, ése es el efecto de la normalización de los crímenes de guerra.

Estos días he estado en el extranjero, y el efecto sobre la información siempre es saludable. Las noticias de tu país parecen más lejanas e insignificantes, mucho más de lo habitual. Sobre todo, cuando alguien medianamente informado, que no sabe quién es Feijóo o Bisbal, que no recuerda bien si el Rey es el de antes o ya es su hijo, ni cómo se llama, te pregunta cómo van las cosas en tu país y tienes que resumirlo en cuatro palabras. Se relativiza mucho, no puedes entrar en matices, que aburren instantáneamente, y tienes que abreviar, sin dramatismos que a un interlocutor ajeno le parecen ridículos. Visto desde fuera parece todo normal. Te replican que eso que crees tan complicado o insólito es igual o incluso menos grave que lo que pasa en su país. Ya si hablas de la amnistía o el Ayuntamiento de Pamplona te miran como a un marciano. Casi nada de lo que nos pasa se sabe fuera, y les trae sin cuidado. Como a nosotros lo suyo. Llegas a otro país y les ves inmersos en sus chorraditas, en sus manías, en sus eternas discusiones. O sea, como nosotros. Es la manera en que los países pasan el rato. Esa idea de que “esto en cualquier otro país sería impensable” o el concepto de “país normal” (“en un país normal esto sería impensable”) son muy risibles. No hay países normales. En cambio, es llamativo ver aquellas noticias en las que coincidimos, lo verdaderamente impensable, en el sentido que no puedes pensar en ello porque tu cabeza no da más de sí: Gaza, Ucrania, miles de ahogados en el Mediterráneo, el cambio climático. Como europeos, como terrícolas, nos preocupan las mismas cosas. Pero son aquellas ante las que nos sentimos más impotentes, menos concernidos. Todos vemos cómo se supera ese momento informativo que aconseja pasar a otra cosa. Por agotamiento, saturación, pérdida de atención, o cualquier nombre que se le quiera dar a la tristeza, sin más. Hay que tirar en el día a día, recurrir a preocupaciones más manejables. Y funciona: repasé un resumen de noticias del año y no recordaba nada de algunas terribles, pero sí el fenómeno Barbie, cosas así, aunque ya no recuerdo si estaba a favor o en contra, o me daba igual, como ahora.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.
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