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Textura, color y azar: por qué la resistencia del cine en 16 milímetros es una buena noticia

Un grupo de cineastas y artistas visuales españoles participa este fin de semana en un ciclo neoyorquino ahora que se cumplen cien años del formato

fotogramas Healing Ray
Tiras de fotogramas de la película ‘Healing Ray’, rodada en 16 mm, de Jorge Suárez-Quiñones Rivas, 2021.
Elsa Fernández-Santos

La historia del cine le debe uno de sus capítulos más emocionantes a la revolución que supuso la llegada del formato de 16 milímetros. En 1923, ahora hace un siglo, la compañía Eastman Kodak introdujo en el mercado su primera cámara amateur, la Cine-Kodak, que permitía rodar películas caseras gracias a un nuevo tipo de película más manejable y económica que la de 35 milímetros. Nadie entonces pudo prever las infinitas posibilidades de un formato que abría la puerta a rodajes más ligeros y al margen de la industria. Sin aquel invento no hubiese existido ni el primer cine experimental y de vanguardia, ni gran parte del cine documental, ni un movimiento como la nouvelle vague francesa. Tampoco el cinéma vérité.

Pero esta no es una historia nostálgica. De manera parecida a la defensa de la grabación analógica y del soporte del vinilo en la industria discográfica, aún existe una tenaz y audaz comunidad que trabaja con este celuloide en busca de la belleza de una experiencia indisoluble del formato. Una prueba de su buena salud la aportan este fin de semana el mítico Anthology Film Archive y el Museum of the Moving Image, que comparten en Nueva York un ciclo titulado Colección privada: el super-8 y el 16 mm en la escena de España. El ciclo incluye trabajos de 24 directores y artistas visuales que siguen trabajando en ese soporte y que representan la reivindicación de cine analógico que desde hace 15 años se vive en ciudades como Madrid, Barcelona, A Coruña y San Sebastián. Comisariada por Francisco Algarín Navarro y Carlos Saldaña, propone un recorrido inédito por la escena actual del cine nacional de vanguardia.

Lo dijo Jonas Mekas, responsable, como padre del Anthology Film Archives, de que se haya salvaguardado gran parte del cine independiente y de vanguardia contemporáneos (del recién fallecido Michael Snow a Kenneth Anger o Maya Deren): no sobreviven las películas más grandes, “sino las esenciales”. El creador de un diario filmado único en su especie —Mekas no hacía películas; filmaba sin descanso— se refería en una conversación con su colega Stan Brakhage de 2000 para Vogue, publicada íntegramente hace un año en la revista Lumière, a un director de 17 años, Gregory Zucker, que acababa de realizar en 16 mm sus cinco primeras películas. “Todas son en blanco y negro, silentes, poemas cinematográficos muy breves. Muy hermosos. Muy sensitivos. Sólo juega con la luz y la oscuridad. Y no está interesado en el DVD o el vídeo o la TV. Simplemente usa la cámara de 16 mm que encontró en el armario de su padre. Hay mucha gente joven como él por todos lados. Se conocen, intercambian películas”, afirmó entonces Mekas.

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El cineasta lituano sabía que la película de 16 mm abre a espectadores y creadores un horizonte de posibilidades que pasan por la exploración del color, el grano, el foco o la relación entre el formato y la pantalla. “Su uso durante el siglo XX ha sido fundamental para películas escolares, divulgativas, científicas o como registro bélico. Su portabilidad ha permitido el acceso a la filmación de lugares o momentos que no contaban con una imagen hasta que llegó el 16 mm”, afirma Algarín sobre un tipo de película crucial para los registros de la II Guerra Mundial. “Además, ha permitido ahondar en la relación entre la cámara y el cuerpo. Cámaras como la Bolex son capaces de traducir la gestualidad de las personas que filman”, añade sobre un formato que ya en la década de los sesenta liberó a toda una generación de jóvenes, de París a Nueva York, que repensó el cine y de paso tomó las calles. En Francia, los cachorros de la nouvelle vague crecieron bajo el abrigo de padrinos como Eric Rohmer, que desde principios de los cincuenta ya usaba el formato. En paralelo, un hijo de la inmigración griega en Estados Unidos, John Cassavetes, alteró las reglas del juego abriendo nuevos caminos para el cine independiente con películas como Faces, rodada en una sola noche con el grano del 16 mm.

Cien años y varios avances tecnológicos después, la tensión creativa del analógico sigue siendo muy diferente a la del digital. Incentiva la concentración frente a la acumulación, la economía del medio y el propio conocimiento de las herramientas de trabajo. Su difusión también le debe mucho a aventuras como la Canyon Cinema, cooperativa de cineastas ubicada en San Francisco que desde los años sesenta se dedica a distribuir cine de vanguardia por todo el mundo. Una aventura que nació en el patio de la casa de otro cineasta visionario, Bruce Baillie, quien con muebles y sillas de los vecinos ofrecía palomitas, bebidas y pasteles para pertrechar a un público que se enfrentaba a otro tipo de cine.

Más allá de esos márgenes, el 16 mm también resiste en la obra de influyentes cineastas contemporáneos como Todd Haynes, Darren Aronofsky, Wes Anderson, Apichatpong Weerasethakul o Kelly Reichardt. Todos han recurrido a su poética. Cuando Reichardt empezó el rodaje de Certain Women, su opción inicial era el digital, pero al rodar una pista de nieve decidió cambiar el formato. Concluyó que, si el digital presentaba la nieve como un bloque compacto, el centenario 16 mm sabía recoger todo su misterio blanco.

En España el 16 mm tiene como epicentros fundamentales la Elías Querejeta Zine Eskola de San Sebastián; el Xcèntric del ­CCCB, en Barcelona; el laboratorio LAV de Madrid y el festival de A Coruña S8. Elena Duque, vinculada a este último y participante en el ciclo neoyorquino, que incluye 33 filmes y dos performances de cine expandido, explica que para ella los secretos del 16 mm van más allá de la textura y el color y tienen que ver con la manualidad del proceso y con el componente siempre imprevisible del analógico: “Me interesan sus tiempos, te obligan a un trabajo más reflexivo y analítico. Además, no estás atada a la pantalla de un ordenador, la experiencia manual cobra el protagonismo. Es un proceso lleno de placer, como coser o pintar. Es artesano y, por tanto, el azar y lo impredecible están siempre presentes”.

Las películas de Duque forman parte de un conjunto que, según detallan los comisarios, aborda cuestiones relacionadas con “el cine-diario y la cotidianeidad, el cine lírico, la escritura y la literatura, la música, la pintura, el collage, la animación, las políticas identitarias, la sexualidad, la autorrepresentación y el cuerpo, el diario de viaje, el trabajo, la arquitectura, la escultura, la botánica, la biología y el propio cine en sus múltiples formas”. Incluso el cine como una forma de meditación y terapia.

Todo ello cabe en un formato modesto pero importante que ahora cumple un siglo y cuya búsqueda definió con inspiración Baillie: “Lo que perseguimos es el sendero del poeta: huellas solitarias en los negros y nevados lugares de la memoria y en un horizonte desconocido”.

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Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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