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¿Se ha vuelto la izquierda más sermonera que la derecha?

El reproche de un supuesto puritanismo acompaña, como una sombra, a las fuerzas y los discursos igualitarios. Las invocaciones a la moral, en otros tiempos asociadas a los conservadores, cunden en aguas progresistas

Ideas 26/03/23 web Izquierda moralista
Nicolás Aznárez
Enric González

Todas las épocas tienen sus incoherencias. En Historia de dos ciudades, Charles Dickens hace notar desde el primer párrafo a sus lectores victorianos que en el siglo XVIII, el que llevó a la Revolución Francesa, las cosas eran tan complejas como lo parecían en 1859: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.

Estas líneas de Dickens valen para la actualidad: tenemos más información que nunca y estamos más desinformados que nunca; más conectados que nunca y más aislados que nunca; ajenos a la moral y, a la vez, empecinadamente moralistas. Se ha popularizado el término “izquierda regañona” (hace unos días lo utilizó el escritor Javier Cercas) en referencia a las actitudes supuestamente puritanas de los progresistas y a su aparente propensión a entrometerse en la vida personal ajena. Frente a eso que llaman “izquierda regañona”, las derechas, a las que tradicionalmente se atribuía el “moralismo”, tratan de mostrar un perfil libertario. ¿El mundo al revés?

“Nada nuevo”, opina la periodista y ensayista Lucía Lijtmaer, autora del libro Ofendiditos (Anagrama, 2019). “Ya hemos vivido situaciones similares en otras épocas de cambio”, explica. “Por ejemplo, en los años setenta, cuando el feminismo plantó batalla a la pornografía, también hubo acusaciones de moralismo y de ánimo censor”. Lijt­maer cree que ha cambiado el debate político (lo personal es público) y que ciertos discursos se han hecho inaceptables. “A nadie le hace gracia ahora aquello de ‘mi marido me pega’ de Martes y Trece. ¿Porque somos más puritanos? No lo creo”.

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El catedrático José Luis Villacañas, especialista en Kant y uno de los más prestigiosos filósofos españoles, considera razonable que el discurso progresista apele a lo moral: “Si la izquierda quiere superar el individualismo y generar sentimientos de solidaridad, tiene que apelar a argumentos morales que favorezcan la compasión, simpatía y solidaridad, y el igual derecho a bienes básicos con los que viene asociada la vida digna; de ahí su inevitable moralidad”.

A la combinación de lo personal y lo público se añaden ciertos rasgos de la nueva izquierda que Lijtmaer prefiere calificar de “ejemplarizantes”, “como lo de comprarse la ropa en Alcampo y preconizar cierto tipo de vida, que a mí me parecen relacionados con la izquierda populista latinoamericana”. El caso es que cuando Pablo Iglesias e Irene Montero compraron una casa en Galapagar, cerca de Madrid, no fueron los suyos quienes los criticaron, sino la derecha, que rápidamente popularizó el término “casoplón”. Cuestionándose, obviamente, que unos dirigentes izquierdistas tuvieran el derecho moral de residir en una zona acomodada.

La discusión pública sobre lo moral adquiere una especial virulencia cuando se refiere al feminismo. La secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez, causó, por ejemplo, bastante estupor cuando criticó que las jóvenes españolas valoraran el coito por encima de la masturbación. “Eso fue un error de comunicación, esos temas corresponden a las campañas educativas sobre la sexualidad”, dice Lijtmaer, quien recuerda que, según los sondeos, crecen las actitudes machistas en los adolescentes varones. Como cabía esperar, la pornografía en internet no ha resultado el mejor instrumento para la educación sexual. La proliferación de violaciones grupales constituye un fenómeno relativamente nuevo.

Por un lado, la necesidad de poner fin a ciertas cosas justifica un cierto furor moralista. Por otro, en el fragor de la discusión se escucha solamente lo primario y se pierde lo demás. Como la denuncia irónica. El periodista Juan Soto Ivars acaba de publicar el libro Nadie se va a reír (Debate, 2022), en el que relata la desdichada peripecia de Anónimo García y su grupo artístico, Homo Velamine.

El grupo denunciaba determinadas actitudes por la vía de la paradoja. Creó, por ejemplo, una falsa web llamada FEA (Feministas con Esperanza Aguirre). Tras el caso de La Manada, una violación grupal en Pamplona (7 de julio de 2016), García y los suyos quisieron criticar el abuso sensacionalista por parte de los medios de comunicación creando una web (falsa) que ofrecía “recorridos turísticos por la ruta de La Manada”. Anónimo acabó condenado a año y medio de cárcel por daños morales a la víctima. Y fue despedido de Greenpeace, la organización ecologista para la que trabajaba.

Anónimo García sufrió una auténtica “cancelación” por una campaña irónica contra el amarillismo de los medios en un caso de violación. La reprobación legal y moral arruinó su vida.

Lucía Lijtmaer piensa, sin embargo, que la “cultura de la cancelación” anglosajona no cuajará en España. “Otra cosa”, dice, “es que una determinada empresa, por razones de imagen, prefiera prescindir de alguien que ha hecho algo cuestionable”. Y se pregunta: “¿Han cancelado a Plácido Domingo? Hay denuncias contra él por abusos sexuales, pero no pasa nada”.

Ideas 26/03/23 web  Izquierda moralista
Nicolás Aznárez

El periodista Juan Soto Ivars, autor de Arden las redes (Debate, 2017) y La casa del ahorcado (Debate, 2021), ofrece en el primero un ejemplo brutal de “cancelación” progresista por razones morales. Es el de Justine Sacco, una joven empleada de la empresa IAC, propietaria de aplicaciones de citas como Tinder.

Un día de 2013, Justine Sacco viajó por trabajo a Sudáfrica. Antes de embarcar, envió a sus 200 seguidores en Twitter (gente habituada a su humor negro y a sus chistes provocativos) el siguiente mensaje: “Me voy a África. Espero no pillar el sida. Es broma. ¡Yo soy blanca!”. Apagó el móvil y emprendió el largo viaje. No supo que durante esas horas su mensaje había rebotado miles de veces, que decenas de miles de personas la habían insultado y la consideraban una racista infame, que se había convertido en trending topic mundial, que una multitud anónima, moralmente indignada, había exigido a IAC que la despidiera y que IAC había satisfecho de inmediato la “demanda popular”.

Cuando aterrizó, Justine Sacco ya no tenía empleo y, a juzgar por las cifras, era una de las personas más odiadas del planeta. Su vida estaba arruinada. ¿Por qué? Por nada. Por un chiste malo. Sacco fue víctima de una necesidad colectiva: miles de personas necesitaban sentirse moralmente superiores a ella y dejar por escrito ese sentimiento.

Antes de seguir, ¿qué es el moralismo? El filósofo y lingüista Tzvetan Todorov formuló una definición en 1999: “Es la lección moral dictada a los otros y quien dicta la lección se siente orgulloso. Ser moralista no significa en absoluto ser moral (…). El individuo moral somete su propia vida a los criterios del bien y el mal, que van más allá de sus satisfacciones o placeres. El individuo moralista somete a tales criterios la vida de quienes le rodean; extrae su virtud únicamente de la denuncia de sus vicios”. Es decir, se regodea en los presuntos vicios, o defectos morales, de los demás.

Quizá haya algo innato en ello. En su libro Sobre el ciudadano, publicado en latín en 1642, Thomas Hobbes, padre de la filosofía moderna, decía lo siguiente: “Todo goce del alma, toda satisfacción proviene de que, al compararse uno mismo con los demás, pueda uno tener una opinión de sí como de alguien superior”.

Internet y las redes sociales constituyen un factor relevante para explicar el fenómeno. El psicólogo y escritor Edu Galán, autor de El síndrome Woody Allen y La máscara moral, compara el desarrollo de internet con la invención de la imprenta y considera que ambos avances tecnológicos tienen efectos disruptivos similares. “En las redes sociales se intenta llamar la atención”, dice, “y no existe mejor forma para ello que practicar la exhibición individualista y criticar moralmente al otro”.

Caben pocas dudas acerca del efecto de la cibernética en la proliferación de las actitudes neoinquisitoriales. Un estudio de varios profesores de la Universidad de Nueva York, basado en más de medio millón de mensajes en Twitter, demuestra que las afirmaciones de contenido emotivo o moral se difunden con mayor rapidez que las otras. Con respuestas favorables en su propio grupo social o ideológico y de rechazo en los otros grupos, lo que conduce a la viralización. Los algoritmos que rigen las redes fomentan, por supuesto, la visibilidad de ese tipo de mensajes: la bronca es la base del negocio.

Germán Cano, profesor de Filosofía y especialista en Friedrich ­Nietzsche, se muestra de acuerdo en que el fenómeno de la “hipertrofia moral” está muy ligado a las redes sociales, en especial a Twitter. Pero distingue entre lo moral como reflexión acerca de lo normativo y los valores vigentes y el “moralismo punitivo” con el que se descalifica al adversario. “El exceso de moralismo”, dice, “está muy vinculado a la exacerbación de lo individual y lo subjetivo”.

Y lo relaciona con la transformación de la sociedad de masas: “En el siglo XX, las masas se unían físicamente para comprobar y exhibir su fuerza; hoy, las masas se han individualizado y no se perciben poderosas en el espacio público, sino en el espacio privado”. Es decir, “cada uno en su habitación, opinando de forma autista”.

Un factor adicional dificulta, según Cano, el entendimiento. Se trata de la falta de contexto, de intermediación y, sobre todo, de tiempo. El intercambio de ideas (o de críticas morales) se reduce a unas pocas líneas que el receptor consume con rapidez e interpreta de forma literal. Por eso la ironía, la figura retórica consistente en decir lo contrario de lo que se quiere expresar, advirtiendo de ello con alguna palabra o gesto, decae en el discurso público.

El filósofo Villacañas hace distinciones acerca de lo que ocurre en las redes. “Alguien que ponga su nombre en la Red no querrá pasar por insensible a las argumentaciones morales”, dice. “No es seguro que suceda igual en las cuentas anónimas, donde los criterios de alineamiento parecen más vinculados a actitudes ideológicas de confrontación y donde las valoraciones específicamente morales son detestadas como ingenuas, poco realistas e ignorantes de la condición humana. En suma, en la que esos seres anónimos se sienten autorizados a pensar lo peor de la humanidad y a promoverlo al mismo tiempo”.

Villacañas añade que, hecha esta distinción, “todo el mundo desea asociar su nombre a la actitud moral que facilite el reconocimiento por parte del grupo”.

Otro ilustre kantiano, el catedrático Juan Arana, coincide y va más allá: “Yo diría que estamos regresando al tribalismo. Como ya nadie sabe ni le importa averiguar qué es bueno y qué es malo, se divide el mundo que nos rodea en grupos buenos y malos: cada cual pretende identificarse con los mejores y obviamente necesita recetas muy fáciles de aplicar para distinguir a los afines de los extraños, a fin de confraternizar con unos y satanizar a los otros”.

El fuego cruzado de aplausos y acusaciones morales no suele atenerse a razonamientos filosóficos ni argumentos factuales. Esta es la era de las emociones y los sentimientos. “Cuando se empieza a razonar ya no es tan fácil dejar de hacerlo: un argumento lleva a otro, uno puede encontrar a alguien que razone mejor y ante el que no quede otra que doblegarse. En cambio”, subraya Arana, “en la vida emocional cada individuo es juez supremo e inapelable: nadie puede poner en duda mis sentimientos y, si rechaza o desprecia lo que yo siento, puedo convertirlo en víctima de mi venganza afectiva”.

Los linchamientos virtuales (que no son solamente virtuales, ya que entrañan consecuencias en la vida real, como demuestra el caso de Justine Sacco) tienen algo de sistémico. “En el espacio público de la democracia moderna”, escribió el filósofo y politólogo francés Pierre-André Taguieff, “la condena a muerte social se logra por medio de la máxima difusión del acta de acusación”. Es así en las redes y en los medios de comunicación tradicionales, cada vez más permeados por lo virtual.

En su libro La máscara moral (Debate, 2022), Edu Galán destaca algo que “se pone de manifiesto en múltiples experimentos sociales: una persona tiende a castigar más a otra si hay gente mirando la sanción”. Y hoy estamos todos mirando.

José Luis Villacañas considera que no hay ánimo inquisitorial en las redes y que lo que llamamos “linchamientos” vendría a ser un daño colateral: “Yo veo la aspiración a confirmar las propias posiciones, prejuicios, valoraciones o creencias y a utilizar todas las armas para dañar al adversario. No veo que las redes tengan que ver en absoluto con la verdad. Creo que son espejos de carácter y que ya el hecho de preferir el anonimato al nombre propio es uno de esos espejos. Implica el abandono de la responsabilidad, que es la apuesta decidida por la inmoralidad. En ese ocultamiento, uno se autoriza a sí mismo la desinhibición pulsional. El resultado es una asimetría que puede producir mucho sufrimiento. Las redes sociales deberían sencillamente prohibir las cuentas anónimas”.

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