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Un asunto marginal
Columna
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La lucidez (relativa) de las Brigadas Rojas

A partir de 1980 se inició una subasta fiscal a la baja con la que cada país intentaba atraer capital internacional

Brigadas Rojas
Renato Curcio, militante de las Brigadas Rojas, en la prisión de Rebibbia el 1 de marzo de 1989 en Roma, Italia.Stefano Montesi (Corbis via Getty Images)
Enric González

Las Brigadas Rojas fueron un fenómeno interesante. Hablamos de un grupo revolucionario armado, terrorista en la actual nomenclatura, que asesinó a 84 personas en Italia entre 1974 y 2003; muchas menos, ciertamente, que las asesinadas en el mismo periodo por el neofascismo coaligado con los servicios secretos occidentales, pero ese no es el tema que nos ocupa.

Lo interesante del caso radica en que, gracias a su vocación obrerista, las Brigadas Rojas lograron una asombrosa clarividencia. Aunque los fundadores del grupo procedían de ambientes universitarios (el líder, Renato Curcio, estudió Sociología sin llegar a licenciarse), daban preferencia a las opiniones de los comités de empresa y las células de fábrica. Y los obreros notaban bajo sus pies un temblor sísmico muy amenazante: las cosas estaban empezando a cambiar, para peor.

Desde su fundación, en 1970, las Brigadas Rojas se refirieron a la República Italiana con las siglas SIM: Stato Imperialista delle Multinazionali. En la discretamente célebre Resolución de la Dirección Estratégica publicada en febrero de 1978 (justo antes de secuestrar y asesinar a Aldo Moro), las Brigadas Rojas, bajo toneladas de farfolla materialístico-dialéctica, decían unas cuantas cosas relevantes para el mundo de hoy.

La primera, que el imperialismo se había privatizado y se había reencarnado en las multinacionales; la segunda, que el Estado-nación quedaría cada vez más subordinado al capital multinacional; la tercera, que, para adaptarse a esa subordinación, el Estado-nación renunciaría a la política en nombre del pragmatismo, lo que produciría un vaciamiento del poder legislativo (donde supuestamente deberían trazarse las políticas a través del debate) y un reforzamiento del ejecutivo; la cuarta, que la economía sería pronto global.

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Pese a ser un grupo marxista-leninista altamente politizado, la base obrera confería a las Brigadas Rojas un rasgo de lucidez esencial: eran conscientes de que la política no construye la realidad, sino a la inversa.

Hay que tener en cuenta que cuando se publicó la citada declaración, las empresas estadounidenses pagaban en impuestos hasta un 46% de sus beneficios, y que en Francia el impuesto sobre la renta llegaba al 60% para los más ricos. Todo eso iba a cambiar a partir de 1980, con el triunfo del neoliberalismo y el inicio de una subasta fiscal a la baja con la que cada país intentaba atraer capital internacional. E iba a cambiar aún más en 1989 con la caída de la Unión Soviética y la formulación del llamado Consenso de Washington, una “hoja de ruta” (liberalización, privatizaciones, desregulación, impuestos bajos) que conducía directamente al mundo actual.

Hay quien se indigna en el Gobierno por el hecho de que Ferrovial quiera trasladar su sede a Holanda. No es nada raro, es lo que hacen las multinacionales: aprovechar la subasta de rebajas fiscales y acercarse a los mercados de capital (ninguno de los 10 más importantes, por cierto, está en la Unión Europea).

La gente, en cambio, tiende a indignarse por otra cosa: nota bajo los pies un temblor, el que produce el lento desfallecimiento del Estado del bienestar, empezando por la sanidad pública. Lo anunciaba el Consenso de Washington: menos políticas sociales, más inversión productiva. Estamos tardando en enterarnos.

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