Mujeres despojadas de su propio apellido
Se elogia al inglés por no necesitar duplicaciones, pero convive con esta antigualla de que la esposa pierda su patronímico
La cumbre de la OTAN que se desarrolló en Madrid la pasada semana ha permitido observar que la esposa del presidente francés, Emmanuel Macron, se llama Brigitte Macron; que la esposa del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, se llama Jill Biden; que la esposa del primer ministro de Malta, Robert Abela, se llama Lydia Abela; que la esposa del primer ministro albanés, Edi Rama, se llama Linda Rama; y que la esposa del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, se llama Emine Erdogan; mientras que la esposa del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, se llama Begoña Gómez.
Estadounidenses, británicos y malteses hablan un idioma, el inglés, al que se suele elogiar porque no requiere duplicaciones (sus “ciudadanos y ciudadanas” son igualmente citizens); pero unos y otros aún conviven sin mayor problema con la antigualla de que la esposa adopte el apellido del marido, cosa que en nuestra sociedad dejó de suceder hace mucho. De hecho, en el Reino Unido se ofrece a la recién casada una guía para resolver los enojosos trámites que implica ese cambio en todo el aparato administrativo: el Marriage Name Changing Kit (manual de cambio de nombre por matrimonio). Se trata de una costumbre amparada por la ley, aunque no impuesta por ella; pero que mantiene una enorme fuerza.
Hillary Clinton usaba su apellido de soltera, Rodham, cuando su marido, Bill Clinton, se presentó para gobernador de Arkansas en 1980. Como perdió, los asesores de la candidatura vieron en eso un problema de imagen y le sugirieron a Rodham que pasase por el aro, cosa que aceptó para el resto de su vida personal y política.
La escritora feminista Robin Lakoff, autora de obras decisivas para comprender mediante la sociolingüística las discriminaciones de la mujer, estuvo casada con George Lakoff, otro de los grandes estudiosos del lenguaje en sociedad. Y ha firmado todos sus libros con ese mismo apellido.
Robin Lakoff escribió este párrafo: “En todas las situaciones de la vida se define a la mujer según los hombres con que se relacione (…). No son más que ‘la mujer de John’ o ‘la novia de Harry” (El lenguaje y el lugar de la mujer. 1995. Página 72). Eso es exactamente lo que le ha sucedido a Robin Lakoff cada vez que firmaba uno de sus títulos: que podía ser vista como “la esposa de George Lakoff”. Y por tanto, como una víctima más de lo que ella misma denunciaba.
La misma sociedad norteamericana de tan arraigada democracia y que habla ese inglés sin apenas géneros acaba de sufrir, a pesar de ello, un gran retroceso en el derecho al aborto, tras la decisión adoptada por su Tribunal Supremo el pasado 24 de junio.
Por tanto, conviene la prudencia a la hora de ver las desigualdades entre sexos como causa del funcionamiento de los géneros, para no dar una pirueta similar a la afirmación de que el Sol sale porque canta el gallo. Recordemos que el machismo ha convivido históricamente con lenguas basadas en el genérico femenino, como el guajiro (en el Caribe), el koyra (Malí) o el afaro (Etiopía). Y que el presidente Erdogan habla un idioma muy inclusivo: el turco, que carece de diferencia de géneros, pero se emplea en un país de Gobierno islámico que abandonó en 2021 el convenio europeo contra la violencia machista.
El machismo no se halla, pues, en el sistema de la lengua, porque la casuística derriba cualquier teoría; sino en las asimetrías con que la usamos. Y una de ellas es esa pérdida del apellido de la mujer a quien se despoja de su identidad para darle la del esposo.
Apúntate aquí al boletín semanal de Ideas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.