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Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Ketanji Brown Jackson, la jueza que rompió el techo del sueño americano

La primera afroamericana en llegar al Tribunal Supremo de EE. UU. estudió en un instituto público

Foto: LUIS GRAÑENA | Vídeo: EPV
Iker Seisdedos

En vista de lo poco que cabía objetar profesionalmente a la candidatura progresista de Ketanji Brown Jackson, que el jueves se convirtió en la primera jueza negra en la historia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, los senadores republicanos se dedicaron durante las maratonianas jornadas de su confirmación a pedirle cosas como que puntuara del uno al diez sus sentimientos religiosos, que definiera los contornos de la palabra “mujer” o que aclarara si cree que los bebés nacen racistas. También, sobre todo, la pintaron como demasiado blanda con el crimen y demasiado tolerante con los delitos de pornografía infantil. ¿Y su filosofía jurídica? Tan peligrosa y tan influida por grupos de presión de extrema izquierda que la financian que eso explicaría que prefiera mantenerla en secreto.

Jackson, nacida en Washington hace 51 años, pero criada en Miami como la hija de dos profesores de clase media educados en colegios segregados y en históricas universidades negras, contestó a las preguntas hostiles y aguantó todas las groseras interrupciones con paciencia, respiró hondo y argumentó con la destreza de la campeona de debate que era cuando estudiaba, como Jeff Bezos, en el instituto público Palmetto de Florida. “Nada me ha preparado mejor que esa experiencia para el éxito en el derecho y en la vida”, afirmó en una conferencia en 2017.

Esa misma templanza le ha servido para abrirse paso en lugares tradicionalmente vetados a los suyos como Harvard, donde luchó porque un alumno retirara una bandera confederada (racista) de una de las ventanas del colegio mayor y se graduó cum laude después de que un consejero preuniversitario le dijera que mejor no apuntara “tan alto”.

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Las dotes adivinatorias de aquel tipo quedaron desacreditadas de nuevo el jueves, cuando Jackson hizo historia al ser confirmada por el Senado. Y en esta ocasión no es una frase hecha: es la primera vez que una afroamericana ocupa uno de los nueve asientos del alto tribunal en sus 232 años de existencia (un tiempo ciertamente poco diverso: solo 8 de los 116 jueces del Supremo no han sido hombres blancos). Será la primera vez también en que coincidan cuatro mujeres en la institución.

“No es una designación histórica solo por esos motivos. Se abren muchas nuevas perspectivas con ella”, explica Paul M. Collins, profesor de Derecho de la Universidad de Massachusetts y autor de tres libros sobre la progresiva politización del Supremo. “Su llegada diversificará la corte: es la primera magistrada con un pasado como abogada de oficio y tiene experiencia en la instrucción judicial, como Sonia Sotomayor [designada en 2009 por Obama]”. Collins señala otra ventaja de su currículo: su desempeño como vicepresidenta de la Comisión de Sentencias, agencia independiente que vela por unificar los criterios de los tribunales federales. También ha sido jueza del Distrito de Columbia, el de Washington, desde donde plantó cara a Donald Trump (y desde donde redactó una sentencia que decía que “los presidentes no son reyes”), así como de su corte de apelaciones, puesto para el que recibió el año pasado el mismo respaldo que ahora: 53 votos a favor (los 50 senadores demócratas y tres republicanos) y 47 en contra. Pese a lo aparentemente apretado del resultado, el hecho de que cosechara algunos apoyos en la bancada contraria es un triunfo en sí mismo en el Estados Unidos de la polarización.

En su estreno ante la Comisión Judicial del Senado, uno de los de mayor relieve mediático del Capitolio (y de ahí, las salidas de tono de algunos de sus 22 miembros), contó ante su marido, el cirujano Patrick Jackson, que lloraba sin remedio, y sus hijas, Leila y Talia, que supo que quería dedicarse al derecho al ver en la mesa de la cocina los libros de texto de su padre, entonces estudiante de leyes, junto a sus cuadernos para colorear. Sueña con ser jueza desde los 12 años (¡!). Y desde que su nombre surgió en enero tras el anuncio de la renuncia de su mentor, el juez Stephen Breyer, de 83 años, para permitir a Joe Biden su primera designación para la más alta instancia judicial del país, viene repitiendo que espera que su ejemplo permita creer que cualquier cosa es posible a las niñas como la que ella un día fue. Breyer, que dejará su puesto a Jackson en verano, al final del curso judicial, se quitó de en medio antes de que fuera demasiado tarde (y antes de que los demócratas presumiblemente pierdan el control del Senado en las legislativas de noviembre).

Del estudio de su más de medio centenar de sentencias se deduce que su sesgo es progresista, aunque durante las audiencias prefirió definir su filosofía con dos ideales: “Neutralidad e independencia”. “Me enfrento a cada caso sin ideas preconcebidas”, dijo. Eso lo aprendió en su tiempo como abogada de oficio, cuando no podía escoger a sus clientes y litigó, entre otros, en favor de un preso de Guantánamo.

También evitó pronunciarse sobre el aborto (tiene ideas religiosas sobre cuándo empieza una vida, pero las aparca, dijo, cuando se pone la toga) o adherirse a escuelas de pensamiento polémicas como la teoría crítica racial, subtrama de la Escuela de Fráncfort que pone el acento en el estudio del pasado esclavista como origen de un racismo sistémico y que es uno de los frentes más cruentos de la guerra cultural en Estados Unidos. Y aunque no es un hooligan, como algunos de sus compañeros más conservadores, del originalismo, que propugna una interpretación fidelísima de los designios de los padres fundadores, tallados hace más de dos siglos en la Constitución, tampoco comparte una libérrima interpretación del texto que convertiría a los jueces del Supremo en legisladores de facto. ”No creo en una Constitución viva, mutante e impregnada de mi propia perspectiva política o de la perspectiva política del momento”, argumentó.

Pocas cosas influyen más en la vida de los estadounidenses como las decisiones del Supremo. Ahora mismo, por ejemplo, están cociendo una sentencia que puede acabar con medio siglo de consenso sobre el derecho al aborto. Cambiar un togado progresista, Breyer, por otra un poco más progresista, Jackson, no cambiará la composición del alto tribunal, con una supermayoría inédita en ocho décadas de seis jueces conservadores contra tres progresistas. Tampoco la orientación de decisiones como esa, pero al menos hará que se parezca un poco más a la sociedad a la que representa.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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