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Tribuna
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Los incendios en Twitter están sobrevalorados

El comunicador Ibai Llanos se ha hecho realmente famoso cuando ha emergido de las redes sociales y se ha asomado a los medios de comunicación de masas. El mundo antiguo en el que me eduqué funde en negro con muchísima lentitud

Sergio del Molino
Ilustración suplemento Ideas 27/02/22.  Twitter
Ilustración suplemento Ideas 27/02/22. TwitterCinta Arribas

Nací en 1979, lo que me coloca entre los últimos de la generación X y los primeros mileniales. Creo que pertenezco a la X, porque extinguí los planes de la EGB, BUP y COU: mientras pasaba cursos en el instituto, estos desaparecían. Los que venían detrás cursaban ESO, que al principio era más un demostrativo que unas siglas. Desde entonces, todo fue así: llegaba tarde a las fiestas analógicas y demasiado pronto a las digitales. Me preparé para vivir en un mundo que tenía fecha de extinción.

Crecí acumulando discos, casetes y cintas de vídeo que hoy no puedo reproducir. Ahora que estoy suscrito a todo streaming posible no echo de menos mis colecciones, aunque tampoco me deslumbra el infinito de internet. Los cuarentones como yo vemos las novedades con cierta distancia cínica, pero tampoco somos dinosaurios encerrados en una nostalgia de mantita y brasero. Nadar entre dos aguas nos permite decirles a unos que la revolución tecnológica no es para tanto, y a otros, que en el mundo de ayer no perdieron ningún edén.

En el episodio 22 de la séptima temporada de Cómo conocí a vuestra madre, el depredador sexual Barney anima a su amigo Ted a apuntarse a una web de citas tipo Meetic. Ante la resistencia de este, argumenta: “Venga, estamos en 2012. ¿Qué esperas? ¿Conocer a una agente de viajes mona en una librería mientras lees un periódico? Ninguna de esas cosas existe ya”. La escena se ha viralizado y reaparece como cita de autoridad para tecnófilos.

En 2015, Vetusta Morla grabó un concierto en el Wizink Center de Madrid que se convertiría en 15151. En la penúltima canción, El hombre del saco, el cantante Pucho recitó una arenga en la que reivindicó la corporeidad, la presencia y la carne frente a las pantallas y lo virtual: “No queremos vivir en las pantallas” o “cambiemos emoticonos por caras a caras más reales” fueron frases muy aplaudidas, y aunque el aplauso de un concierto no tiene valor demoscópico, es significativo que Vetusta Morla presente su arte como una resistencia a las inercias digitales.

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Cómo conocí a vuestra madre es una serie impresentable para la sensibilidad woke, pero su humor cínico y cáustico sintonizó bien con mi generación —los actores del reparto nacieron entre 1973 y 1982—. La frase de Barney recoge el punto de vista mayoritario en 2012. Vetusta Morla es el grupo español más importante de las últimas décadas, y su conexión profunda e íntima con sus contemporáneos (Pucho tiene mi edad) es indiscutible. Su éxito refuta la tecnofilia de la cita de la serie: triunfaron cuando la industria discográfica se desmoronaba y llenaron estadios cuando el rock y el pop se recluían en teatros y salas pequeñas. Son un grupo de hoy con presupuestos de ayer (y uso la palabra presupuestos en todas sus acepciones, incluida la financiera), con discos trabajados a la antigua y conciertos intensísimos sin pizca de ironía posmoderna, verdaderas comuniones litúrgicas. No es extraño que reivindiquen la presencia y el cuerpo: sus canciones no funcionan en TikTok.

Han pasado 10 años de la cita de Cómo conocí…, y si era falsa entonces, sigue siéndolo ahora. Me centraré en la tantas veces matada y enterrada Galaxia Gutenberg. En 2013 la caída en las ventas de libros tocó fondo en España. Tal caída no la causó Mark Zuckerberg, sino Lehman Brothers. El mercado se hizo más pequeño, prácticamente la mitad, pero ya no ha ido a menos, y desde 2020 ha repuntado espectacularmente. En 2021, las ventas de libros crecieron un 25%, y el gremio de libreros apreció un rejuvenecimiento de los lectores. Algunos de los debates culturales y sociales más intensos de los últimos años han nacido en libros.

Desde 2019, El infinito en un junco, una historia del libro antiguo escrita por una filóloga clásica, se ha convertido en un fenómeno internacional. Muchos de sus lectores lo son porque Irene Vallejo celebra y reivindica el libro como tótem cultural y seña de identidad. Mientras la pandemia aceleraba la revolución digital, el mundo analógico, físico y rotundamente material se enrocaba en un libro contrario a los credos de Silicon Valley.

Un acontecimiento tan contraintuitivo bastaría para rebajar el entusiasmo de los tecnófilos y el pesimismo de los tecnófobos, pero para ello deberían sacar la cabeza de vez en cuando de las redes sociales. Solo saliendo de ellas se percibe una irrelevancia que debería preocupar a Zuckerberg. Cuando este farolea con cerrar su negocio en Europa, debería medir bien su contingencia. Me apuesto un brazo a que tardaríamos pocos días en recuperarnos, y al cabo de un mes, ni recordaríamos qué era aquello. La aceleración de la historia afecta también a los responsables de acelerarla.

Lo dice un adicto a las redes, alguien que postea compulsivamente en Facebook, discute como un energúmeno en Twitter y se plantea cerrar sus cuentas al menos una vez al día. Cuando digo que podríamos vivir sin ellas no emulo al yonqui que balbucea “lo dejo cuando quiera”: sé que son una ilusión. He pasado horas sufriendo en polémicas e incendios digitales que amenazaban con destrozar mi reputación y mi vida. No solo nunca ha pasado nada, sino que mucha gente que me quiere ni se ha enterado de mi escarnio en la plaza pública, lo que significa que esta no era tal, sino un patio particular.

La privatización del ágora sería asunto de otro ensayo. Aquí me centro en la relevancia de las redes, claramente magnificada y basada en creencias sin datos que las sostengan. Nadie ve la tele, se dice, pero Antena 3 y TVE congregan a 12 millones de espectadores en las campanadas, mientras Ibai y Ramón García reúnen a 2,2 (un éxito, pero son cifras aún muy alejadas de las que consigue la tele). Algo parecido sucede con los podcasts, una industria con estrellas capaces de llenar el Wizink Center, como Carolina Iglesias y Victoria Martín y su Estirando el chicle, pero por cada oyente de podcast hay más de 20 de radio convencional.

Además, la fama sigue siendo un producto de los viejos mass media. Me refiero a la fama indiscutible: Ibai no ha sido famoso con todos los atributos hasta que no ha empezado a asomar por espacios convencionales donde la audiencia no sabe qué carajo es Twitch. Que los futbolistas prefieran salir en su canal antes que en El larguero es muy revelador, pero no definitivo. Como poco, puede decirse que el mundo antiguo en el que me eduqué funde en negro con muchísima lentitud, mientras el mundo nuevo avanza más despacio de lo que proclaman sus profetas. Más que a tormentas o terremotos, los cambios se parecen al ciclo de bajamares y pleamares de una playa tranquila.

Acostumbrados a la urgencia de las notificaciones, a la adicción de las pantallas y a los apocalipsis que suceden dos veces al día, esta imagen marina permite pensar el mundo sin ahogos, que es lo que necesitamos todos, seamos de la generación que seamos.

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Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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