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ensayos de persuasión
Columna
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El miedo

El historiador Tony Judt contó cómo el temor resurge una y otra vez en la vida activa de las democracias

Joaquín Estefanía
Centenares de personas se concentran en contra de la agresión homófoba sufrida por un vecino del municipio de Talavera de la Reina (Toledo)
Centenares de personas se concentran en contra de la agresión homófoba sufrida por un vecino del municipio de Talavera de la Reina (Toledo)Manu Reino (EFE)

Combatir el miedo social es una de las principales actividades que definen la calidad de una democracia. No hay libertad con miedo. En los últimos tiempos se ha instalado en España un temor que parecía olvidado, sobre todo teniendo en cuenta que nuestro país ha sido pionero en la definición de los derechos LGTBI: el de ser atacado violentamente por ser diferente. Ese miedo está presente en declaraciones públicas, en las redes sociales, en las conversaciones privadas.

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El acontecimiento más flagrante ha sido el asesinato, mediante una brutal paliza causada por una horda, del joven coruñés Samuel Luiz al grito de “maricón de mierda”. Ha habido ataques violentos en Valencia, Toledo, Vitoria, Melilla, etcétera. Han crecido el número de denuncias por delitos de odio y también los discursos homófobos, que son el caldo de cultivo de la violencia ejercida.

El miedo ha sido históricamente uno de los aliados más fieles de la extrema derecha, que intenta que la población viva inmersa en él. El miedo como arma de dominación. La creación artificial de atmósferas de miedo obliga a los ciudadanos más concernidos a blindarse, ya que trata de desarmarlos y de paralizarlos en su acción pública. El historiador británico Tony Judt, que tanto estudió el ambiente de temor en Europa en el periodo de las dos guerras mundiales, escribió una especie de testamento intelectual (Algo va mal; Taurus) en el que teorizó sobre la enfermedad social del miedo. Allí rebatía la tópica idea de que el miedo es libre y describía cómo las crisis (políticas, económicas, sociales, de identidad…) lo multiplican por mil. En circunstancias difíciles como las que vivimos, el miedo resurge como un ingrediente activo de la vida de las democracias.

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Ese miedo tiene muchos rostros: a la incontrolable velocidad del cambio tecnológico, a perder el empleo, a quedarse atrás en una redistribución de la renta y la riqueza cada vez más desigual, a perder el control de las circunstancias y rutinas de la vida cotidiana; miedo a la globalización, pero no sólo a que no podamos definir nuestras vidas, también a que aquellos a los que hemos concedido la autoridad de que nos gobiernen hayan perdido el control a favor de fuerzas que están más allá de su acción política. Y ahora, miedo a ser atacados por el mero hecho de ser diferentes: violencia homófoba.

Sería un paso atrás muy significativo. Zygmunt Bauman llegó a creer, en un momento optimista, que la modernidad (la “modernidad líquida”) iba a ser aquel periodo de la historia, muy próximo, en el que los ciudadanos dejarían atrás los temores que dominaron el pasado, que se iban a hacer con el control de sus vidas y domeñarían las fuerzas descontroladas. Bauman murió (2017) antes de la covid, que hubiera roto su tesis, aunque le dio tiempo a sufrir la Gran Recesión, una de las crisis mayores del capitalismo. El “miedo líquido”, para el sociólogo polaco, fluye, cala, se filtra, rezuma… y nadie está a salvo de él, anida en el cerebro y quebranta la resistencia, no permite tomar decisiones libres. Incluso se extiende el miedo a equivocarse y elegir mal, sin que la vida conceda una segunda oportunidad. El mundo ha entrado en una era de inseguridad, y la inseguridad engendra miedo (un miedo contagioso) y corroe la confianza en la que se basan las sociedades democráticas.

Pero ahora, en nuestro país, reaparece concretamente un temor que nos remonta al pasado más odioso y que se expresa en homofobia. Gobernar con quien vierte odio, no reprobar con radicalidad su discurso, entorpecer las herramientas que exige la ley, todo ello cristaliza en el aumento de ataques a la comunidad LGTBI. Es obligación democrática desterrar de la vida cotidiana a los “fabricantes de miedo”. El escritor Bob Pop, al conocerse la impostura del caso de un joven que fue tatuado en el glúteo con la leyenda “maricón”, escribió: “¿De dónde vendremos y qué miedos nos han vuelto a despertar que la supuesta mentira nos parece más verosímil que la supuesta verdad?”.

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