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De paseo por el metaverso, donde uno puede ir a museos, comprar un coche volador o construir una catedral

Este mundo virtual inmersivo convertido en utopía de los veteranos de la web es aún un desafío tecnológico. Pero en él ya se venden parcelas

Karelia Vázquez
Metaverso Cryptovoxels
El metaverso de Cryptovoxels, donde se pueden comprar y vender propiedades virtuales y otros NFTs.

Si no le gusta la vida tal y como es ahora mismo, estamos actualizando una versión superior. Por ahora la llamaremos metaverso. Nadie sabe exactamente de qué se trata, pero en breve todo el mundo hablará de ello, como del blockchain, del big data o del internet de las cosas: sin tener ni idea, pero con convicción.

“¿No estamos aún en el metaverso?”, se preguntaban los periodistas John Herrman y Kellen Browning en un artículo de The New York Times este pasado mes de julio. Intentaban definir esta entelequia virtual y persistente —este adjetivo no es gratuito—. Al final reconocieron que se enfrentan a las mismas dificultades que tuvieron en 1989 los que intentaban explicar cómo sería internet tal y como lo conocemos hoy. El fundador y consejero delegado de Facebook, Mark Zuckerberg, lo definió en julio, en un podcast de la revista The Verge, como “un entorno persistente y sincrónico en el que podemos estar juntos”.

No es cuestión de futuro: algunos ya están allí. A principios de 2021, el criptoartista Javier Arrés (Motril, 1982) aceptó como pago por una de sus obras dos parcelas en Cryptovoxels, un mundo creado en 2018 que hoy es uno de los cuatro metaversos más avanzados. Allí, en el barrio del Neón, el de las galerías, puso Arrés su pica en Flandes. Antes ya lo habían hecho dos clásicos de subastas de arte, Sotheby’s y Christie’s. “Acepté el pago asesorado por un galerista del que me fío”, cuenta el artista por teléfono. De los dos terrenos vendió el más pequeño y aún conserva el mayor. Cree que ha hecho un buen negocio. ¿Qué hará con una parcela en el metaverso? “Abrir mi galería, construir una catedral o el parque del Retiro. Ya veremos”, dice.

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Si nos vamos de paseo por esos mundos (a algunos de los cuales se puede acceder a través del navegador, o con unas gafas de realidad virtual), encontraremos universos en construcción con una personalidad muy definida. Javier Arrés los recorre de vez en cuando. Él, con una parcela en propiedad, todavía no clasifica como terrateniente en la incipiente estructura social del metaverso. “Entrar a Cryptovoxels es como callejear por un barrio asiático de calles estrechas y recovecos”, describe. “Por Decentraland (otro de los metaversos) vas más tranquilo, los espacios son abiertos, hay jardines, la experiencia es expansiva y espiritual. Todo es más bonito, los avatares están mejor diseñados. La prueba de que es una realidad superior es que no hay turistas en los museos”, dice Arrés. Decentraland se creó en 2017, tiene 90.000 parcelas y es un mundo finito. Sus desarrolladores así lo decidieron. No habrá más terrenos. Es un mundo donde la propiedad y el dinero están “descentralizados”, o sea, su economía es independiente de sus desarrolladores, lo que otorga poder y libertad a los usuarios, dueños absolutos de los activos online y últimos responsables de su destino final. Aquí todas las tierras ya tienen dueño, aunque estén vacías de contenido. Ya se llenarán. En cambio, Cryptovoxels, creado en 2018 con tecnología Ethereum, no es un mundo finito. Este metaverso estimula el espíritu creativo de los propietarios, que pueden diseñar su indumentaria y la decoración de sus propiedades.

El metaverso de Decentraland.
El metaverso de Decentraland.

Hacer vida social en el metaverso es fácil y agradable. Puedes acercarte a un avatar e iniciar la charla sin más lubricantes sociales… si el otro está por la labor, claro. También puede pasar de ti, como la vida misma. La única ventaja es que, de momento, la experiencia del ridículo no está optimizada para el metaverso, así que puedes seguir intentándolo.

En teoría, en el metaverso uno puede hacer y ser lo que quiera: comprar un coche volador, construir una catedral o ser el rey de la fiesta. Hay quien lo describe como la versión corregida y aumentada de la plataforma Second Life (nacida en 2003), ahora respaldada por tecnología blockchain o cadena de bloques, un sistema de registro de transacciones que garantiza a los usuarios tener sus propiedades autentificadas.

El término “metaverso” apareció por primera vez en la novela de 1992 Snow Crash, de Neal Stephenson, que contaba la historia de un repartidor de pizzas en el mundo real que ejercía de príncipe samurái en el metaverso. El concepto se refinó en Ready Player One (Ediciones B, 2011), novela de Ernest Cline adaptada al cine por Steven Spielberg en 2018. La trama transcurre en 2044. El mundo sufre una gran depresión y sus habitantes se evaden en Oasis, un videojuego al que dedican más tiempo y energía que a sus atribuladas vidas. Oasis les da todo lo que la realidad les niega: un refugio virtual para la incertidumbre y una salida, también virtual, a las pedestres limitaciones de la existencia. La gran evasión, la vida social mejorada y la independencia económica son algunos de los pilares de la idea fundacional del metaverso. ¿Quién podría negarse al experimento?

Escena de 'Ready Player One', basada en la novela homónima sobre el metaverso.
Escena de 'Ready Player One', basada en la novela homónima sobre el metaverso.The Hollywood Archive

Matthew Ball, ensayista e inversor capitalista en los mundos del futuro, explicó en un ensayo de 2020 que prefiere definir el metaverso como “el sucesor natural del internet móvil, y no solo como un espacio de realidad virtual”. La transición, asegura, “no será limpia, no habrá un antes y un después del metaverso, irá emergiendo con el tiempo a través de servicios, productos y funciones que acabarán mezcladas entre sí”. Dicho mal y pronto, el metaverso será internet no, lo siguiente.

Hasta 20 intentos diferentes de definir el metaverso surgen al preparar este artículo. Abundan, sobre todo, las definiciones de lo que no será. “No es una tienda de aplicaciones con un catálogo de títulos”, avisó Tim Sweeney, consejero delegado de Epic Games, la casa creadora de Fortnite, uno de los videojuegos que puede estar ya empujando los límites de internet. “Fortnite es más que un juego o una experiencia interactiva, estamos construyendo esa cosa social llamada metaverso”, explicó Matthew Weissinger, uno de los vicepresidentes de la compañía durante el juicio de Epic Games contra Apple en mayo pasado por las condiciones que imponía el fabricante del iPhone en su tienda de aplicaciones.

El ensayista Matthew Ball, desde su web, marca las condiciones necesarias para que podamos entrar en ese estado superior de internet: “Tiene que ser una experiencia constante, sin reseteos ni pausas. La experiencia ha de ser vívida, sincrónica y persistente en tiempo real, sin límite de usuarios simultáneos, pero a la vez debe brindar a cada uno de ellos un sentido de presencia individual. Debe contar con una economía en pleno rendimiento (las personas y empresas podrán crear, invertir, comprar y vender propiedades y serán recompensadas por su trabajo), y debe abarcar tanto el mundo digital como el físico”.

¿Técnicamente es posible tener todo esto al mismo tiempo en 2021? Ball cree que no. Uno de los problemas es la infraestructura para soportar una experiencia simultánea (y persistente) de millones de usuarios conectados. El concierto del DJMarshmello en el año 2019 en Fortnite conectó a 11 millones de usuarios en tiempo real, aunque se cree que hubo un pequeño desfase entre ellos. Hasta hoy ha sido el mayor evento virtual de la historia. El metaverso tendría que aguantarnos a todos a la vez, y eso… “es un gran desafío computacional”, dice Ball. Para algunos —él entre ellos—, el metaverso está “más cerca de lo que creemos”. Para otros, sigue siendo el argumento de una novela de ciencia ficción de los noventa. Los avispados están comprando las últimas parcelas a buen precio.

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Sobre la firma

Karelia Vázquez
Escribe desde 2002 en El País Semanal, el suplemento Ideas y la secciones de Tecnología y Salud. Ganadora de una beca internacional J.S. Knigt de la Universidad de Stanford para investigar los nexos entre tecnología y filosofía y los cambios sociales que genera internet. Autora del ensayo 'Aquí sí hay brotes verdes: Españoles en Palo Alto'.

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