Una mascarilla para García
En 1899 se publicó en una revista friki de Estados Unidos uno de los artículos más exitosos de la historia del periodismo, que abordaba ese problema existencial que nos ocupa: que la gente haga lo que tiene que hacer
Imaginen una película en la que hay un virus terrible y para frenarlo hay que moverse haciendo el pino, quienes no sepan hacerlo deben asistir a clases de gimnasia y, si no, son evacuados al espacio exterior. Pensaríamos que es una pesadilla. Lo mismo si para no contagiarse hubiera que salir con escafandra de buzo en horas nocturnas. Casi con solo prohibir el alcohol ya parecería el apocalipsis. Pero si en cambio anunciaran: “Basta con ponerse una mascarilla y no acercarse más de un metro a los demás”, creeríamos que está chupado, la película no tendría interés ni suspense. Si nos la contaran preguntaríamos: ¿pero se puede ir a la playa, a un bar? Sí, sí, basta con hacer esas dos cosas y lavarse las manos. Menuda tontería, responderíamos. Bueno, pues eso es lo que nos han dicho, y nada, no hay manera.
En 1899 se publicó en una revista friki de Estados Unidos uno de los artículos más exitosos de la historia del periodismo, que abordaba ese problema existencial que nos ocupa: que la gente haga lo que tiene que hacer. Se titulaba Un mensaje para García, 1500 palabras, y su autor era Elbert Hubbard. Fue un personaje estadounidense peculiar, muy de la época, admirador de Walt Whitman. Vendedor de jabones, de cultura autodidacta, creía en el individuo y en el trabajo bien hecho. De ahí que fuera anarquista, socialista, hábil empresario y editor de periódicos, por este orden. Era contracultural, feminista, ecologista y hombre de negocios. También tuvo dos mujeres a la vez, pero eso es otra historia.
Escribió el artículo a raíz de un episodio de la guerra de Cuba contra España: las tropas estadounidenses querían contactar con los rebeldes del general García y no sabían cómo. Se confió la empresa a un oficial solvente, Andrew S. Rowan. Le dieron una carta para García y le ordenaron entregársela. Nada más. Es decir, ni le dijeron dónde estaba ni cómo hacerlo ni él preguntó por los detalles, pero se largó y lo hizo. Esto deslumbró a Hubbard: “Todos los que se han esforzado en llevar a buen término una empresa determinada, en la que se necesite el concurso de muchos, han tenido que comprobar, llenos de consternación, la imbecilidad de los hombres que constituyen el término medio de la humanidad y su incapacidad y mala voluntad para concentrarse en una cosa y hacerla”. Había tenido un mal día en la oficina con sus subordinados, todo hay que decirlo, y el oficial se convirtió en su héroe. El artículo también emocionó a los empresarios como ideario para enmarcar. El presidente del Ferrocarril Central de Nueva York encargó 100.000 copias para sus empleados. El director del ferrocarril ruso hizo lo mismo y se distribuyó entre los soldados del Zar en la guerra con Japón. Al encontrar el folleto en las trincheras, los japoneses pensaron que era un revulsivo moral y el emperador lo repartió entre todos sus funcionarios. La clave eran frases como esta: “Mi corazón simpatiza con el hombre que igual trabaja cuando el jefe está ausente que cuando no lo está”. Fue traducido a todos los idiomas. Traducido a nuestros días, sería algo así: hombre, ponte la mascarilla aunque no esté la policía. Es curioso comprobar cómo en una sociedad laica la gente no atiende a razones científicas y sigue comportándose con religiosidad: que sea lo que Dios quiera.
Debe decirse, en honor a la verdad, cómo acabó Hubbard con su fe en el individuo. Estalló la Primera Guerra Mundial y quiso ir a entrevistarse con el Káiser para convencerle de pararla. Sin embargo no tenía pasaporte, se lo habían retirado tras una multa por la publicación de un chiste picante. Él se puso cabezón y se personó literalmente en la Casa Blanca para que el presidente le perdonara la sanción. Lo consiguió justo a tiempo para zarpar el 1 de mayo de 1915 en el Lusitania, el famoso transatlántico hundido una semana más tarde por un submarino alemán.
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