40 millones de muertos después: los peligros de ‘borrar’ el sida de las obras de arte que inspiró
La polémica generada por la supuesta decisión del Smithsonian de quitar el texto explicativo de una obra de Felix Gonzalez-Torres, aunque ha resultado no ser verdad, ha hecho emerger un debate que lleva años fraguándose. ¿Está el nuevo conservadurismo intentando olvidar una tragedia que aún no ha terminado?


Como lo personal es político, este artículo sobre cuestiones políticas empezará por lo personal. Sobre una mesa de la entrada de mi casa hay un cuenco de cerámica que contiene un puñado de caramelos envueltos en celofán azul. Formaron parte de una instalación de la obra Untitled (Blue Placebo), del artista cubano-estadounidense Felix González-Torres (Guáimaro, Cuba, 1957- Miami, Estados Unidos, 1996), en la retrospectiva que le dedicó el MACBA de Barcelona en 2021. No es que yo hiciera nada punible al llevarme aquellos objetos: la intención del artista era precisamente que el público fuera mermando la obra caramelo a caramelo, como indicaba la correspondiente cartela. González-Torres murió como consecuencia de una enfermedad derivada del virus del VIH/sida, y sus obras realizadas con dulces suelen interpretarse como un recuerdo de las víctimas de esta pandemia. Hace poco se celebró en mi casa una fiesta y a la mañana siguiente noté que la montañita del cuenco se había reducido, y me pareció bien. Opté por pensar que esos caramelos estarían en otras casas, y que por tanto la obra de arte seguía cumpliendo su función conmemorativa en un radio de acción más amplio.
Otra de las obras de Gonzalez-Torres se llama Untitled (Portrait of Ross in L.A.), y también está hecha de caramelos, esta vez sumando el peso exacto que tenía en el momento de su realización Ross Laycock, pareja del artista, que como él estaba infectado por el VIH (murió en 1991, cinco años antes que Felix). De nuevo, los espectadores reciben la invitación de llevarse esos dulces. Hace falta realizar un ejercicio deliberado de miopía interpretativa para no atribuir a la obra una explicación que tenga que ver con la progresiva consunción de una persona como consecuencia de una enfermedad que además estaba diezmando el medio en el que se desenvolvía el artista, y también con la voluntad humana de mantener vivo el recuerdo de las víctimas, encapsulado en la materialidad insignificante de una golosina. Eso es precisamente lo que ha denunciado el crítico Ignacio Darnaude en la revista OUT, dirigida al público LGTBIQ+: según él los responsables de la National Portrait Gallery de Washington, perteneciente a la Smithsonian Institution, han decidido que la cartela de Untitled (Portrait of Ross in L.A.) no cite la pandemia a la que Laycock sucumbió, lo que ha levantado cierta polémica entre activistas y críticos, que han hablado de “borrado queer” para referirse al caso.

Josh T. Franco y Charlotte Ickes, comisarios de la muestra donde está expuesta Untitled (Portrait of Ross in LA) —una exposición que relaciona obras de Felix Gonzalez-Torres con las de otros artistas—, han negado la mayor al medio especializado Artnet: la cartela explicativa sí está, solo que en otro lugar de la sala. Y desde la Felix Gonzalez-Torres Foundation, además, advierten que la omisión del texto explicativo, si hubiere, sería cuestión curatorial: “No todas las obras de la National Portrait Gallery llevan textos narrativos o interpretativos (...), y el propio Gonzalez-Torres optaba por no proporcionar información adicional más allá del título, fecha, medio y dimensiones”.
Cartela sí o no, ya en 2022 el Art Institute de Chicago se vio envuelto en una polémica similar por culpa de un texto escrito por el personal del museo que, según sus críticos, invisibilizaba a la pareja fallecida de Gonzalez-Torres, y que tuvieron que rectificar. En los últimos años, además, aficionados al arte han denunciado en redes sociales el borrado de aspectos conflictivos de la biografía del artista, como el sida o su homosexualidad. La discusión vuelve a surgir en un momento delicado. Cuando Donald Trump, recién investido presidente de los Estados Unidos, ha firmado una orden ejecutiva que describe las iniciativas relativas a diversidad, igualdad e inclusión de su antecesor, el demócrata Joe Biden, como “programas de discriminación ilegal e inmoral”, antes de afirmar que han supuesto “un inmenso gasto público y vergonzosa discriminación”. “That ends today” —“eso termina hoy”—, anuncia la orden. En ese contexto se interpretan decisiones como que la propia Smithsonian Institution, grupo de 21 museos públicos estadounidenses que obtiene dos terceras partes de su presupuesto de fondos del gobierno federal, haya anunciado el cierre fulminante de su oficina para la diversidad. Tampoco parece casual que hace unas semanas se volviera viral dentro del mundillo del arte contemporáneo un largo artículo publicado en la revista norteamericana Harper’s Magazine por el crítico Dean Kissick cuya tesis es que, en los últimos tiempos, los contenidos woke y las políticas identitarias están aniquilando la calidad del arte, y recordaba que hace década y media (cuando Kissick, en su edad juvenil, empezaba a trabajar dentro del sector) se valoraba a los artistas solo por la creatividad de su obra. Este artículo también ha sido contestado por el modo flagrante en que omite que el arte nunca ha renunciado al contenido político, ni siquiera en los supuestos tiempos dorados que rememora Kissick, además de por el modo algo confuso y a menudo contradictorio en que el crítico expone su argumentación. Pero su llegada, y la atención que se le ha prestado, van acompasados con una realidad política más amplia y también pueden alertarnos sobre la evolución del clima de opinión concurrente.
Contra ello, puede argumentarse que el arte ha sido desde sus inicios un vehículo para la memoria, en especial la de los fallecidos. Y también que la dimensión política es irrenunciable en toda obra de arte, incluso en aquellas que no la busquen conscientemente.


Por lo que se refiere al tratamiento de la cuestión del VIH en el arte, ya desde que se empezó a tener noticia de sus primeras víctimas se despertó una premura por darles visibilidad y en general por dar cuenta de la pandemia. En 1981, cuando la información disponible sobre sus medios de transmisión era aún imprecisa, el artista norteamericano Izhar Patkin ya expuso una pintura en la que se hacía referencia indirecta a las manifestaciones físicas del virus. Poco después, entre 1983 y 1985, la artista conceptual Jenny Holzer creaba sus series de condones con envoltorios en los que se leían mensajes como “Volveré a verte” o “Vive ahora” (una obra de Holzer, consistente en una plancha de granito en la que se han grabado versos del poema Canto a mí mismo, de Walt Whitman, forma parte del Memorial del Sida de Nueva York, erigido en 2016 en Greenwich Village, Manhattan). En 1985 se fundó, también en Nueva York, el proyecto Silence = Death (Silencio = Muerte), del colectivo formado por Avram Finkelstein, Oliver Johnston, Brian Howard, Charles Kreloff, Chris Lione y Jorge Socarrás, autor de un póster negro con un triángulo rosa –como el que en los campos de la Alemania nazi se empleó para señalar a los presos homosexuales- que se convirtió en un icono de la acción política contra la enfermedad. En 1988, la organización activista ACT UP, dedicada a la acción directa para ayudar y aportar visibilidad a los infectados, creó el colectivo artístico Gran Fury, dedicado sobre todo a desarrollar obras y performances artísticas en el espacio público.
En aquellos tiempos iniciales, marcados en los Estados Unidos por las políticas del presidente Ronald Reagan, que mayoritariamente ignoraron la crisis y a sus víctimas, artistas como Robert Mapplethorpe o Paul Thek (ambos fallecidos como consecuencia de la infección) efectuaron en su obra alusiones casi siempre veladas a la pandemia. Peter Hujar, que fue amante de Thek, realizó una serie de fotos de las aguas tranquilas del río Hudson que, al presentarse en la exposición Witnesses: Against Our Vanishing (Testigos: Contra nuestra desaparición), en el Artists Space neoyorquino, organizada en 1989 por la fotógrafa Nan Goldin (que también ha retratado a las víctimas en sus instantáneas), adquiría evidentes connotaciones sobre la enfermedad que también acabó con su vida. En la actualidad, las fotos pueden verse en una exposición del centro de arte Raven Row de Londres dedicada a Hujar. Otro de los amantes y amigos de este fue el también artista David Wojnarowicz, que murió por las mismas causas en 1992. Antes creó un cuerpo de trabajo explícito y combativo, impulsado por la urgencia de la condena a muerte que el virus suponía entonces. Siguiendo su deseo expreso, su funeral se convirtió en una manifestación pública por el East Village neoyorquino organizada por su círculo cercano, y presidida por una pancarta que rezaba: “David Wojnarowicz (1954-1992), muerto de sida debido a la negligencia del Gobierno”. En 2019, el museo Reina Sofía de Madrid le dedicó una gran exposición. Cuando, meses antes, la muestra llegó al Whitney Museum de Nueva York, miembros de ACT UP protestaron a la puerta del museo porque la faceta de activista de Wojnarowicz quedaba algo difusa en el enfoque curatorial.

Keith Haring fue otro de los artistas norteamericanos significados por la incorporación de la enfermedad a sus narrativas artísticas y reivindicaciones personales, de lo que es representativo el mural Todos juntos podemos parar el SIDA, que se instaló en 1989 junto al MACBA a sugerencia de su amiga, la empresaria hostelera catalana Montse Guillén, como una obra efímera que después ha sido reconstruida. Otro nombre destacable es el del escritor, artista y cineasta experimental Gregg Bordowitz, infectado de VIH en 1988, con 24 años, que sigue en activo y tiene en la actualidad una exposición en el Camden Art Centre de Londres. Entre las generaciones más jóvenes, Kia LaBeija, nacida en 1990, realizó la serie de fotos 24, sobre su experiencia de crecer en Nueva York como mujer racializada y seropositiva (LaBeija contrajo el virus por transmisión perinatal). Como ellos, los fotógrafos Sunil Gupta y Rotimi Fani-Kayode (fallecido en 1989) también han reflejado su experiencia personal en su obra.
El artista contemporáneo colombiano residente en Nueva York Carlos Motta (1978) ha tratado la cuestión con especial resonancia emocional y política, como en 2023 pudo comprobarse en su individual Stigmata, en el MAMBO de Bogotá, que incluía entre muchas otras piezas el vídeo Hilos de sangre, realizado en colaboración con el historiador Pablo Bedoya, un archivo de documentos y experiencias personales relacionados con el virus. Motta inaugura el 21 de febrero Plegarias de resistencia, otra exposición en el MACBA barcelonés, comisariada por Agustín Pérez Rubio y María Berrío, donde la crisis del VIH/sida volverá a ponerse sobre la mesa. En la galería Mayoral, también en Barcelona y con idéntico comisario, se inaugura el 27 de febrero una muestra de le artiste peruane de cuerpo no binario Wynnie Mynerva, El Dulce Néctar de tu Sangre, que expone su propia experiencia con la infección, pero también homenajea el legado de otros artistas precedentes.

En nuestro país, destaca el caso del cordobés Pepe Espaliú, afincado en Nueva York a principios de los años noventa, cuya obra, conceptual pero con una refinada dimensión formal, presentaba contenidos autobiográficos e identitarios. En 1990 recibió el diagnóstico de su infección, y su obra incorporó esta realidad de manera inmediata. Sus esculturas de jaulas y muletas y sus angustiosas performances hablaban de la experiencia de un hombre doblemente estigmatizado por su condición de homosexual e infectado por el VIH. En su acción más conocida, Carrying, que realizó en 1992 en San Sebastián y Madrid, se hacía transportar por una cadena humana de voluntarios (entre ellos, Pedro Almodóvar, Marisa Paredes y Carmen Romero) en una labor de visibilización a la que también contribuyó una descarnada tribuna que publicó en EL PAÍS bajo el título Retrato del artista desahuciado, donde afirmaba: “El sida es ese pozo por donde hoy escalo ladrillo a ladrillo, tiznando mi cuerpo al tocar sus negras paredes, ahogándome en su aire denso y húmedo”. Falleció 11 meses más tarde. El comisario e investigador Jesús Alcaide reunió los textos de Espaliú en la excelente edición crítica Pepe Espaliú. La imposible verdad. Textos 1987-1993 (La Bella Varsovia, 2018), y además ha participado en monografías sobre el artista. Como otros casos, este y los anteriores se recogían en el libro Nadie Miraba Hacia Aquí. Un ensayo sobre arte y VIH/sida (El Primer Grito, 2019), de la historiadora del arte Andrea Galaxina. Hace algo más de un año, la exposición Memorias del VIH/Sida en Iberoamérica, 1978-2019, organizada por el Archivo Arkhé (en Madrid) ofrecía un panorama tan extenso como necesario sobre cómo se ha vivido la crisis en España, México, Colombia y Venezuela.
Por otro lado, en tiempos de primacía de las redes sociales, llama la atención la escasez de proyectos específicamente dedicados al tema, más allá de los perfiles de las distintas asociaciones. En este sentido, puede citarse la extraordinaria labor que realiza la cuenta de Instagram The Aids Memorial, dedicada a recordar a las víctimas través de testimonios personales de sus allegados. Una vez más, la imagen y el texto funcionan como vehículo para la transmisión de la memoria, y a menudo crean la memoria misma.

Pero, de todas las obras sobre el VIH/sida imaginadas por artistas, quizá la que refleja el contexto actual con más aptitud sea una foto realizada por David Wojnarowicz para el cartel de la película documental Silence = Death (1990), de la cineasta Rosa von Praunheim. Se trata de un autorretrato en primer plano en el que la boca del artista aparece cosida con hilo grueso. Vista desde los ojos de hoy, esa instantánea nos recuerda que siempre hay intereses que querrán silenciar los mensajes incómodos, y que una de las funciones del arte es, precisamente, alzarse por encima de esos intereses para expresar lo importante, lo urgente. Según la organización ONUSIDA (Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/sida), cerca de 40 millones de personas viven con VIH en el mundo, y otras tantas han fallecido desde que se descubrió el virus. Afortunadamente, gracias a la disponibilidad de medicamentos más eficaces, la situación no es tan dramática como en los inicios de la pandemia, pero la crisis no puede darse por resuelta. Se estima que más de 600.000 personas aún mueren por esa causa cada año. Lo importante, lo urgente.
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